Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
«Argemí Blanc, Jordi. Barcelona, 1932—Palausator (Gerona), 2005. Poeta catalán de vocación tardía. Su primer libro publicado en 1980
(Guardar fusta al molí)
reveló la presencia de un ignorado eslabón entre la poesía de Salvat-Papasseit y Gabriel Ferrater, poesía de la experiencia personal a veces inserta en social (Salvat-Papasseit), a veces con el hermetismo de una poesía para dos (Ferrater).
Pell de fruita
(1985) renueva los temas tradicionales de la poesía amorosa en una voluntaria aproximación a los usos poéticos de Catulo en el marco de una escenografía de ópera-rock. Poeta sin biografía poética y sin vinculaciones con movimientos literarios coetáneos, Argemí siguió una constante superación de temas y tratamientos formales que culmina en su obra
Yogur
, intento laocontiano de convertir la poesía en una síntesis de distintos géneros literarios. Algunos especialistas en Argemí han creído encontrar en
Yogur
(1990) elementos simbólicos que exceden al propósito de reto formal y expresivo. Según Pedro Gimferrer,
Yogur
es: «…un intento de aprehensión poética de la esencialidad de un país, Catalunya, en el momento histórico en que se frustra por cuarta vez su voluntad de constituirse en Estado independiente. En este sentido,
Yogur
forma parte del gran tríptico de poesía esencial nacional de Catalunya con
L'Atlántida de Verdaguer
y
Nabi
de Josep Carner.» Entre 1990 y el 2002, año de su muerte, Argemí sólo publicó un curioso libro de «memorias sensoriales» titulado
Los placeres capitales
. Un año después de su muerte, en el 2003, apareció una obra menor que demostraba la decadencia creadora del poeta septuagenario, aunque conservaba la capacidad de replanteamiento lingüístico que siempre caracterizó su producción:
El fum del Davidoff
(2003). Bibliografía fundamental sobre su obra:
Argemí más allá de su espejo
, Pere Gim-ferrer, edif., La Coqueluche, 1995;
Poesía última
, Josep M.ª Castellet, Edicions 62, 1983;
Argemí seulement
, Françoise Wagener, Edif., Gallimard, 1990.»
—Los tengo escritos todos, absolutamente todos.
Concluyó Argemí semioculto por la última bocanada de humo de Davidoff.
En un piso sólidamente moderno situado en una parte de la ciudad lo suficientemente alta como para quedar más allá del bien y del mal de la presión demográfica y lo suficientemente céntrica como para poder ir a pie a algún que otro cine de arte y ensayo y a algún que otro restaurante para minorías dé la cultura discretamente acomodadas, vivía Juan Dorronsoro, el menor de una familia literaria encabezada por un poeta, figurante ya en un setenta y tres por ciento de las antologías internacionales sobre poesía española y secundada por Pedro Dorronsoro, el novelista español más internacional, mencionado incluso en un telefilm americano de la serie «Mannix».
—¿A quién lees?
—Acabo de leer a Hemingway y ahora leo a Pedro Dorronsoro, un novelista muy interesante.
Sin la representatividad socio-cultural de su hermano mayor y sin el crédito internacional del otro, la obra de Juan avanzaba lenta y segura a través de tres únicas novelas con más éxito de crítica que de público. Escritor de diez líneas diarias, vivía en función de su escritura dentro de un tiempo propio, medido por un reloj hecho a su medida y en un espacio físico limitado en el presente, inmerso en el desván de una memoria fotográfica lo suficientemente falsificadora para ser novelística y no delinquir contra la obligación del olvido. Facciones de joven duque con ganglios infantiles y vivo retrato de su madre, según describen a los jóvenes duques en las novelas en que contraen pasiones imposibles y fiebres tropicales. Y bajo la delicadeza de facciones diríase que intocadas desde la pubertad, la pasión del escritor racional dispuesto a dejar testimonio de la mediocridad colectiva de la ciudad franquista, contemplada desde discretas almenas de marfil sintético. Batín de seda sobre un jersey de lana fina, zapatillas de piel, cultura por las paredes y sobre las mesas por donde se desparramaban libros, cuartillas, ficheros y la mirada del escritor cuando divagaba entre línea y línea. Y esa luz tenue de despacho de escritor serio, donde sin permiso sólo entra el sol pero racionado por filtros que impidan a la luz sustituir la capacidad del escritor de reinventar la realidad.
