Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Has tocado fondo, muchacho.
Se dijo y sonriéndose sacó una caja de Montecristos de la guantera y encendió un puro por la vía más rápida, como si bebiera llama de mechero de gas a través del habano. Cuando me muera, conmigo desaparecerá la memoria de aquellos tiempos y aquellas gentes que al parirme me situaban en la platea de su propia tragedia. Carvalho no se había limitado a contemplar la representación, sino que la había hecho suya y tratado de transmitir a las nuevas promociones. Por las Ramblas viejos y jóvenes se gastaron el miedo que les quedaba el mismo día en que murió el dictador. Alegría en el cerebro y en el corazón, silencio en los labios. En las tiendas se agotaban las botellas de champán barato, calles y terrazas llenas de gentes en busca del placer de estar juntos sin la gran sombra aplastante, pero en silencio, todavía la prudencia como virtud garantizadora de mediocres supervivencias, últimos resultados de la educación del terror. Mas aquel pasado le pertenecía de alguna manera. Sabía su lenguaje. En cambio el futuro abierto por la muerte de Franco le parecía ajeno, como agua de río que ni has de beber, ni te apetece beber. Gausachs, Fontanillas, los mangantes de la nueva situación.
—Si volviera a armarse otra guerra civil, los dos se irían a Burgos.
¿Y Argemí? A Tahití vía Suiza.
¿Y tú, Pepe Carvalho, dónde cono te irías? A Vallvidrera, a hacerme una espalda de cordero a la Périgord o una
escudella i carn i'olla
. ¿Hervirías la col junto con la carne? Tendría que pensarlo. Si es una escudella breve, puede hacerse o si se pone poca col. De lo contrario el sabor de la col lo inunda todo. ¿Y si no tuvieras lo indispensable para hacerte una escudella? Pues me haría un arroz con bacalao. Imagínate que no queda ni bacalao. Bajaría a pie por la carretera hacia Barcelona, hacia las Ramblas, y me dejaría ametrallar por un avión rasante. ¿Y si tiran una bomba de neutrones? Quedarán las Ramblas vacías y los únicos rostros supervivientes serán las portadas de las revistas colgantes en los quioscos. Luego entrarían los vencedores y con ellos la semilla de su propia destrucción cincuenta, cien años después. Un verdadero asco. Todo.
—No. Ninguna novedad.
Carvalho no quería compartir con la viuda Jaumá la anunciación de Rhomberg y al preguntarle si se había producido alguna novedad quería comprobar si Rhomberg también se había puesto en contacto con ella.
—¿Y usted?
—Por partes. Primero, ¿es cierto que su marido estaba últimamente más angustiado, preocupado?
—Pasaba de la exaltación a la depresión. Tenía miedo de todo y sobre todo temía que le bajaran los balances de año en año y su cotización en la empresa se viniera abajo. Siempre fueron temores infundados, autoprovocados. Últimamente estaba preocupado por la incidencia del cambio político en la economía. Decía: se avecinan tiempos más difíciles, la democracia es una fiesta cara. Tal vez se refiera usted a esto.
—He deducido que su marido no era lo que se dice un hombre seguro de sí mismo ni confiado. Por ejemplo, se sabe que recurría a asesores privados al margen de los técnicos de la empresa.
—Temía la batalla por el poder. No era del todo consciente de su propio valer. Gausachs, por ejemplo, le daba miedo. Decía que tenía mucha ambición y muchas influencias.
—Su marido recurría a un contable particular.
La risa reanimó las facciones asténicas de la viuda. La reprimió como si hubiera cometido una falta grave.
—Ah, sí. Era la manía Alemany.
—¿La manía Alemany?
