Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Biscuter había terminado de pelar las habas y le ofreció un puñado de las más tiernas. Carvalho las masticó, se llenó la boca de sabor espeso y agradablemente amargo. Fue entonces cuando el teléfono sonó; contuvo la impaciencia de Biscuter, dejó que sonaran las llamadas y descolgó con cuidado y recelo, como si conectara o desconectara una bomba de relojería.
—¿Eres tú, Carvalho?
—¿Y tú quién eres?
—Mira, estamos con tu novia y lo pasamos muy bien. Pero queremos hablar contigo. Vente despacito, sólito y sin juguetería en los bolsillos. Te esperamos en su pisito. Si te retrasas, nos entretendremos con la chica y somos muy exigentes.
Colgaron. Metió la pistola en un cajón y se echó en el bolsillo una navaja automática.
—Llama dentro de una hora al piso de Charo y si adviertes algo raro telefonea a estos dos: Núñez y Biedma. Les cuentas lo que haya pasado, sea lo que sea.
—Yo voy con usted, jefe.
—Tú te quedas aquí y te cierras por dentro.
—¿He de llamar a la policía en algún caso?
—A ésos sólo los llamas si te roban las habas.
Llegó anhelante al pie de la escalera de Charo. Trató de calmar la respiración en el ascensor y cuando introdujo el llavín en la puerta creía que su aspecto era el de un hombre capaz de controlar cualquier situación. A un palmo de la puerta le esperaba el propietario de la voz de la llamada. Un ex boxeador, pensó, ante aquella nariz rota, más achicada por la sonrisa repartida por un rostro de oligofrénico.
—A esto yo le llamo puntualidad. Pasa con los brazos en alto.
Al fondo del pasillo le esperaba otro, bajito, con los pantalones abolsados en las rodillas y las hombreras de la chaqueta tan altas que llegaban a la altura de las orejas. Por la espalda le manosearon los sobacos y le hurgaron los bolsillos.
—¿Esta navaja para qué es? ¿Para cortarte las uñas?
El aliento del boxeador le calentaba la nuca. Empujado por el aliento pasó delante del hombrecillo y desembocó en el living. Charo tenía los senos al aire pero conservaba la falda. Dos tipos de envergadura la cogían de los brazos. En cuanto vio a Carvalho se echó a llorar. Carvalho inició el movimiento de revolverse apoyado sólo en un pie y precisamente le llegó el patadón a la piema que le sostenía. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas. El boxeador le pisó los cojones y el pequeñito le dio una patada en el costado. Sentado en el suelo, con las manos protegiéndose las partes, recibió patadas en los brazos, le pasaron un pañuelo por el cuello y tiraron de él para que volviera a caer de espaldas. Sobre una nalga volteó las piernas juntas para dar contra las del que estaba más próximo. El boxeador trastabilleó y se agarró a un sofá para evitar la caída. Carvalho ya estaba en pie y lanzaba un puñetazo al bajito. Retrocedió el alfeñique ante el impacto y abrió la navaja que le habían quitado a Carvalho. Charo gritó y al volverse Carvalho vio que una mano le estaba apretando un seno como si tratara de asfixiarlo. Saltó en dirección a la muchacha, pero tropezó con la mole del recuperado ex boxeador. El primer puñetazo le dio en el hígado, el segundo en el pecho, el tercero en la sien. Aturdido, pegó en la cara del ex boxeador con las dos manos juntas y se lanzó de cabeza contra su boca. El impulso de Carvalho le hizo caer al suelo sobre el otro. Una manaza le aplastó la nariz y tiraba de su cabeza hacia arriba, como tratando de desgajarla del cuerpo, la otra le pegaba puñetazos de piedra en un costado. Metió los pulgares en los ojos del caído y a sus gritos acudieron los otros tres pateando a Carvalho entre jadeos.
—¡Vete, Charo, vete!