—Poco puedo decirle. Mi única relación con Jaumá era muy desigual. Él hablaba y yo escuchaba. Yo escribía y él me leía. Era un personaje agradecido: histriónico, inteligente, rico. Pero peligroso. Es de esos personajes que acaban haciéndose simpático al lector sin que se entere el escritor.
—¿Y eso es malo?
—Malo por todos los lados. Si su simpatía se la debe al escritor, quiere decir que éste ha tomado un partido personalista inadmisible. Y si su simpatía aparece pese al escritor, quiere decir que éste no ha controlado la obra, su equilibrio interno.
—Para usted sólo era un personaje.
— Últimamente sí. He reducido mi cupo de receptibilidad para seres humanos de carne y hueso: los más allegados. Los demás son personajes. En el pasado Jaumá era para mí otra cosa. Ahora es un personaje.
—¿Y su final?
—Inadecuado. Parece de novela erótica española de los años veinte, de Pedro de Répide, Álvaro de Retana o López de Hoyos. Me recuerda el final de
El buscador de lujuria
de Retana. El aristócrata vicioso muere apuñalado sobre un montón de basura después de haber practicado todas las aberraciones de este mundo por orden alfabético.
—¿Qué final le hubiera puesto usted?
—Un Jaumá viejo, de setenta años. Se dedica a ir al cine todas las tardes a ver si puede meterle mano a una adolescente. Sale en los diarios. Su hijo mayor le pega una bofetada y el viejo se va al zoológico a ver cómo se la pelan los monos.
—¿La realidad de su muerte?
—Su muerte ha sido real.
—Me refiero a las causas reales de su muerte.
—Ha muerto de causas reales. De un tiro, creo.
—Pero ese tiro lo disparó alguien.
—Eso ya es novela policiaca, y yo trato de alejarme cuanto puedo de la literatura naturalista. Ahora, si quiere jugar a detective, reparta los papeles con equidad. ¿Quiere ser usted Philip Marlowe? Yo quiero ser Sherlock Holmes. Sin guasa. De nada puedo servirle. Los otros amigos son capaces incluso de ayudarle a imaginar las causas reales de la muerte de Jaumá. Yo tengo que imaginar otras cosas, muchas cosas. Mi trabajo consiste precisamente en imaginar, pero dentro de una lógica propia, dentro de mi discurso narrativo. Lo de Jaumá es un accidente triste que me afligió mucho, créalo, cuando se produjo. Pero ahora me parece que seguir pendiente de él es como secundar la polémica sobre el sexo de los ángeles o sobre si Cassius Clay hubiera vencido a Rocky Marciano.
La audiencia ha terminado. Dorronsoro ha descruzado las piernas y ha preparado el cuerpo para levantarse y acompañar educadamente a Carvalho hasta la puerta. El detective no se da por aludido. El escritor vacila y recupera una posición más expectante. Mira hacia la nada para evitar que Carvalho vea la impaciencia en sus ojos y como distraídamente abre un libro sobre la mesa y se asoma a las páginas abiertas. En un espacio libre enmarcado entre estanterías cuelga una escopeta de caza evidentemente bien cuidada.
—¿Es usted cazador?
—Sí.
—¿Buen cazador?
—Según de qué. Tiro bien a la perdiz. Mal a los conejos.
—¿Nunca caza mayor?
—Aprendí a cazar en el Maresme, por los montes bajos de San Vicente de Montalt o de Arenys de Munt. Allí no hay caza mayor.