—Alemany es casi una institución en la familia Jaumá. Los parientes de mi esposo son de Gerona y allí viven casi todos. Mi suegro también era abogado, pero intentó convertirse en industrial mucho antes de la guerra. Creo que fabricaba tapones de corcho. Cuando abrió oficinas en Barcelona recurrió a un contable entonces de mucho prestigio, Alemany. Era un contable talismán. Negocio en el que colaboraba, negocio que salía a flote. No les fue mal. Luego vino la guerra, Alemany tuvo que exiliarse porque había sido un dirigente del Centro de no sé—qué, de dependientes creo. Mi suegro también se exilió, aunque por poco tiempo. No sé qué tiene que ver eso con un contable. También había tenido cargos en el Barcelona, en la época más politizada del club. En fin, Alemany se fue y los negocios no tiraron adelante. Volvió años después de acabar la guerra. Toda la familia le consultaba sus problemas económicos. Un viejo cascarrabias, irritado, antifranquista hasta el colapso cardiaco. Aún ejerce como contable y debe de tener todos los años de este mundo. No es como antes. Ahora lleva pequeñas cuentas de almacén. Con decirle que mis cuñados bajan a veces desde Gerona sólo para consultar con Alemany, está todo dicho.
—¿Y Antonio?
— Él también. Ironizaba mucho a costa del viejo, pero decía que era el cerebro contable mejor organizado que había conocido.
—¿Le consultó recientemente?
—Es posible. No lo sé.
—¿Cómo puedo localizar a Alemany?
—Le daré su dirección.
Se sentó la mujer ante un secreter inglés de ciento cincuenta mil pesetas y copió una dirección de la agenda telefónica. Vestía con una excesiva elegancia enlutada para cenar sola y los ojos maquillados restaban patetismo a la erosión de las ojeras. La pregunta de Carvalho la paró en mitad de la habitación como si hubiera tropezado con una no visible cortina de cristal.
—¿Le ha dejado el riñón bien cubierto su marido?
—He cobrado dos seguros bastante buenos y la Petnay me pasa una pensión hoy aceptable. Dentro de unos años, veremos. He de hacer algo con el dinero del seguro y no sé qué hacer. Lo he dejado en manos de Fontanillas, pero dice que son malos tiempos para invertir nada. Nadie invierte. Todo el mundo espera ver qué pasa políticamente.
—En manos de Fontanillas. ¿Por qué no de Argemí?
—Fontanillas se dedica bastante a esto. Argemí tiene una industria estupenda, pero no es un financiero en el sentido estricto de la palabra. Tengo cuatro hijos, señor Carvalho, y todos en la edad en que más gastan.
—¿Cómo han encajado los niños la muerte del padre?
—Primero con mucha tristeza. Luego los dos niños se han recuperado. Las dos niñas, en cambio, le añoran mucho. Es natural.
—¿Y usted?
—¿Qué le parece?
—No me parece nada. Por eso se lo pregunto. Recuerdo una canción francesa que dice más o menos; aunque te quiero mucho y seamos del mismo partido político, si un día te vas me quedará más tiempo para leer y recuperarme a mí misma.
—No tiene ninguna gracia.
—Es la segunda vez que me lo dicen en un día.
—Antonio era muy asfixiante, muy absorbente. Egocéntrico. Por una parte llegaba a exasperar, pero por otra llenaba mucho mi vida. Primero me crispaba su locuacidad, su erotismo maniático, puramente verbal…
—Puramente verbal.
—Sí. Así lo creí siempre, y si no fue verbal, me da lo mismo. Se desfogaba hablando y a mí me dejaba tranquila. Llegué a acostumbrarme, aunque a veces no podía soportar que dijera tantas barbaridades en público.
—Según usted, ¿por qué le mataron?
—Alguna venganza. Todo ese mundo de los negocios está lleno de gángsters, de advenedizos sin la sensibilidad de Antonio o de Fontanillas o Argemí. Vosotros sois excepciones, les digo siempre. El mismo Antonio a veces me señalaba a éste o a aquél, en las fiestas, los cócteles y cosas así, y me decía: ése es capaz de matar a su padre por cinco duros o aquél es un cerdo o un criminal. Antonio era un ejecutivo muy agresivo. Siempre bromeaba sobre eso. Se miraba en el espejo mientras se afeitaba y decía: soy un ejecutivo agresivo, aggggg y gruñía como el león de la Metro.
Ríe y llora la viuda Jaumá. A Carvalho le excita ese pecho hundido y esas caderas amplias de madre fecunda, la cara de solterona castellana con mantilla siguiendo los pasos de Hernández y Berruguete en la procesión de Semana Santa de Valladolid.