Pero ella estaba paralizada, llorando, con baba en los labios y los puños crispados. Carvalho pegaba a ciegas; insensibilizado ante la lluvia de golpes. Le arrastraron tirando de la chaqueta hasta el radiador. Dos se le sentaron sobre la espalda y otros dos le trabaron el brazo. El frío de una esposa se ciñó a su muñeca. Unos cuantos golpes más y se apartaron. Al intentar levantarse comprobó que la otra esposa estaba cerrada en torno al tubo del radiador. Un indomable instinto estético le hizo levantarse y se les enfrentó impotente, mirando uno a uno sus rostros de matarife y conteniendo el sollozo que le nació en el estómago cuando vio a Charo con el horror en los ojos y los senos llenos de cardenales. Tiró de la cadena de las esposas por si estaban mal cerradas. Todo y todos estaban a una distancia inalcanzable. Agachó la cabeza, descansó el cuerpo en el culo apoyado en el radiador y trató de serenarse. Le hervían dolores en distintos puntos del cuerpo, con la lengua balsamizó el labio superior y al devolverla a la boca estaba empapada de sangre. Los otros se repasaban las magulladuras. Al ex boxeador le escocían los ojos lagrimeantes.
—Me has arañado como un mariquita. Ahora te vamos a dar un espectáculo.
Se volvió el ex boxeador hacia Charo y le pegó dos bofetadas que la tiraron al suelo. La izó tirando de sus cortos cabellos y le maltrató los senos con una mano, mientras con la otra contenía sus gritos.
—Si gritas, capo al maricón de tu chulo. ¡Tú, cápale!
El pequeñito se acercó a Carvalho con la navaja abierta. Charo dejó de gritar para sólo llorar.
—Míratela bien, mariquita, chulo. No nos la tiramos todos porque preferimos los virgos y ésta es más puta que las gallinas. Pero le podemos quemar las tetas con cigarrillos. Todos somos fumadores. O le dejamos la carita podrida arañándola con terrones de azúcar.
Había sacado un terrón del bolsillo y le quitaba el papel con una morosidad no exenta de nerviosismo. Cuando tuvo el terrón pelado lo acercó bruscamente a la cara de Charo. La muchacha dio un salto hacia atrás con el pánico de un animalito condenado a muerte y sin escape. Carvalho estaba llorando en silencio con los dientes apretados.
—No te marcaré. Hoy no te marcaré. De ti depende, mariquita, que volvamos otro día y la dejemos para vender iguales. Una puta con el cuerpo lleno de llagas no se come un rosco. Y luego tenemos el tratamiento del salfumán. Pero eso ya sólo lo hacemos en casos desesperados, y tú pareces listo, mariconazo, chuleta. Tú entrarás en razón. Vámonos.
Empezaron a desfilar los otros tres hacia la puerta. Desde allí se volvieron para contemplar el final del espectáculo. El ex boxeador se situó abierto de piernas ante Carvalho.
—Mira qué ojos me has dejado, maricón. ¿Por qué no vuelves a hacerlo?
Uno, dos, tres, los puñetazos hicieron caer al detective de rodillas y con el brazo libre evitó que el rodillazo arruinara su dentadura.
Pareció saciado el otro. Enseñó un sobre a Carvalho y luego lo tiró sobre el sofá.
—Léelo con atención y procura seguir las instrucciones. Si no, volveremos y lo de hoy os parecerá un aperitivo.
Abrió las esposas de Carvalho y se retiró de espaldas hasta encontrar a sus acompañantes. Los pasos se alejaron por el pasillo. Se abrió y cerró la puerta. La leve llorona de Charo era el único ruido que se oía. Evitaban mirarse. Carvalho de rodillas. Charo sentada en un sillón con las manos en el regazo, las mejillas rojas y húmedas, los senos morados, el cuerpo como achicado bajo el peso de un invisible desprecio.
