Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Ya guisas tan bien como Pepiño.
Carvalho se sacó el sobre del bolsillo. Primero lo puso sobre la repisa de la chimenea. Luego temió que su simple visión devolviera a Charo congoja y zozobra. Lo metió en un cajón del bufet y empezó a poner la mesa.
La habitación apestaba al alcanfor del linimento. El resto de la casa olía a habas estofadas. Sobre el pecho desnudo de Charo los hematomas formaban caprichosas flores del mal. Carvalho no la despertó. Apartó los platos sucios, se sentó en la esquina de sofá que dejaba libre el dormido Biscuter y escribió sobre un papel eligiendo cuidadosamente las palabras. El sobre que le habían entregado los matones sirvió para albergar la carta de Carvalho. Se puso la chaqueta, metió su carta en un bolsillo y en el otro la nota que le había entregado el matón. Con la mano sobre el hombro de Biscuter le removió hasta despertarle.
—Estaré fuera todo el día. No dejes que Charo salga.
—Ahora me levanto, jefe, que esta casa necesita un
dissabte
10
.
—Esta casa está bien como está. Ten los ojos abiertos y no dejes a Charo.
El fetillo soñoliento tenía los ojos enrojecidos. Carvalho se palpó la pistola en el fondo del bolsillo. Biscuter le siguió el gesto y pareció despertarse del todo.
—Esta vez no le dejo ir solo.
—Esta vez llevo salvoconducto.
El sol apenas había salido. El relente arrancaba olores de amanecida a todas las cosas: a la tierra, a los pinos del bosque, a la gravilla que crujía bajo los pasos de Carvalho. Bajó a la ciudad por una carretera solitaria y solitarios estaban los desfiladeros urbanos. Los comanches dormían en sus madrigueras o empezaban a hacer gárgaras en sus lavabos. Mansamente los semáforos se ponían de acuerdo con su prisa. Llegó ante la casa de Núñez cuando el portero la estaba abriendo. Metió el sobre en el buzón y volvió a salir sin dar tiempo a que el hombre hiciera preguntas. Se aseguró de que en el otro bolsillo iba la nota del matón y la abrió sobre el asiento de al lado para tener a la vista el itinerario que le marcaba.
«Tengo mucho gusto en invitarle a mi finca de Palausator (Gerona) para intercambiar impresiones. Le espero el sábado al mediodía y me complacería mucho que aceptara acompañarme durante el almuerzo. Puede preguntar por mi casa tanto en La Bisbal como en País, pero le adjunto un plano para que llegue con toda facilidad.»
Firmaba Argemí.
La autopista parecía construida sólo Rara él. Devoró los quilómetros impulsado por la soledad y el fresco blando de la mañana. Al cruzar sobre el Tordera dedicó un instante de recuerdo para Dieter Rhomberg, muerto a mayor honra y gloria del equilibrio universal. Salió por el peaje de Gerona Norte y cogió la carretera hacia Palamós. La vida empezaba a bostezar. Los tractores faenaban en los campos. Una furgoneta recogía su cotidiana cosecha de perros reventados por los coches. Grupos de niños en fila india recorrían los quilómetros que separaban sus masías del colegio rural.
—La furgoneta recoge su cotidiana cosecha de niños despedazados por los coches y los perros avanzan a fila india para ir al colegio.
Dijo Carvalho en voz alta y a continuación empezó a cantar a voz en grito la romanza del barítono de
La del soto del parral
:
Tú eres la mujer que yo más quiero
a quien sólo di mi corazón.
Luego acometió «Fiel espada triunfadora» de El huésped del sevillano y se le estranguló la voz cuando se atrevió con la jota del Trust de los tenorios:
Te quiero
como se quiere a una madre,
como se quiere a una novia,
como se quiere el dineeerooooo.
Te quierooó.
En La Bisbal le dijeron que a aquellas horas sólo podría desayunar algo sólido en La Marqueta. Un pequeño restaurante con pocas mesas forradas de hule, la mujer en la cocina, un gigante cilíndrico ofreciéndole lo que podían calentarle a aquellas horas: pollo con cigalas, centollo con caracoles, pies de cerdo, cabrito asado, calamares rellenos, caracoles asados con aderezo de vinagreta o allioli, pavo con setas, ternera guisada, frijoles con butifarra de perol, surtido de embutidos de cosecha propia, butifarras, lomo de cerdo, chuletas de cerdo, bistecs,
suquet
de rascasa. El hombre recitaba seguro del efecto abrumador de su lista. Carvalho pidió el centollo con caracoles.
—Hay más caracoles que centollo. El centollo es para dar gusto.
—Me lo imagino. Después quiero los frijoles con butifarra de perol y tráigame un platito con allioli.