—A ustedes los intelectuales les molesta la violencia.
—Pero no la agresividad. Somos agresivos como todos y cazar me libera de agresividad, me permite contemplar la agresividad ajena como un espectáculo y describirla.
—Pero usted mata.
—Cazo.
—Mata.
—Matar es otra cosa. Es degollar un pollo en un corral, fusilar, pegarle un hachazo a un vecino. En la caza hay reglas del juego.
—Que impone el cazador a un animal sin herramientas de defensa.
—¿Preferiría usted que las perdices llevaran escopetas? La caza tiene una justicia estética y por lo tanto una moral. Pero usted es un puritano. Yo amo a los animales. Siento pasión por los perros. Si quiere, luego le presentaré a mis perros. Despierta usted mi compleja de culpa y me hace sentir un criminal. Si seguimos así le confesaré que maté a Jaumá con esa escopeta.
—¿Por qué motivo?
—Porque no le gustó mi última novela, por ejemplo. Ahora es el novelista el que no quiere deshacer la reunión y estudia a Carvalho como un posible personaje.
—¿Usted no ha matado nunca?
—Sí, he matado.
—¿Animales?
—Personas.
—¿Ha formado usted parte de algún piquete de fusilamiento? ¿Ha sido usted verdugo? Porque no tiene edad para haber hecho la guerra.
—He sido agente secreto de la CIA.
—Esto se anima. ¿Agente doble?
—Triple.
—Son los mejores. ¿Ha matado usted a mano o a máquina?
—Sé matar a mano. En el cuerpo humano hay veinticinco puntos mortales al alcance de una mano enemiga. Pero preferentemente he matado a máquina.
—¿A chinos? ¿A soviéticos? ¿A coreanos? ¿A vietnamitas?
—De todo un poco.
—¿Con esas manos?
Carvalho se las acerca y el escritor las contempla con un pánico que quiere ser cómico.
—No me parecen nada del otro mundo.
— Últimamente no mato.
—Si no practica va a perder facultades.
Ahora sí ha terminado la audiencia. Dorronsoro se ha levantado y abre camino para la retirada de Carvalho. Se levanta el detective, va hacia la escopeta, la descuelga, la examina, se la calza sobre el hombro y apunta hacia un escritor al borde de la cólera.
—No tiene ninguna gracia.
—Descuide, jefe, me pondré la cama plegable al lado del teléfono.
Biscuter está dispuesto a pasar la noche en semivela por si la llamada de Rhomberg no llega durante lo que queda de día. Concha Hijar contesta a Carvalho que puede recibirle después de las nueve. Ha de dar de cenar a los niños. En el periódico las mismas contradicciones de cada día. Por una parte detienen a la extrema izquierda, por otra liberan a la extrema izquierda. Por la tarde persiguen a la extrema derecha, por la noche, la extrema derecha actúa como Pedro por su casa. Los partidos toman posiciones de cara a las próximas elecciones. La Internacional fascista tiene su sede en España. Sigue sin aparecer el cadáver del conductor del coche BMW hallado en el Tordera… «El misterio de Peter Herzen.» «Parece ser que el llamado Peter Herzen alquiló el BMW con documentación falsa.»
—Me voy antes de que se líe en las Ramblas.
—Tengo cena hecha, jefe. Ríñones al jerez y pilaf de arroz.
—¿Qué arroz?
—Del americano ese que no se pasa.
—Guárdamelo para mañana. Y oidito a la llamada de Rhomberg.
—Caray. Cualquiera diría que le he fallado alguna vez. Los preparativos prometían una anochecida similar a la del día anterior. La policía esperaba a los manifestantes y los manifestantes parecían esperar a que la policía acabara de tomar posiciones. Un borracho ennegrecido por su propia mugre llama a unas imaginarias gallinas: ¡Titas! ¡Titas! ¡Titas! y luego canta:
El vino que tiene Asunción
ni es claro ni es tinto
ni tiene color.