Con la moral de un superviviente del fin del mundo, Carvalho llamó a Biscuter y le pidió que viniera cuanto antes con un frasco grande de linimento. Aún no había hablado con Charo. La muchacha seguía llorando absorta. Cuando Carvalho le puso la mano en la cabeza su lloro se hizo estridente y vació lo último que le quedaba dentro, como si hubiera abierto las compuertas definitivas. Carvalho le acarició las mejillas enrojecidas y observó con aprensión los hematomas de los pechos. Fue al cuarto de baño, metió la cabeza bajo el grifo conteniendo los gritos espontáneos que parecían salirle de todos los puntos de dolor. Empapó una toalla y volvió al living. Rodeó la cabeza de Charo con la toalla húmeda y le abrazó la cabeza cubierta, sintiendo su calor vivo más allá de la humedad del tejido. Cuando retiró la toalla el rostro se había descongestionado y las huellas de los golpes quedaban delimitadas. Aplicó la toalla suavemente sobre los senos y cruzó los brazos de la muchacha sobre el apósito para mantener el frío balsamizador sobre el pecho maltratado. Movió los brazos enérgicamente y se apretó las costillas con las manos. Flexionó las piernas a pesar de los alfilerazos que le traspasaban los músculos. No tenía nada roto y se alegró lo suficiente como para sorprenderse de conservar capacidad de alegría. Charo se había puesto la toalla como un chal y se arreglaba el pelo con las manos. Le dolía alguna zona del cuero cabelludo porque se palpaba la cabeza con cuidado y retenía la exclamación de dolor compensándola con muecas. Carvalho sacó de la nevera una jarra de agua y la medió de un solo trago. Llenó un vaso de agua helada, buscó aspirinas en el pequeño botiquín, volvió junto a Charo y la obligó a tomar dos pastillas.
—¿Sólo te han hecho eso?
Le señaló la cara y los pechos. Asintió la chica. Con los ojos recorrió los golpes visibles en Carvalho y cerró los ojos. Se dio cuenta Carvalho que no había repasado su aspecto externo en el espejo y volvió al lavabo. Su otro yo daba miedo. El labio superior parecía una masa dé carne partida y tumefacta. Tenía dos cortes en la mejilla derecha, hematomas en los dos pómulos, un laguito de sangre y humores en el centro de la frente despellejada, de algún punto oculto en la selva del cabello brotaba un manantial de sangre semicoagulada en una sien. Se levantó la camisa y una morada oscuridad le había crecido sobre los dos costados. Se bajó los pantalones. Sus testículos se habían hinchado como si fueran pelotas de tenis negras. Acabó de quitarse los pantalones, llenó el bidet de agua fría y sumergió sus partes. Llamaron a la puerta. Gritó a Charo que no abriera. Dispuso una pequeña toalla como un apósito empapado entre sus piernas, se subió los pantalones, fue a la cocina a coger unas gruesas tijeras y avanzó hacia la puerta. El chivato le devolvió el rostro de Biscuter convertido en un monstruoso huevo amarillo.
—¡Hosti, jefe! ¡Hosti, jefe!
Daba saltitos nerviosos Biscuter alrededor de Carvalho comprobando sus deterioros. Le cogió el detective el frasco de linimento. Llegaron al living. Carvalho retiró la toalla de sobre los hombros de Charo. Biscuter apartó los ojos ruborizándose. Carvalho se llenó las manos de líquido y frotó con delicadeza los senos de la muchacha. Le sustituyó la toalla húmeda por otra seca y volvió al lavabo para empaparse él mismo todo el cuerpo con linimento. Se sentía mejor cuando se dejó caer en el otro sillón. Charo se había puesto una bata de seda y se sentaba relajada. Biscuter los miraba con ganas de decir algo, pero sin saber qué.
—Pon el cartel de cerrado por vacaciones y vente conmigo a Vallvidrera. Tú también, Biscuter.
—Si me necesita, bien, jefe. Pero si no, yo sigo al pie del cañón y a ver si se atreven a poner los pies en el despacho.
