Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Acabo de tomar una sauna en compañía de Fontanillas.
Se ríe Biedma.
—¿Gratis? ¿Le ha salido gratis? —No le he preguntado si le debía algo. —Le enviará factura.
Volvió a reír Biedma y sus facciones de primo hermano de Luis XV se aniñaron.
—Siempre ha sido igual. Cuando estudiábamos necesitábamos dinero. Ninguno de nosotros pertenecía a familias con mucho dinero. Tal vez Vilaseca, porque su padre era notario. Los demás temamos que ingeniárnoslas para sacar algún dinero: clases particulares, ventas de libros a domicilio. No es que nos faltara lo fundamental. Era para «los gastos». Quién más quién menos ejercía funciones de mercader digno. Fontanillas era un caso. Se iba hacia los grupos de las chicas de Filosofía y Letras y les vénula medias de nailon, perfumes franceses de contrabando. Llegó a hacerse coser dos cintas en el forro de la chaqueta, se la desabrochaba, la abría y enseñaba todo un muestrario de relojes, mecheros, medias. Pregonaba su mercancía por el patio: ¡relojes, mecheros, quién compra!
—Ahora es rico.
—Riquísimo.
—Y usted no.
—No.
—Pero usted irá al cielo y él seguramente tendrá que pasar una temporada en el purgatorio.
—Pienso en ello "continuamente.
—¿Por qué es usted tan rojo?
En la sospecha de la burla, Biedma se olvidó por un momento del tic y estudió la sorna desarmada que había en los ojos de Carvalho.
—Porque soy fiel a mi propia lógica. Todos tuvimos iniciaciones políticas similares. Allí donde ve usted a Fontanillas o a Argemí, también ellos se han jugado el tipo y han impreso o distribuido propaganda. Han montado «seminarios de marxismo», sí, tal como se lo digo. Yo debo a Fontanillas la primera explicación sobre la ley de la oferta y la demanda. Siempre era el primero en enterarse de todo, el primero en utilizarlo y el primero en olvidarlo. Todos mis amigos o abandonaron a tiempo la lógica política o se quedaron anclados, como Núñez, fiel para toda la vida a un partido en otro tiempo revolucionario y hoy francamente reformista, fiel porque está casado con el partido o no quiere renunciar a los votos sentimentales que hizo casi treinta años atrás. ¡Treinta años! Casi, casi. Yo fui fiel a la lógica que liga la acción política con la voluntad real de cambiar la historia en un sentido progresivo y con la mayor aceleración posible, sin caer en un pactismo en el que las coartadas doctrinales no consiguen disimular la impotencia revolucionaria.
—No es usted el único «rojo». También Vilaseca parece ser muy revolucionario.
—Bah. Ése es un esnob. Un inteligentísimo esnob. Ahora ha descubierto la anarquía después de haber pasado por toda la fauna ultraizquierdista. Yo soy lo que era en 1950 aplicado a las necesidades históricas de 1977: un marxista leninista.
—Para usted Argemí, Fontanillas o Jaumá son algo así como dulces traidores, Núñez un anquilosado y Vilaseca un esnob. Se lo ha puesto muy fácil para sí mismo.
—Yo no diría que Argemí, Fontanillas o Jaumá traicionaran algo. Simplemente fueron consecuentes con su origen e interés social y volvieron al seno de la burguesía para hacerse un lugar, el mejor posible. Núñez utiliza la militancia para no ser totalmente un fuera de juego y Vilaseca es un curioso, un chafardero de la Historia y la Política.
—¿Y Dorronsoro?
—Es un escritor, un artista, y a ésos hay que dejarlos a su aire siempre y cuando no sean totalmente regresivos.
—Jaumá ha muerto. ¿Por qué ha muerto Jaumá?
Una niebla, resultado de posibles evaporaciones de lágrimas ocultas, apareció en los ojos de Biedma. Bajó la cabeza.