Un frío sicológico se sitúa entre el pecho y la espalda de Carvalho y trata de recordar qué ha podido angustiarle entre sus últimas experiencias. Sin duda el borracho. Pero no este borracho en concreto.
El vino que tiene Asunción
ni es claro ni es tinto
ni tiene color.
Unas cuantas gotas de calderilla de diez y cinco céntimos caían a la calle. Brillaba el níquel sobre las jorobitas de los adoquines o quedaba de canto entre sus ranuras. Los viejos cantantes recogían la cosecha y no desdeñaban el níquel caído sobre la boñiga de los caballos percherones.
—A éste sí tírale.
—¿Por qué a éste sí y al de antes no?
—Porque éste es un viejo.
Viejos y mutilados. Las gentes del distrito quinto se asomaban a los balcones y seleccionaban su caridad.
—Debe de ser un mutilado de guerra.
Decía su madre. Mutilados de guerra. Viejos ¿de qué? Viejos de guerra. ¿Quién no era un viejo de guerra? ¿Quién no era un mutilado de guerra?
—Gracias, caballero.
El borracho ha cogido el billete de cien pesetas que Carvalho le ha tendido desde la ventanilla del coche. Entre el negro y el amarillo que no respeta lo que debería ser el blanco de sus ojos sin pestañas, el rostro apenumbrado del borracho trata de recuperar la dignidad del agradecimiento. Ya no puede mirar de frente a pesar de que su cuerpo y sus labios llagados se dirigen hacia Carvalho. Huele a vino dulce y a muerto.
—Duerme. Está borracho.
—No. Está muerto.
Alguien le aparta del corro que rodea el cuerpo caído.
—Es el hijo de los murcianos.
Recién llegado de un campo de concentración, el hijo de los murcianos vivía de las cuatro verduras que sus padres conseguían vender como vendedores clandestinos, cuando no los cogía el sargento y llenaba de patadas el culo del viejo hasta que se caía sobre las desparramadas verduras. El hijo de los murcianos cuando estaba borracho se ponía en la encrucijada de las calles de la Cera y Botella, saludaba militarmente y gritaba:
—¡Franco! ¡Me cago en ti!
Mientras la madre le tapaba la boca, el padre tiraba de él y los niños gitanos del bar Moderno paralizaban su inagotable alegría con los ojos rotos por el drama.
—Estaba muerto.
—Va a oírte el niño.
¿Por qué tanto empeño en ocultarle la muerte? Horas después una móvil, silenciosa cola subía desde la calle al piso de los murcianos.
—Con cien vidas no pagarán el mal que han hecho.
—¿Quién?
—Los fachas.
A veces llegó a dudar de la realidad de aquel barrio. En el recuerdo le parecía como una ciudad pobre y sumergida en un almíbar agridulce. Humillados y vencidos, en la cotidiana obligación de pedir perdón por haber nacido. La primera vez que Carvalho abandonó aquellas calles, por un cierto tiempo pensó que se había liberado para siempre de la condición de animal ahogado en la tristeza histórica. Pero la llevaba encima como el caracol lleva su cascara, y cuando ya tarde decidió aceptar todo lo que le había hecho lo que era y quién era, volvió al escenario de su infancia y adolescencia. Aquellos barrios se habían convertido en la antesala del cementerio para las viejas generaciones condenadas a morir entre sus humedades, mientras los hijos se guarecían en las madrigueras de renta limitada del extrarradio barcelonés. Junto a los viejos supervivientes de la posguerra, los maduros con sensación de fracaso por no haber salido a tiempo de la trama estrecha y satánica de la ciudad vencida. Y luego gentes de paso, recientes inmigrantes del país marroquí, algún que otro racimo de exiliados latinoamericanos forzados al alquiler barato. Carvalho frenó. Aparcó sin racionalizar por qué lo hacía.