—¿Era celoso su marido?
—Mucho.
—¿Con motivos?
—Yo no soy una maniática sexual. Llevo una casa, cuatro hijos y todo muy de cerca, de muy cerca, porque él no me ayudaba en nada en estas cuestiones. Nunca me quedó el tiempo suficiente como para irme por ahí de picos pardos.
—¿No conservó amigos de juventud?
—Mis amigos eran los de Antonio. Salí de Valladolid siendo casi una niña. Siempre estuve aquí y allá por la profesión de papá.
—¿Entre los amigos de Jaumá ninguno le hizo proposiciones?
—¿Adonde quiere ir a parar? ¿A un crimen pasional? ¿Usted se imagina a Vilaseca haciéndome proposiciones? Levanta planes en cada esquina. O a Biedma. ¿Se imagina a Biedma insinuándoseme?
—Puedo imaginármelo perfectamente. —Tiene usted mucha imaginación.
Alarmada, Concha Hijar desea que la entrevista termine. Mira el reloj francés estilo Imperio y corta en los labios la exclamación es hora de cenar porque teme que Carvalho le acepte la invitación.
—Es tarde. He de ayudar a Vera a hacer sus deberes.
—Me voy.
—¿Ha descubierto usted algo?
—Tengo muchas sugerencias ante mí. Incluso una pequeña puerta en el muro. Ha sido un día terrible. Parezco un encuestador que trabajase a destajo. He visto a demasiada gente. Gausachs. Fontanillas. Biedma. Vilaseca. Dorronsoro. Usted. ¡Ah! y Argemí. Olvidaba al increíble Argemí.
—¿Increíble? A mí me parece el más normalito de todos.
—Sinceramente, ¿qué opina usted de los amigos de su marido?
—Me recuerdan un poema de Gabriela Mistral que me enseñaron las monjas. Tres niñas juegan a imaginar el futuro. Las tres quieren ser reinas.
Pedro Parra opuso alguna resistencia.
—¿Pero tú crees que yo soy Tamames? Esos arbolitos son más espectaculares que científicos.
—Necesito una idea visual de las ramificaciones de la Petnay en España. No sólo a través de los consejos de administración de empresas filiales, sino de empresas para las que la Petnay es vital.
—Eso no puedo hacerlo de escondidas. Yo daré los datos a un grafista y bajo mi dirección te hará el arbolito. Tendrás que pagar al grafista.
—A ti te regalaré una tienda de campaña. —Que te den morcilla.
Después de llamar a Parra volvió a hacerlo al despacho.
—Sin novedad en el alcázar, jefe. No ha llamado el alemán.
Un día de retraso. Casi inconcebible. La vida hippy nos ha cambiado a Dieter Rhomberg, pensó Carvalho. Le apetecía desintoxicarse de diálogo y de sí mismo y eligió el camino de un cine donde proyectaban
La noche se mueve
. Después llegaría a casa con la suficiente relax como para guisarse algo trabajoso, lleno de estímulos y pequeñas dificultades. La película era una excelente muestra del cine negro americano con un Gene Hackman inmenso en el papel de un detective privado en la línea interiorizadora de Marlowe o Spade. Además Carvalho sentía una atracción especial por el erotismo grande y anguloso de Susan Clarke y recibió la propina de una rubia madura espléndida en su belleza espontánea de animal de fondo. Otro modelo de comportamiento a elegir. ¿A quién debo imitar? ¿A Bogart interpretando a Chandler? ¿A Alan Ladd en los personajes de Hammet? ¿Paul Newman en Harper? ¿Gene Hackman? En la soledad de su coche reptante por las laderas del Tibidabo, Carvalho asumía los tics de cada cual. La mirada húmeda de Bogart y el labio despectivo. La necesidad de Ladd de caminar lo más erguido posible para disimular tu escasa estatura, de ahí esa cabecita rubia siempre punzante, como tratando de tirar del cuello. El autoconvencimiento de la propia belleza de Newman. El cansancio vital de un hombre con cuernos y más de cien kilos de peso en el personaje de Hackman.