—Es como si nos hubieran mutilado. Como si a mí me hubieran mutilado. Un hombre que era la vivacidad misma. No había cambiado, seguía siendo el mismo. Erotómano. Enloquecido. Afectivo.
Se ensimismó con la vista fija en un montón de ejemplares de una publicación ciclostilada titulada
Papeles Rojos
.
No a la monarquía fascista
y al continuismo oligárquico.
—Cenamos pocos días antes de su muerte. Él acababa de volver de un viaje a San Francisco y quiso que yo le informara sobre la situación laboral ante la previsible legalización de todas las centrales sindicales.
—¿Le daba usted consejos sobre cómo tratar a los líderes de sus empresas?
—Yo no soy un asesor de empresarios, señor Carvalho. Con Jaumá siempre me he limitado a darle mi versión política del momento, no le he dado consejos para que engañara a la clase obrera, sino para que no se engañara a sí mismo.
—¿Tiene usted ideas propias sobre su muerte?
—En un primer momento di por buena la explicación policial y aun ahora no tengo suficientes elementos como para darla por mala. Usted, según parece, sí.
—No. Yo estaba tranquilo en mi casa siguiendo a adúlteras y a adolescentes sensibles escapados de casa. De pronto me encargan que demuestre que la explicación oficial sobre el asesinato de Jaumá no explica nada. En eso estoy. Soy un profesional y mis motivaciones son rigurosamente económicas, aunque conociera hace años a Jaumá en Estados Unidos. Nos vimos durante tres días. Hicimos un viaje juntos por el desierto de Mohave, desde Los Ángeles a Las Vegas. La última vez que le vi estaba jugando a la ruleta en el Caesar de Las Vegas. Yo traté de despedirme varias veces y él no levantaba la vista del tapete. Aproveché un despegue de sus ojos para hacerle un signo de despedida desde la otra punta de la mesa. Ni siquiera sé si me vio.
— Él, que era un hombre de orden, tenía un hobby apasionado y peligroso: el juego. Yo que soy un hombre de desorden tengo un hobby decadentemente sereno y reposado.
—Toca el violín.
—No. El arte. Soy un auténtico especialista en pintores de segunda. ¿Sabe usted lo que muchas veces separa a un pintor de segunda de un pintor de primera?
—No.
—Nada. Absolutamente nada. La historia del arte, y supongo que también la historia de la literatura, están llenas de amargas injusticias. Una época consagra valores y los transmite en bloque a la siguiente. Jamás se revisa si fue injusta la clasificación originaria. En el taller de Velázquez había al menos dos discípulos que pintaban como él. Vea.
Se levantó como un príncipe lento para acercarse a la estantería. Al abrirla enseñó su interior lleno de cajas metálicas iguales. Eran maletines clasificadores de diapositivas. Sacó varias transparencias de una de las cajas y llevó hasta la mesa un visualizados
—Mire por aquí. ¿Qué ve?
—Un cuadro. Muchachas refrescándose los pies en un riachuelo.
—¿De quién diría que es el cuadro?
—Parece de un holandés.
—Excelente. Siga.
—¿Rembrandt?
—Pues no.
Con la satisfacción de sus tesis comprobadas, Biedma dio la vuelta a la mesa y se instaló más que se sentó, determinado a proseguir la exposición de sus teorías.
—Es de Lucas Paulus, un discípulo de Rembrandt. Tenía que ver el cuadro. No figura en ninguna pinacoteca importante. Forma parte del tesoro de una iglesia flamenca de mala muerte. Tendría usted que ver el cuadro. Si llevara la firma de Rembrandt hoy figuraría en todos los tratados de arte. Mire esta otra.
—Lo siento, señor Biedma. Tengo un día apretado y repartido entre amigos suyos. Ahora voy a por Vilaseca y usted aún no me ha contestado a una pregunta que me interesa. En sus últimos encuentros ¿reveló Jaumá alguna preocupación especial, nueva?
