Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Para los trabajadores todo es trágico.
Decía, su padre. Una separación matrimonial, una muerte, una enfermedad.
—Los ricos siempre tienen un colchón a punto y cuando caen no se hacen daño.
Tal vez aquel niño alemán disponía de un colchón suficiente para sus pequeños huesos, pero no para el mutilado sentimiento de atracción hacia el padre mitificado. Una vez más lamentaba su mala educación sentimental basada en la aspiración de absoluto. Un perro se había muerto de tristeza en el Japón porque su dueño no había vuelto a casa. Lo había leído al pie de una foto de agencia de las que exhibía el diario
La Vanguardia
en sus escaparates de la calle Pelayo. Un hombre acuchilla al que intenta quitarle a la mujer amada: lo había oído recitado por un rapsoda a través de Radio Barcelona. Una niña se muere de tristeza porque sus padres han tenido un hermanito que será el heredero del patrimonio familiar: lo había visto y oído, recitado por una vaca trágica desde el escenario de la sala Mozart. Igual el niño alemán crecía fuerte y seguro, lejos de la presencia autoritaria de un padre castrador. O no. Podía ocurrirle lo que al pobre Tyrone Power en
El hijo de la furia
, esclavizado sádicamente por su tío y tutor George Sanders. La voz del cuñado de Dieter no le había gustado nada. Prusiana, diría Carvalho. Sin duda era una voz prusiana según el preconcepto de prusiano acuñado por la sabiduría convencional. Pero luego el niño crecerá, se irá de emigrante a los mares del Sur, pescará perlas, contratará a otros para que pesquen perlas para él, se enriquecerá con la plusvalía, volverá a Berlín y humillará a su tío. O crecerá carcomido por la nostalgia, será carne de fracaso, se enamorará de muchachas fuertes que no le harán caso y se suicidará bebiéndose todos los discos de su cantante de moda disueltos en salfumán.
—No se debería nacer. Por mucho que hagamos por ellos, nunca los compensaremos por la jugada de haberlos traído a este mundo.
Solía comentar su padre, sobre todo desde que se convirtió en un obseso sobre la futura destrucción nuclear del universo. Cada vez que aparecía un hongo atómico en las páginas de huecograbado de
La Vanguardia
o el
Diario de Barcelona
, don Evaristo Carvalho lo señalaba con un dedo acusador e iniciaba un discurso maltusiano que sólo el niño escuchaba, consciente de que su propia existencia era un lamentable error del que su padre se arrepentía por su propio bien.
—Si la humanidad se pusiera de acuerdo para no tener más hijos, en cincuenta años la Tierra quedaría despoblada y devuelta a sus fuerzas más inocentes: los animales, el agua, el sol.
Hasta su muerte, Evaristo Carvalho sintió remordimientos cada vez que veía a su hijo y trataba de lavarle del cerebro el instinto de la paternidad con toda clase de detergentes. Desde el balcón de siempre contemplaba el paso de los coches y las generaciones. Los coches eran el símbolo de la locura humana lanzada a dar una mayor velocidad a la absurda marcha desde la nada a la muerte. Y los niños descolgados de las barrigas de las muchachas del barrio eran víctimas, perdedores de todo y ganadores de casi nada.
—Fíjate. La del número siete ha tenido otro hijo. Ay, Señor. Qué falta de cabeza. Traer víctimas a este mundo.
Carvalho se quedó con las ganas de preguntar a su padre si hubiera pensado lo mismo en caso de no haber perdido la guerra civil.
Invitó a cenar a Pedro Parra en Vallvidrera. Aún tuvo tiempo de comprar en la Boquería lo adecuado para un menú constructivo, aplicado a perpetuar la energía vital de un coronel que aún no había renunciado al asalto del Palacio de Invierno. Un potaje de puerros y un fresquísimo rodaballo cocido al vapor. Parra asintió complacido ante un menú que no iba a poner en peligro su lucha preventiva contra el colesterol y el ácido úrico. — ¡Cómo vives! ¿Éste es tu picadero?
—Mi picadero está donde estoy yo. Al norte, al sur, al este, al oeste.
—Los solterones siempre podéis llevar la jaula abierta.
Comió Parra con eficacia, sólo aceptó un vaso de Perelada Pescador frío, le encantó la combinación del yogur, el zumo de naranja, la piel rallada de la naranja, y aunque se le escapó un mohín de disgusto cuando supo que en la mezcla entraba triple seco y cointreau, se tranquilizó cuando Carvalho le insistió en la poquedad de su presencia. Nada de café. Se sacó Parra un paquetito del bolsillo.
—Lamento pecar de pejiguera, pero te agradecería que me hicieras una infusión con estas hierbas. Si quieres la preparo yo mismo.
—¿Qué es esto?
—Una mezcla de lo que los catalanes llaman puniol y boldo. Va de cojones para el estómago y el hígado.