—Sin novedad en el alcázar, jefe. El alemán, ni mu.
—Si llama, que se ponga en contacto conmigo sea la hora que sea.
Ponerse a guisar un salmis de pato a la una de la madrugada es una de las locuras más hermosas que puede acometer un ser humano que no esté loco. En el horno se asa el pato joven deshaciendo sus propias grasas como en una cura de adelgazamiento y bronceado. Mientras, en la cazuela Carvalho obtenía la grasa de unos dados de tocino en la que rehogaba cebolla y champiñones, para añadir después vino blanco, sal, pimienta y un pedacito de trufa picada con parte de su propio coñac de conserva. Las trufas eran de Villores, en el Maestrazgo, y se las proporcionaba un gestor latinista que vivía solo unas casas más allá. Junto a la cocina, el gestor disponía de una habitación donde guardaba los tesoros que le traían de Villores sus familiares o que él mismo arramblaba en sus estancias quincenales. Si los caldeos creían que el mundo terminaba en las últimas montañas por ellos conocidas, el gestor Fuster creía sentimentalmente, con una fe de cristiano primitivo, que el mundo se acaba en Villores y que poblaciones próximas como Morella podían considerarse casi otros planetas habitados por gentes extrañas. Solitarios, bebedores y comedores, el gestor y Carvalho solían dedicar muchos domingos a la competencia gastronómica. Lo fuerte de Fuster era la paella de conejo sin apenas sofrito.
—Porque la cebolla ablanda el grano de arroz.
Cuando se alegraba, el gestor recitaba
La guerra de las Galias
. Carvalho dejaba pasar la tormenta latinista dedicado a reflexionar y secundaba a su compañero cuando dejaba el repertorio latino para cantar jotas de la raya entre Castellón y Aragón o canciones de Conchita Piquer.
Ojos verdes, verdes como la albahaca,
verdes como el trigo verde,
el verde verde limón.
Siete horas después de haber iniciado los guisos siempre quedaba algo que probar en casa del uno o del otro y ya de madrugada se retiraba Carvalho con la cabeza llena de historias del Maestrazgo y el gestor con un somero balance de los casos que Carvalho había seguido durante la semana.
El pato estaba asado. Separó Carvalho los muslos, las pechugas y las alas y desmenuzó las carnes restantes con inclusión de las delicadas vísceras. Unió el picadillo a los jugos huidos del pato y a un puñado de aceitunas sin hueso. Amalgamado el picadillo, lo mezcló con los dados de tocino, los champiñones y la poca trufa más unas cucharadas de pan rallado. Dejó cocer brevemente la mezcla y la arrojó sobre el pato dispuesto sobre una cazuela. El desguazado animal se balsamizó con los líquidos y conservó sobre sus tuestes una geografía de champiñones, tocino, aceitunas, miga de pan y picadillos de sus propias carnes internas y externas. Lo puso al fuego cinco minutos y gratinó en el horno la superficie del guiso durante otros tantos. Una sublime peste oscura de guiso profundo le asaltó la pituitaria cuando abrió el horno. Sintió esa necesidad de solidaridad o complicidad que se apodera de los cocineros amateurs cuando consideran que su obra está bien hecha. Las dos y media de la madrugada. No se lo piensa dos veces. Devuelve el guiso al agonizante calor del horno y salta los escalones que le separan del jardín empapado de relente. La noche ha puesto una campana de radical frescura y soledad sobre el pequeño pueblo como hecho para contemplar Barcelona hasta el mar por una parte y por la otra la peripecia de una Catalunya peregrina abriéndose paso a través del Valles hacia sus montañas sagradas. Corre los metros que le separan de la enorme torre dividida entre tres vecinos y que sólo habita el gestor durante todo el año. Tras cuatro llamadas, una luz de sobresalto precede la aparición de Fuster en lo alto de una terraza con balaustrada blanca. El sueño ha despeinado su barba rubia de chivo, su escaso pelo peinado con estrategia y ha inclinado la montura de sus gafas hasta el punto de que una varilla calza en la oreja, pero la otra busca desesperadamente el asidero de la oreja perdida.