—Quería dimitir. Encontrar otro trabajo antes de cumplir cincuenta años. Su tono era muy dramático al principio. Me lo dijo en el transcurso de la última cena. Luego la conversación se hizo más burlona. Acabó riéndose de sí mismo y recitando a Santa Teresa: «Vivo sin vivir en mí», etc., etc., para concluir con su frase preferida.
—¿Qué frase?
—La soledad del manager.
Frente a la pulcritud juvenil y pobre de Núñez, Vilaseca exhibía una provocadora imagen de marginación. Cabellos largos despeinados, bigote y barbas irregulares, una cazadora ex militar sin duda reliquia de algún héroe de Sierra Maestra, pantalones téjanos diríase que previamente arrastrados por un vertedero de basuras y luego planchados con una apisonadora, un macuto caqui de recluta de la posguerra y botas de soldado oscurecidas sagazmente con grasa de caballo flaco. Llegó a la cita con una muchacha esbelta como un bambú, manos de mimbre, cabello castaño peinado a lo afro, dos tetas que pedían excusas por su poquedad bajo una camiseta robada de algún Museo de la Esclavitud en el Mundo Antiguo.
—Donde comen dos, comen tres. Y el que invita a dos puede invitar a tres.
—¿Quién invita?
—Usted. Por descontado. Yo no. Llevo doscientas pesetas en el macuto y me han de durar hasta mañana. A cambio compartirá usted la mesa con dos celebridades. Yo y esta señorita: Ana Marx. No tiene nada que ver ni con Marx ni con los hermanos Marx. Le puse el nombre hace tres meses. Nombre artístico. Es una musa cinematográfica.
—Estás loco… loco…
Decía la muchacha con un asco pequeñísimo en la punta de la naricilla arrugada.
—Elija usted restaurante, ¿cómo ha dicho que se llama? Carvalho. Colóquese a mi lado. Convengamos que el norte está allí, el sur se va por esa calle y luego el este y el oeste. Al norte, detrás de la iglesia de Santa María del Mar, tenemos El Borne, el restaurante de otro director de cine. Self-Service de unas cazuelas bastante buenas con guisos franceses y quesos ídem. Bastante bueno. Al sur un tascorro gallego, detrás de ese pórtico. Ya sabe usted lo que nos espera, y a estas horas está lleno. Andando un poco más, al este El Raim, cocina del país, casera, buena. Pocas mesas. Al oeste acaban de inaugurar…
—Conozco el barrio y el paño.
—Entonces usted dirá.
—El Raim estará lleno. Vamos a El Borne.
Es cosa suya. Luego no se queje a la hora de pagar.
Le guiñó el ojo y se puso a caminar ante él con un brazo sobre los hombros altos y puntiagudos de la muchacha.
—Estás loco… loco… loco.
Vilaseca llevaba el mismo disfraz que Stanley Kubrick diez o quince años antes, en la época en que rodaba
Odisea del espacio
. Incluso tenían cierto parecido físico.
—Yo la pintaría de color lila y dentro pondría un zoco árabe.
Dijo señalando la iglesia. La rodearon y se abrió la perspectiva del Paseo del Borne, como un capricho de calle ancha y arbolada en el contexto del viejo barrio medieval lleno de callejas gremiales umbrías.
—Pobre Jaumá.
Y sus párpados cayeron como si fueran tapaderas de ataúd.
—Me ha sugerido un argumento cinematográfico. Escuche. Un alto ejecutivo obsesionado por el mito de Gauguin decide dejar a la familia y el trabajo y marcharse a Tahití. El título podría ser
Gauguin 2
o
Tahití
. Coge el metro en una hora punta y llega a una barriada obrera. Imita los modos de vida de los tahitianos. Se junta con una chica de fábrica, una canaca del cinturón industrial barcelonés. Nadie le conoce. Se siente feliz inicialmente pero hay una serie de barreras mentales de clase que no puede superar. Llega la infelicidad propia y ajena. Él ha introducido la insatisfacción como un virus desconocido por los tahitianos. Para no causar más desgracias a los demás ni a sí mismo, se suicida. Ana hará de joven obrera.