Del mismo bolsillo sacó una cajita de plata y de ella dos sacarinas que colocó al alcance para cuando la infusión estuviera preparada. Carvalho se sirvió un tazón de café y dos copas de orujo buscando la burla suficiente en los ojos primero y luego en el comentario de Parra:
—Cuando llegue el momento no estarás en forma. Yo que contaba contigo para la revolución.
—¿Pero aún estás así?
—Mi viejo plan sigue en pie. Lo he adaptado a las circunstancias cambiantes.
Veinte años atrás, Parra había calculado cuántos activistas eran necesarios para ocupar los puntos vitales de las cuatro o cinco ciudades más importantes del país.
—Sólo hay que esperar una quiebra en los aparatos del Estado y aprovechar la ocasión.
Indignado ante el progresivo pactismo de la izquierda, Parra había pospuesto su plan por tiempo indefinido, hasta que la vanguardia de la clase obrera recuperara la lucidez histórica y se liberara del sentimiento de autocompasión que la llevaba a querer ser aceptada por la burguesía.
—Toma tu arbolito. Pero he de decirte que este tipo de trabajos son más efectistas que serios. Lo puso de moda Tamames en su estudio sobre los monopolios, pero esto es más arte plástica que economía.
—No me interesa la economía, en este caso me interesan más las artes plásticas.
—El cuadro es bastante completo y aparecen las relaciones de las distintas empresas con la Petnay a partir de distintos niveles: 1.°, sociedades directamente vinculadas porque la Petnay posee acciones;. 2.°, sociedades indirectamente vinculadas porque miembros de consejos de administración de sociedades directamente vinculadas pertenecen a los consejos de administración de las sociedades indirectamente vinculadas; 3.°, sociedades indirectamente vinculadas por lazos familiares: hijos, padres, cuñados, bodas, la lista no es exhaustiva porque un gabinete de estudios no sigue al día la revista
Hola
y no sabe cómo va el mercado del braguetazo; 4.°, sociedades indirectamente vinculadas porque su supervivencia depende de los encargos que le hacen directamente las empresas de la Petnay o las indirectamente vinculadas a la Petnay.
—Esto más que un árbol parece una selva.
—No te puedes quejar. Te lo hemos hecho en un tiempo récord. Le has de dar cinco mil pelas a los que te lo han puesto tan mono, con lápices de colores y todo. ¿Me vas a decir para qué quieres todo esto? ¿Está relacionado con el caso Jaumá o con el caso Rhomberg? Yo también leo los periódicos.
—Es posible.
Los ojos de Carvalho saltaban de nombre en nombre y a veces reconocía apellidos de primera o séptima página, según la distribución tradicional de los diarios clásicos. Políticos en ejercicio, cuartos o quintos clasificados en regatas internacionales, protagonistas de fiestas sociales en Fuengirola, Torremolinos, Puerto Banús o S'Agaró, cabezas de la joven o de la vieja Cámara de Comercio y Navegación.
—Me lo miraré luego con más calma.
—A mí, y perdona que me meta donde no me llaman, todo esto me huele a un ajuste de cuentas de gran envergadura. Jaumá no era un don nadie. Te he traído este recorte de Time para que te enteres. Se dan las listas de dirigentes políticos económicos españoles con más futuro. Jaumá está entre ellos. Se le califica como ejecutivo español de la Petnay con futura proyección internacional.
—En los políticos casi no han acertado en ninguno.
—Es un artículo de la época franquista y sobreestiman el papel a desempeñar por los nuevos cuadros del Régimen. Pero fíjate que la lista económica no está tan desacertada. Tal vez no estés enterado, pero todos estos tíos dominan hoy puestos claves. Ha habido un cambio de caras políticas, pero en lo financiero e industrial la cosa sigue casi exactamente igual, es más, los presuntos •cachorros del poder económico tienden a asumir también poder político. Es un fenómeno típico de época de crisis. El gran capital se siente seguro mientras le respalda la fuerza represiva del Estado fascista. Cuando esa fuerza represiva se relaja, el gran capital durante unos años desconfía de las fuerzas políticas que podían representar sus intereses y asume en parte ese papel. Eso también pasa en las democracias formales con tradición. Fíjate en Italia. Los Agnelli no asumieron funciones políticas directas mientras la Democracia Cristiana era suficiente para sacarles las castañas del fuego, Cuando se deteriora la fuerza política que representa sus intereses, los Agnelli se meten ellos mismos en política. El mayor conspira y el menor se presenta como candidato a diputado y trata de abrirse camino dentro del aparato de la DC.
—¿A qué juega el gran capital en España ahora?
—A todo. Yo no creo que se haya dividido en un bloque nostálgico del franquismo, lo que se llama el «bunker» económico, y un grupo partidario del cambio en condiciones de controlarlo. Creo que juegan al cambio controlado sin levantar la mano de la pistola, por si acaso. Pueden soltarle veinte duros a los neo-franquistas, otros veinte duros a los del centro democrático y las cien pesetas restantes a la ultraderecha y las policías paralelas.