—Muy bien, Moscardó, pero quiero que te vengas a Vallvidrera. Vete a buscar mi coche en el parking y apárcalo abajo, justo en la puerta. No quiero dar el espectáculo con esta cara.
—Tengo las habas en el fuego. ¿Qué hago?
—Coge la olla y tráetelas. Las acabaremos de guisar en Vallvidrera.
—A la orden, jefe.
Salió Biscuter con el brummm brummm brummm en los labios y a Charo se le escapó una carcajada rotunda. Carvalho recogió el sobre cerrado y se lo metió en el bolsillo del pantalón. Tenía tantas ganas de abrirlo como de no abrirlo. Charo siguió el recorrido del sobre. De nuevo el miedo estaba en sus ojos. Se miraron. Con ganas de preguntar, sin ganas de responder. Subió Carvalho al terrado donde Charo bronceaba su carne mercenaria, en el punto más alto de un edificio moderno construido en una mella del barrio viejo y podrido. Acodado en la baranda espió la llegada de Biscuter. Charo estaba metiendo sus cosas en una bolsa de mano. En el recibidor desconectó la luz. Cuando volvió el rostro después de cerrar la puerta llevaba unas gafas de sol sobre los ojos. Biscuter les abrió las puertas como un chófer de película. Había que ir a buscar las Ramblas, descenderlas, llegar al Paralelo, luego la calle Urgel y empezar la ascensión de la ciudad alta en busca de las rampas del Tibidabo. La lucha había empezado en las Ramblas. Los policías acristalados forzaban a los manifestantes a buscar la huida por los callejones adyacentes. Perseguían con más saña a unos o a otros, según una lógica a veces sólo obediente a la antipatía de las espaldas huyentes. Un fugitivo tropezó con el morro del coche de Carvalho atascado y a la velocidad de la luz una porra negra y larga le sacudió las espaldas con golpes silbantes como si el aire se quejara previamente al ser cortado por la furia del caucho. Tras el plástico protector que acristalaba su cara, el policía tenía los ojos cerrados y los dientes apretados. Los bocinazos enfurecieron al policía. Se revolvió y empezó a aporrear los coches próximos, metiendo la porra por las ventanillas insuficientemente cerradas. Dos o tres compañeros le secundaron en el ciego aporreo de los vehículos y cuando empezó a deshacerse el atasco y los coches iniciaron la huida los porrazos caían sobre los maleteros como si fueran culos de bestias fugitivas. Biscuter conducía con la cabeza agachadita, la punta de la nariz casi metida entre los radios del volante. La violencia exterior cerraba intermitentemente los ojos de Charo abrazada a Carvalho.
—¡Vámonos de este país de mierda, Pepiño! ¡Vámonos, por favor!
Lloró casi todo el viaje. Carvalho la mantuvo abrazada mientras subían la escalera de la torre. Biscuter los seguía con la bolsa de Charo en una mano y una olla de porcelana materialmente rebozada de cordel en la otra. Ya dentro, Charo se abandonó a una butaca. Carvalho inició el ritual del fuego utilizando en esta ocasión la
Anatomía del realismo
de Alfonso Sastre como principio de la fogata. Biscuter destejió la malla de cuerdas y metió materialmente la nariz en la liberada olla para comprobar el estado de las habas estofadas.
—Les he puesto menta, jefe. He comprado una bolsita en la farmacia. Aunque sea seca, da buen gusto.
Silbó en la cocina.
—Esto sí que es guisar en condiciones. ¡Si yo tuviera estas herramientas en el despacho!
El olor del guiso relajó los rostros. Hasta Charo olisqueó y aunque a continuación aseguró que no tenía hambre, que Biscuter y Pepe eran dos salvajes que sólo pensaban en comer, que las habas engordaban y que ella no quería ponerse como una ballena, minutos después levantaba la tapa de la olla, olía con admiración y dejaba a Biscuter al borde del desmayo cuando le dijo: