La soledad del mánager (18 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

BOOK: La soledad del mánager
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—Cuidado con esa curva. Es muy peligrosa.

Pone el pie en el freno y aun así el coche se le va un poco. Es verdad, es muy peligrosa. Comenta mi hermano cuando ya la ha pasado. Como la mujer no le contesta, se vuelve para repetírselo y se queda de piedra. La mujer ha desaparecido. Imagínese. Los dos se pusieron histéricos.

—¡Se ha caído! ¡Se ha caído!

Gritaba la novia. Era imposible porque la puerta estaba cerrada, pero mi hermano da la vuelta, regresa al inicio de la curva, para el coche, bajan los dos, buscan palmo a palmo, iluminan la zona con los faros del coche y una linterna de camping que mi hermano siempre lleva en la guantera. Nada. La mujer no aparece. Ha podido caerse por algún terraplén y no tienen medios suficientes para buscarla. Hay que ir a la guardia civil. Muy bien. Se van al puesto de guardia civil más cercano. Los recibe un sargento. Escucha la historia que mi hermano le cuenta de la manera más realista posible, es decir, dando por sentado que la mujer sin duda se ha caído y que luego la puerta, por el viento o por lo que sea, ha vuelto a cerrarse sola. El sargento primero no le dice nada, ni le contesta. Luego se va hacia una mesa, abre un cajón, saca una fotografía, la tiende hacia mi hermano y su novia: ¿es ésta? La miran, la remiran. Sí. No es que la hayan visto muy bien, pero sin duda es la mujer que han subido al coche. Es la séptima vez que me cuentan esta historia. Las siete veces ha ocurrido lo mismo. Lo sorprendente, comenta el sargento, es que esta mujer murió hace cuatro años en un accidente de automóvil precisamente en esa curva.

—¡Hosti!

Grita Biscuter desde su semiescondite, y merece la mirada alarmada de la pareja.

—Es mi ayudante. De carne y hueso. Poca carne y poco hueso, pero carne y hueso.

Carvalho enciende la indudable materialidad de un Condal del número seis, su puro preferido para todo terreno.

—Ni mi hermano ni su novia conocían la historia. Lo cual invalida la explicación de una posible sugestión. Un abogado de toda confianza ha corroborado la declaración del sargento. Yo mismo y mi padre hemos localizado a los otros siete que recogieron a la mujer en autostop y luego desapareció, exactamente igual que en el caso de mi hermano. Se reafirman en lo dicho y sólo uno de ellos conocía la historia previamente porque es del mismo pueblo que la muchacha aparecida.

—¿Y su hermano y la novia?

—Ella está internada en una clínica siquiátrica y mi hermano está hundido, en manos de toda clase de chapuceros mentales, desde sicólogos lógicos hasta siquiatras de pastilla, pasando por los del diván.

—Yo no soy chapucero mental. Ni gran hechicero de la tribu.

—Queremos que usted lo investigue a partir de un proceso lógico típico y llegue a unas conclusiones.

—Dice usted que su hermano es comunista, pero ¿del ala católica o del ala racionalista?

—En casa nunca hemos sido católicos y mi hermano menos que nadie.

—¿Es un militante místico?

—No le entiendo.

—¿Cree en la comunión de los santos marxistas y en la resurrección de la carne en el paraíso terrenal?

—Mi hermano es, o era, como decimos en catalán:
un que toca de peus a térra
.

—¿Ha leído los cuentos de Andersen o de Hoffman?

—Mi hermano ha leído los libros de bachillerato, los de la Escuela de Aparejadores,
Después de Franco ¿qué?
, de Carrillo, y la prensa del partido.

—¿Compone versos, toca la flauta, la guitarra?

—No sé si le aclarará las cosas del todo el que le diga que somos antitéticos: yo podría tocar la flauta y escribir versos, aunque ni toco la flauta ni hago poemas. Él, jamás.

—En fin, un hombre sensato al que se le aparece una muerta en pleno período de liquidación franquista. Una conjura. El caso es una preciosidad, no lo niego. Pero de momento no puedo hacerme cargo de él. Tal vez cuando me saque de encima lo que tengo entre manos. Si vivo para contarlo. Biscuter, anota todas las maneras posibles de localizar a estos señores.

Toma nota Biscuter de direcciones y teléfonos del hombre.

—¿Usted no tiene ni dirección ni teléfono?

—Ella no participa en la historia. Me ha acompañado sil plemente. En cualquier caso puede encontrarnos casi cada noche en el Sot.

—Pertenecen a la cátedra Marcos Núñez, vamos.

—Ha sido él quien nos ha puesto en contacto con usted.

«Núñez ha preparado a distancia la escenificación de esta ironía y a estas horas debe de estar riéndose de mí como un loco.»

—Yo cobro.

—Ya me lo imaginaba.

—¿Usted paga?

—Paga mi padre.

—¿A qué se dedica su padre?

—Es constructor de obras. Solvente, no se preocupe.

—¿Y estaría de acuerdo en que yo llevara el caso?

—Le traería aquí y usted se convencería.

—Ya daré señales de vida.