—Veinte duros. Cinco millones. Doscientos millones.
Algo le impulsó a ponerse en pie y a dar vueltas a la habitación según la imagen tópica del «animal enjaulado», que en Carvalho se convertía en la imagen real del ex presidiario que da vueltas a su cama en busca de caminos de geografías imaginarias.
—Bueno. Tampoco te creas que son de un generoso subido. Para soltar doscientos millones o han de ser empresas muy fuertes o han de jugar bazas muy seguras.
—Doscientos millones, precisamente en 1976.
—¿De qué hablas?
—Con ese dinero se puede financiar un grupo político afín, se puede armar una tropa de mercenarios, se pueden comprar decisiones de alta política.
—Sí. Doscientos millones no están mal. Pero sólo para empezar.
A las cuatro de la madrugada se durmió Carvalho. Las hojas que le había traído
el coronel
cayeron de sus manos al suelo en un suave vuelo de animales torpes e ingenuos. Soñó una extraña relación erótica con Fuensanta que empezaba ante un plato de judías con butifarra servido en la barra de un bar excesivo para ser La Chunga.
—¿Son de verdad?
Preguntaba Carvalho señalando las tetas. —Tócalas.
Las tocaba Carvalho, suaves, grandes, calientes.
—Como nos vea mi hijo, verás.
Buscaban un escondite entre tuberías de uralita bajo la luna, pero ninguno convenía a la mujer.
—Nos ven desde la casa.
—¿Desde qué casa?
Al fondo se veían contornos de terrados o almenas y la sombra de un vigía con la escopeta en bandolera.
—¿Lo ves?! Mi hijo!
—Pero tú tienes una hija.
—No. No. Un hijo.
Carvalho parecía haber perdido la fuerza para terminar de bajarle las faldas, a pesar de que ya asomaba bajo la luna la promesa de un culo blanco con el canal mórbido hincado entre carnes esféricas y frías.
Se despertó con el sexo a media asta y urgencia sexual en los testículos. Fue al lavabo con la duda de orinar o masturbarse y tras orinar le habían desaparecido otras urgencias de entrepierna, pero no de la imaginación, donde seguían mezclándose imágenes de carnes desnudas de Fuensanta o de su hija. Apartó los platos sucios de sobre la mesa para dejar sitio a las remiradas cuartillas que le había traído Parra. Cinco apellidos Gausachs salían en empresas vinculadas con la Petnay. El abogado Fontanillas pertenecía a dos consejos de administración de vinculación muy indirecta y Aracata, S. A., Industrias Lácteas, figuraba en las listas de empresas dependientes por la provisión de productos básicos.
—Jefe, la señora Jaumá está buscándole desde hace dos días. Que se ponga en contacto con ella urgentemente. ¿Le doy el teléfono de Vallvidrera?
—Ni hablar. Si vuelve a llamar, le dices que estoy fuera de España.
—Por si acaso, ya le he dicho que se había ido de viaje.
Los siete minutos que tardaba en bajar de Vallvidrera hasta las calles que le metían en la ciudad le parecieron más largos que otras veces. Subió a pie los escalones de gastado mármol rosa que llevaban al piso del contable Alemany, sin esperar la lenta bajada asmática del ascensor historiado. La llorosa señora Alemany sólo podía decir:
—Se nos muere. Se nos muere.
Y, efectivamente, Alemany parecía decidido a morirse, con el rostro amarillo y salpicado de pecas casi sumergido en el almohadón. Ladeó la cabeza ante la llamada de su mujer y sus ojos conservaban la dureza del aguilucho malherido, presintiendo el misterio de su propia muerte.
—Alemany, quisiera preguntarle algo más sobre el señor Jaumá.
—¿Sobre el padre?
—No. Sobre el hijo.
—¡Ah, el hijo!
Devolvió los ojos al techo como desentendiéndose, aunque la cabeza levemente ladeada hacia Carvalho indicaba la voluntad de oír lo mejor posible.
—El dinero que faltaba en el balance de la Petnay.
—Sólo hablaré de eso con el señor Jaumá.
—Ha muerto, Alemany, recuerde. Fue asesinado por algo relacionado con el balance.
—Ha muerto tanta gente, tanta.
—Alemany, ¿por dónde se marchó ese dinero? ¿A través de qué empresa o de qué capítulo de gastos?
—Me lo han quitado todo. Mi colección. Mis libros.
Cerró los ojos y parecía llorar hacia dentro.
—Se nos muere. Se nos muere.
—¿Qué le han quitado? ¿De qué habla?
—Confunde las cosas. Ayer me llamó la señora Jaumá y dijo que tenía una oferta muy buena que hacerme. Un amigo suyo estaba interesado en comprar los archivos de contabilidad de mi marido. Guardaba la historia de los balances más importantes en que había participado y ese señor quería comprarlo todo para la biblioteca de una escuela de empresarios, me dijo.