Rodajas de pan con olor a trigal. Un vino espeso y negro de los que en invierno ponen rojas las orejas.
—¿Dónde consigue este vino?
—Lo hacemos en casa. Tengo un
celler
al otro lado del río.
—¿Podría comprarle unas botellas?
—No sé cuándo podría preparárselas. Tengo mucho trabajo ahora.
—Llame a can Argemí, en Palausator, pregunta por mí, Pepe Carvalho, y me dice si de bajada puedo pasar a recoger treinta o cuarenta botellas.
Le ofreció el fondista un pastel de hojaldre y piñones al que llamaba
rus
y puso a su alcance un botellón de garnacha del que Carvalho se sirvió tres veces. Salió de La Marqueta creyendo que el mundo estaba bien hecho tras encarecer a su anfitrión que la mejor hora para llamar a can Argemí era entre las doce y media y la una. Anduvo por La Bisbal fisgoneando por los comercios de cerámica y encargó un mural con azulejos que reproducía la rosa de los vientos locales: Gargal, Tramontana, Garbí… Volvió a pedir que telefonearan sin falta a can Argemí entre doce treinta y una de la mañana porque entonces sabría si en lugar de un mural necesitaba dos. Se metió en la tienda de un anticuario y encargó un arca de madera de roble.
—Es un regalo. No recuerdo exactamente la dirección a donde debe enviarlo. Por favor, llámeme a can Argemí, en Palausator…
—Sé dónde está. La masía del señor Argemí está llena de muebles comprados en esta casa.
—Llame alrededor de la una. Mejor un poco antes y pregunte por mí. Pepe Carvalho. Entonces sabré la dirección exacta.
—Descuide.
En una pescatería recomendada por el dueño de La Marqueta encargó una rascasa de unos dos quilos, un quilo de sepias pequeñas y otro quilo de pescado de roca para hacer sopa. Pidió por favor que se lo guardaran en el frigorífico y que le telefonearan a can Argemí media hora antes de cerrar, preguntando por él para recordarle que debía pasar a recoger el pescado.
—Soy tan despistado que sería muy capaz de irme a Barcelona sin pasar a recogerlo.
—No faltaba más.
50
Como Garbancito, dejaba migas de pan para recordar el camino que llevaba a la casa del ogro. Cogió el coche y marchó hacia Palausator parándose en Peratallada para preguntar detalles sobre la finca de Argemí. Dijo varias veces su nombre a distintas personas e indagó sobre el crédito personal de Argemí en la zona y las características físicas de la finca. Podía ir directamente desde la carretera que desembocaba en los arrozales de País o podía bordearla desde Sant Julia de Boada. Carvalho probó los dos recorridos. Se subió al último piso de una rectoría abandonada para tener una impresión global de la finca presidida por una sólida masía sobre un cerro verde de suaves descensos. Una motocicleta practicaba el trial por los caminos que llevaban al bosque particular de Argemí. Trajín de personas en torno a la casa y la humareda que salía de un asador exterior vaticinaban los preparativos de un almuerzo al aire libre. Carvalho decidió que había llegado el momento.
Un guardabosques le salió al paso junto a la verja. Era viejo y andaluz. Consultó por el teléfono interior oculto en las tripas de una de las columnas cúbicas sostenidas del portón de hierro. Cuando se abrió, ante Carvalho apareció un prado ilimitado que subía mansamente hacia la masía. Un prado de lujo que en pocos años habría crecido lo que un prado normal tarda en crecer treinta. Como si su entrada hubiera sido una señal, mil chorrillos de agua salieron brincando de sus madrigueras y tejieron una malla de brillos y frescuras, empapando de polvo de agua el horizonte. La instalación remojaba más de media hectárea de prado en un alarde hidráulico que alcanzaba plenitudes estéticas. Un criado disfrazado de criado caro tiraba de dos perros afganos empeñados en ladrar al miserable coche del detective. El sendero dejaba el prado para entrar en una explanada de gravilla salpicada de magnolios, acacias, setos de laureles y adelfos. Los muros de la masía estaban estratégicamente recubiertos por los glicinios trepadores, alternados de buganvillas y viña borde. La malla vegetal respetaba escrupulosamente las ventanas rigurosamente románicas, hurtadas por los anticuarios a viejas iglesias pirenaicas abandonadas por los curas a los murciélagos y los anticuarios. Un claustro románico sin techumbre cercaba un asador de hierro forjado y gruesas piedras nobles. En torno a él se afanaban dos mujeres y un hombre preparando las ascuas suficientes para un asado sin duda perfecto y multitudinario. Bajo el arco de piedra recientemente picada le esperaba Argemí con un batín corto de seda y un largo habano entre los dedos. Se había situado en la perpendicular central de la puerta, de manera que la piedra cenital donde constaba el año de construcción servía de palio a su bien cortado cabello gris.