Una mujer portátil. Mientras desaparece en seguimiento d hombre, Carvalho se la imagina encima, con el sexo ensartado, las manos apoyadas en el pecho del detective, la cabeza alzad con los ojos cerrados, la lengua entre los labios conteniendo " leve jadeo y la escarola subiendo y bajando como si algo la s piara desde dentro de la cabecita llena de facciones pequeñas.

—¿Usted qué cree, jefe?

—Nada… No creo nada.

—Pero ¿es posible?

—Es una historia de invierno, no de primavera. Como las historias de osos y de muertos en el agua que viven en el fondo de los mares, los lagos, los ríos, los estanques.

—Se me pone la piel de gallina.

—Para mí que se trata de una conjura del obispo aliado con cristianos para el socialismo con el fin de evitar que la Iglesia se hunda. Déjalo, Biscuter. Quiero comer.

—¿Le caliento la cena de ayer? Recuerde. Riñones al jerez y pilaf de arroz.

—¿Qué guisas ahora?

—Pollo con alcachofas.

—Eso estará bueno recalentado mañana. Dame los riñones y el arroz, pero si se ha pasado el arroz lo tiras y me haces otro.

34

La hermana de Dieter no se pone al teléfono. Es su marido. En efecto, Peter Herzen es Dieter Rhomberg, ha sido reconocido por el empleado de la Avis que le alquiló el coche.

—Compréndalo. Estamos muy afligidos. No sabemos cómo decirle al niño que su padre ha muerto.

—Puede haber desaparecido para sentirse más seguro.

—¿Más seguro? ¿De qué? ¿Porqué?

—¿Qué dice la policía alemana?

—Nada. Han tomado nota de su gestión y supongo que la Interpol se pondrá en contacto con la policía española para que usted cuente todo lo que sabe.

—Les agradecería que ustedes me mantuvieran informado.

—Permítame que cuelgue. Compréndalo. Estamos destrozados.

Se envileció en su boca el último sabor de los riñones y una vaharada de jerez le subió desde el estómago lleno de alarma y casi miedo. Como si de pronto se diera cuenta de haberse adentrado en un territorio excesivo, de caminos sin retornos y de tormentas sobrecogedoras, Carvalho tuvo que respirar varias veces profundamente para recuperar parte de la serenidad perdida. Veía claramente las dimensiones de un enigma gigantesco y la desproporción de su tamaño de detective privado, de «huelebraguetas» dedicado a casos residuales, un hombre bien distinto al que había pasado por la CIA lleno de cinismo y despecho, capaz de disparar sobre un jefe de Estado o de meterse en la boca de lobos mayores. Dieter conducía el coche cuando entraron aquella noche en Los Ángeles en busca de un hotel de Beverly Hills. Estuvieron a punto de chocar contra un Buick que había patinado y empezaron a reptar hacia las colinas con los nervios de punta por la longitud del viaje y el reciente percance. Restaurantes, cines, tiendas, almacenes componían una ciudad ya dormida abandonada por el miedo a la noche. Y de pronto vieron subir acera arriba a un hombre vestido de competición atlétic marcando el paso como los corredores de fondo, con el pe cortado al cero y resoplando rítmicamente.

—Es un brujo entrenándose para estar en forma.

Comentó Jaumá y se relajó el ambiente. Dieter aparcó para comprobar en qué quedaba la carrera del atleta de la noche. A pocos metros del corredor de fondo subía un coche patrulla de la policía.

—Le escoltan.

—Más bien le vigilan.

Al llegar a la altura del coche conducido por Dieter, el atleta pasó sin inmutarse y el acompañante del. conductor del coche policial se llevó el dedo a la sien para indicarles que el corredor estaba loco. Como si quisieran demostrar su autoridad ante los insólitos testigos, los agentes adelantaron al atleta y frenaron bruscamente. Salieron del coche al mismo tiempo y se dirigieron al corredor con paso autoritario.

—Alto. Deténgase.

No avanzó el atleta ni un paso más pero continuó saltando ahora sobre un pie, ahora sobre el otro, como para mantener caliente la musculatura.

—¿Qué está haciendo?

—Corro.

—Eso ya lo veo. Pero ¿por qué? ¿Son horas de correr?

—De día trabajo. De noche corro.

—¿Pertenece a alguna sociedad atlética?

—Yo no corro en sociedad. Corro solo. ¿Alguna ley me impide correr a estas horas por la acera?

—No.

—¿Entonces?

—Se expone a un atentado. A la gente no le gusta que los demás corran a las dos de la madrugada.

—¿Lo han comprobado? —¿El qué?

—Que a la gente no le gusta que los demás corran a las dos de la madrugada.

—Es de sentido común.

Seguía el hombre saltando sobre uno y otro pie. Durante segundos los agentes le miraron severamente, luego echaron un vistazo fugaz hacia el coche de Dieter y con un ademán indicacion al corredor que podía seguir. Partiendo de los saltos que daba, los aceleró como si impulsase una bicicleta fija y arrancó cuesta arriba recuperando el ritmo de zancada y respiración. Se fueron los policías hacia el coche aparcado y les pidieron la documentación. Mientras uno la comprobaba, el otro tenía una mano en la pistola y el ceño fruncido sobre los ojos que perseguían la inagotable carrera del corredor de fondo.

—¿Van a dormir en el coche?

—No. Vamos al Golden Hotel.

—Por esa calle abajo y luego a la izquierda. No se entretengan, por favor. No son horas de tomar el fresco por la calle.

—¿Cada noche da una carrerita como la de hoy?

Preguntó Jaumá señalando al atleta a punto de ser tragado por el cambio de rasante.

—Por este barrio no le había visto nunca. Está loco. Se expone a que le peguen un tiro desde una ventana.

—¿Por qué?

—A la gente no le gusta que pasen cosas raras. Las cosas raras les dan miedo y el miedo les hace sacar el revólver del armario o descolgar la escopeta.

Jaumá subió las escaleras del hotel como si hiciera footing y entró en el hall resoplando como un atleta experimentado. El recepcionista ni se inmutó. Los ayudó a cargar el equipaje en el ascensor y les abrió las puertas de las habitaciones. En cada una de ellas sólo faltaba Gloria Swanson o Mae West en salto de cama. Cabeceras de madera historiada pintada de purpurina plateada y laca color crema. Patas de columnas salomónicas y dosel recogido sobre la cabecera dejando en el centro un inmenso rosetón de yeso iluminado donde campaba una corona real. Moqueta azul cielo cursi combinada con muebles rosados y purpurinados, baño con bañera estilo imperio, mármoles y metales cromados fingiendo ser los más extraños bichos y vegetales. Un televisor en color que parecía un baúl de lujo.

—¿Funciona el bar?

—Si yo quiero, sí.

Le contestó el recepcionista, botones, ascensorista, telefonista, barman de noche.

—Espero que subirá usted con mucho gusto. Quiero champán francés helado y una chica caliente.

—El champán puedo subírselo ahora. La chica tardará dos horas en llegar.

—Entonces sólo quiero champán.

Los viajes largos le enervaban el sexo, y el hijo predilecto de todo hombre se desperezaba en la bragueta pidiendo amanecer. Si alguno de los otros se mantuviera despierto para animarse a pasar dos horas de espera… Dieter ya dormía con la profundidad cúbica de su inmenso cuerpo. Jaumá se había puesto un anchísimo pijama de seda y estaba entregado a la contemplación de las variaciones geométricas que aparecían en los distintos canales de televisión.

—Pase, Carvalho. Busco imágenes que sean lo suficientemente hipnóticas para que me duerman. El zumbido ayuda mucho. Estoy nervioso.

Le contó lo del champán y la chica.

—¿Dos horas? Es un servicio poco serio. Deben de vivir en la otra punta de Los Ángeles.

El mismo recepcionista subió el champán y una copa. No le gustó que le pidieran otra, aunque corrigió el gesto de enfado cuando Jaumá le tendió cinco dólares de propina.

—Y lo de la chica, ¿por qué tardaría tanto?

—A estas horas sólo vendría alguna negra o alguna chicana, y en general viven a setenta kilómetros, en la otra punta de Los Ángeles, junto al Watts.

Jaumá se contempló la bragueta y comentó:

—¡En dos horas pueden pasar tantas cosas por el alma de un hombre!

35

La policía, que se presentara. Gausachs, que quería verle. Fontanillas: es urgente que hablemos. Concha Hijar: si es necesario, paso por su despacho. Gausachs le recibió sentado en sillón gerencial de excelente piel repujada, flaqueado por tres extranjeros evidentes que contemplaron a Carvalho mientras sus cerebros se disparaban en el cálculo de todo lo que un hombre tiene de calculable.

—¡La que ha armado!

A pesar del reproche y de la alta entonación, Carvalho convino en que era la vez que le llamaban la atención con más educación.

—Si usted no hubiera exagerado las cosas, Dieter Rhomberg aún estaría vivo.

—Yo no le he tirado el coche al río y le he hecho desaparecer.

—Nadie ha tirado ese coche al río. Ha debido caerse y el cuerpo aparecerá un día u otro. Pero Dieter se puso en movimiento porque usted empezó a mover cielo y tierra con esa absurda investigación.

Se volvió Gausachs a sus acompañantes y les dijo en inglés:

—¿Quieren decirle ustedes algo?

El que tenía cara de mandar y de haber renunciado a una vicaría en Wakefield se dirigió a Carvalho con un precioso inglés lleno de cantarinas suavidades:

—Ya sé que entiende usted el inglés. Mi compañía está muy afectada por este embrollo y quisiera cortar por lo sano. Usted ya sabe cómo van estas cosas. Si hay un escándalo en casa del lechero, se entera toda una calle o todo un barrio. El lechero pierde la clientela. Si hay un escándalo en una compañía como la Petnay se entera el mundo entero. Nadie está interesado en estos momentos en continuar esta absurda investigación, y menos ahora que ha costado indirecta, inocentemente otra vida. Comprendemos sus intereses profesionales y económicos y estamos dispuestos a indemnizarle por la interrupción de su trabajo. Dos mil libras esterlinas. ¿Le parece bien? ¿Cuánto sale en pesetas?

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