Le aparta el brazo de sobre los hombros, la aleja como para verla con perspectiva.
—No crea. Ya sé que parece lo que es: la hija de un ricachón que ha sido concejal del Ayuntamiento. Pero en cine da muy bien para papeles críticos. Usted seguro que podría hacer de asesino. Una especie de Richard Widmark a la española. Saque un poco los hombros, por favor. Así. Ponga las palmas de las manos hacia afuera. Así. Camine un poco. Vamos. No se envare. Los españoles parecemos hechos de cemento rápido. No tenemos soltura corporal. Somos como volúmenes incapacitados de establecer una relación con el espacio y modificarlo mediante el movimiento. Si quiere, el papel es suyo.
—¿Qué papel?
—El de asesino de Jaumá.
—¿No se suicidaba?
—Caben las dos posibilidades.
De detrás de la barra llegaron algunos saludos para Vilaseca y en su seguimiento Carvalho subió por una estrecha escalera de caracol hacia el altillo de dos piezas que era todo el territorio del restaurante. Sobre un aparador se insinuaban varias cazuelas de inmejorables contenidos y una bandeja llena de arroz indio cocido. Colocó Vilaseca el macuto sobre una mesa en señal de toma de posesión e invitó a Carvalho a seguirle hacia el aparador. Sobre un plato desplazado de una pila, Vilaseca situó una tonelada de arroz y civet de liebre. Eligió Carvalho lo mismo y cuando ambos llegaron a la mesa, derrengada sobre una silla la muchacha contemplaba con angustia la isla de su plato sólo habitada por una cucharadita de arroz y algunas briznas de goulash.
—No tengo nada de hambre… pero es que nada.
—No come otra cosa durante todo el día. Para desayunar, para comer, para cenar. Sólo come ese comentario: No tengo nada de hambre, pero es que nada.
Había asomado en Vilaseca una extraña intransigencia paternal ante la hija inapetente y la chica se rebeló.
—Pues soy yo la que como con mi boca. Y como lo que quiero.
—Luego vas por ahí. Limando las paredes con las manos. Pero no porque imite a Monica Vitti, no. Porque se cae de debilidad. Oiga, está buenísimo. ¿A qué vino invita? No hablemos más. Elijo yo. Murrieta tinto.
—¿Qué relación mantenía usted con Jaumá?
Con la boca llena de civet y arroz, Vilaseca se puso a gesticular violentamente sin decir nada. Cuando el bolo digestivo inició su caída en el esófago, aclaró:
—Paternal. Relaciones paternales. Él me reñía como si yo fuera un niño. Tienes que ser un hombre de provecho, Vilaseca. Bueno. No con estas palabras. Yo le irritaba. Mi total disponibilidad. Mi total libertad le irritaba porque las envidiaba.
—Me da asco la comida.
Dijo la chica contemplando los platos como si estuvieran llenos de inmundicias.
—Vete a tomar el fresco por ahí. No se puede comer junto a una inapetente. Da mala suerte. Anda, vete ya por ahí.
Salió la chica enfurruñada y con toda la dignidad de un mutis preñado de despecho.
—Una mal criada. Pero tiene un gran temperamento y da mucho ante la cámara. Es muy sexy. Usted la ve así y dice: no tiene nada. Pues si tiene. Y esas dos tetitas que parecen dos ensaimadas mallorquinas, desnudas y en la película, tienen el encanto de las tetas de la Olimpia de Manet. En cuanto consiga dinero me pongo a rodar y esta chica sube, sube. No a la manera burguesa. No quiero hacer de ella una estrella. Quiero producir perchas nuevas para un cine nuevo, al servicio de nuestro tiempo.