—Carvalho, no sabe la alegría que me da.
—¡Eho! ¡Papi!
El grito salió de la amazona de la motocicleta de trial al pasar como una exhalación ante la puerta de la casa. Carvalho tuvo tiempo de ver un cuerpo largo y rubio forrado de cuero y una sonrisa de dentífrico.
—Es mi hija. En casa la llamamos Solitud en honor de la gran novelista Víctor Cátala.
—¿Es hija de padre y madre?
—Eso creo.
—¿No la tuvo usted con algún publicitario? Me recuerda un anuncio que estaba de moda en San Francisco cuando conocí a Jaumá. Una muchacha rubia, con sabor inequívocamente americano, se enfrenta al transeúnte desde un publivía y le dice:
Everybody need milk
. Es decir: Todo el mundo necesita leche.
Rió Argemí mientras arqueaba su corta y rica estatura para invitar a Carvalho a que pasase. El zaguán medía medio quilómetro cuadrado y era en sí mismo un resumen de lo mejor de las mejores tiendas de anticuario del Mercado Común. De allí pasaron a un living abierto bajo un juego de bóvedas catalanas que también parecían el resultado de un concurso entre las mayores y mejor conservadas. Tres zonas de estar delimitadas por alfombras orientales. Una para ver la televisión. Otra para leer. La tercera para charlar, a donde le llevó Argemí y donde se hundieron en sofás carnívoros que les engulleron con ruido y suavidad de arenas movedizas.
—El alma de las casas, Carvalho. ¡Si esta casa pudiera hablar! Era la masía de los propietarios más ricos del lugar. Se arruinaron durante la primera guerra carlista y el hijo mayor marchó a Cuba, donde se enriqueció. Volvió. Recompró la casa y le dio el primer impulso habitable. La familia volvió a hundirse económicamente después de la guerra civil. La compró entonces mi suegro e inició los trabajos que han llevado a esta maravilla. Yo he hecho el resto. Hay aquí diez años de trabajo y toda la imaginación de mi vida aplicada a soñar una casa hecha a la medida de mi cultura y mis ganas de vivir bien. Luego le enseñaré la bodega. La piscina cubierta. El pequeño minigolf que tengo en la ladera este. Un espléndido bosque cercado lleno de alcornoques en el que he soltado ciervos y ardillas, mis animales preferidos. ¿Sabe lo que más me ilusiona del bosque? Las setas que brotan a fines de agosto. Aquí les llaman
flotes de suro
. En castellano no sé su nombre. Probablemente no tiene. Los castellanos no tienen cultura
boletaire
, es decir, no saben casi nada de setas. Por cierto, ¿cuento con usted para el almuerzo?
—Depende de lo que comamos.
—Carne a la brasa. Carne del país. Tiene fama la ternera de Gerona, pero le aseguro que lo bueno de Gerona es el cordero, las butifarras, el tocino fresco, los conejos que hago criar con lo mismo que comen los conejos de bosque.
—Usted come toda clase de animales, señor Argemí. Terneras, conejos, cerdos, corderos, alemanes y hasta se come a sus amigos.
—Veo que quiere entrar en materia. Aún le duelen los golpes. Créame que estaba preocupado pensando en que mis enviados se hubieran excedido. Tiene usted la cara muy presentable.
Entró el criado caro preguntando por Carvalho.
—Pregunta por usted el señor Savalls, de La Bisbal.
Carvalho recibió un condescendiente permiso de Argemí, cogió el teléfono y recalcó al dueño de La Marqueta la hora que era, el lugar donde estaba y que sobre las cuatro de la tarde le recogería las botellas.
—Asunto acuciante ese de las botellas, por lo que veo.
Comentó Argemí con los ojos fruncidos y la sonrisa amontonando su cara musculada.
—En fin. Lo de ayer fue una advertencia. Usted se había pasado. Comprendí que su amenaza a Concha era una bravata, pero por si acaso decidí cortar por lo sano.
—Cuando amenacé a Concha aún dudaba entre usted y Fontanillas.
—Es una duda absurda, que no hace honor a su profesionalidad, Carvalho. Fontanillas es un futuro diputado gubernamental sin grandes aspiraciones ni cualidades. Usted tenía, que haber sospechado de mí inmediatamente. Cuando salga de esta casa lo hará amenazado de muerte.
Otra vez el criado.
—Ahora le llaman de Terra i Foc, también de La Bisbal.
Carvalho repitió casi exactamente la fórmula anterior. Argemí se había dejado tragar aún más por el sofá. Le chispeaban los ojos.
—Este seguro de vida que se ha buscado le ha salido carísimo.
—Aún no lo ha visto todo.
—Oh, me divierte mucho. Sigamos. Usted sabe que todo casa oficialmente. Jaumá ya encontró a su asesino. Rhomberg desapareció tragado por su propia crisis. Las autoridades creen que usted es un aprovechado. No tiene nada que hacer. Sospecho que usted no es un moralista. ¿A que no? No. Usted no es un moralista. Por lo tanto voy a darle lo único que usted quiere: comprobar que no se ha equivocado y saber lo poco que aún no sabe. Para empezar yo no maté a Jaumá con estas manos tan peludas que Dios me ha dado. No hubiera sido capaz, se lo juro. Yo le tenía y aún le tengo afecto. Por ejemplo, me preocupo en serio por el porvenir de su familia y acabo de conseguir un comprador para su yate. Vender un yate es difícil, y más ahora que todo el mundo teme la democrática reforma fiscal que gravará sobre todo los lujos superfluos. Y me parece justo, si le he de ser sincero. La piedra angular de un sistema democrático integrador es una reforma fiscal seria. Le decía que yo no maté personalmente a Jaumá, pero sí di la orden de que le mataran. Jaumá era un excelente manager, pero no tenía una visión universal del papel de la Petnay. Yo era el hombre de confianza política de la multinacional y algunas decisiones y gestiones pasaban por mis manos. Hay una tapadera real, mi vinculación industrial. Pero mis funciones son mucho más complejas. Por ejemplo, la Petnay está muy preocupada por el futuro político de España. Y no lo está por lo que pueda perder ella, sino por lo que puede significar un caos español en el contexto de la política y la economía mundial. Lógicamente la Petnay trata de influir sobre la política española y contribuirá a cualquier solución conservadora progresiva. Pero los caminos del Señor son insondables. La Petnay considera que sólo la necesidad de una derecha democrática fuerte evitará la tentación de un desmadre revolucionario. Para ello es preciso que exista una amenaza constante de desestabilización. Usted me comprende perfectamente. La Petnay apuesta por una solución democrática pero financia la violencia ultra para que el miedo guarde la viña. Seamos sinceros, Carvalho. Franco nos enseñó una profunda lección. A base de hostia limpia un país produce. La democracia no puede prosperar a base de hostia limpia, pero necesita un cierto terror paralelo, sucio, que arroje a la gente en brazos de las fuerzas equilibradoras limpias. Tímidamente la Petnay empezó a movilizar dinero con este fin. Cuando Franco murió, la timidez desapareció y Jaumá y su pintoresco contable descubrieron que doscientos millones dé pesetas se habían esfumado. La Petnay dio tantas explicaciones que Jaumá desconfió aún más. Siguió investigando y descubrió que mi empresa había servido de tapadera para que el dinero saliera de la Petnay con destino para él desconocido. Me abordó. Me acusó de estafador, suponiendo que yo estaba de acuerdo con algún alto ejecutivo de la central para que cubriera mis estafas. Le expliqué el asunto con pelos y señales. Entonces se produjo algo que yo no esperaba. Jaumá sintió la llamada de sus orígenes políticos. Todo se agravó después de los atentados ultras de comienzos de año: los jóvenes muertos en la calle, los laboralistas. Jaumá se iba pudriendo y yo me daba cuenta. Por fin me citó y me dio un ultimátum: había que hacer una declaración pública de los manejos de la Petnay. Yo le pinté el cuadro patético de lo que le esperaba. Su hundimiento económico y social y un trastorno político general que a nadie convenía. A los centristas la violencia ultra les va muy bien porque les hace aparecer como el mal menor, incluso para amplios sectores izquierdistas. A la izquierda los ultras les sirven de coartada: no pueden derribar a los centristas porque el vacío de poder sería ocupado por los salvajes fascistas. A la ultraderecha esta situación le va de puta madre. Matando a alguien de vez en cuando, pegando unas cuantas palizas, mantienen a la izquierda en sus posiciones de partida y le hacen un favor inestimable al gobierno reformista. No es que yo me prestara a estas funciones sin serias cavilaciones, dudas, contradicciones personales. Pero incluso desde un punto de vista progresivo mi actuación era justificable. Jaumá no quiso entenderlo. Consulté con la Petnay y no quedó otro remedio que matarle. Usted lió la cosa. Bueno, usted, Concha y su puritanismo imbécil, Núñez y su no tener nunca nada que hacer. Por culpa de ustedes hubo que matar a Rhomberg y luego gastar mucho dinero. No se puede ni imaginar lo que cuesta comprar un asesino dispuesto a pasar por un proceso, tres o cuatro años de cárcel y todas sus consecuencias. Cuesta mucho dinero. En cambio los papeles de Alemany salieron baratos. Y más barato me va a salir usted, Carvalho. Casi gratis.