Read La soledad del mánager Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Pero usted insiste en que no se lo cree.
—Yo sigo en mis trece porque conozco el percal. Pero esperaré a que pasen al julai a la Modelo para enterarme de por dónde iban los tiros y si ha firmado con el cagarro a punto de salirle o porque sabe algo. Ahora está en el Palacio de Justicia. Esta tarde lo llevarán a la Modelo y mañana enviaré a un abogado para que se entere.
—Puede estar incomunicado.
—Si está incomunicado, enviaré al abogado de algún cabo de planta, ésos lo saben todo y hablan hasta con los de celdas de castigo. Mañana sabemos algo, se lo digo yo.
—¿Puede usted enterarse de quién está presionando?
—Eso no es cosa mía. Mi territorio termina en la plaza de Catalunya, como quien dice. Más arriba ya es cosa suya. Alguien muy gordo ha de ser para que en dos días hayan empezado a tocarnos los cojones con las dos manos sin que hayamos dado ningún motivo. Y ahora váyase. Cuanto menos me vean con usted, mejor.
El bar estaba fuera de la geografía delictiva de la ciudad y tenía el sospechoso aspecto de no servir otra cosa que zumos de tomate e infusiones de manzanilla para damas cuarentonas perdidas en el desierto de la tarde. Regresó a pie a su despacho Ramblas abajo bañándose en la inocencia del sol y del público del mediodía: estudiantes, empleados, viejos jubilados, todos sacando u pasear el esqueleto bajo el alimento gratuito del sol primaveral. Como un perrito arrojado de su caseta, Biscuter permanecía compungido en un rincón del despacho casi totalmente ocupado por la presencia de uno de los jóvenes policías melenudos de la anterior visita y de un gigantesco inspector de más de cien quilos de peso, con doble bigote sobre la boca y entre las cejas.
—Se pasea usted desde muy temprano, huelebraguetas.
Sin contestarle se adueña Carvalho de su silla, la hace girar a derecha e izquierda y Biscuter recupera lentamente la confianza hasta el punto de dar un paso adelante y ponerse a su lado.
—Venimos a quitarle trabajo.
El silencio de Carvalho provoca el que los policías se miren entre sí. El veterano inclina la media tonelada de su tórax sobre la mesa con las manos apoyadas en los cantos.
—Ya todo está aclarado. Un macarrón ha confesado que a Jaumá le dieron el paseo por propasarse con una pupila. Él no ha sido, ni sabe quién ha sido porque es nuevo en el oficio. Pero se ha comentado mucho entre esa gentuza. El jefe nos ha dicho: decidle a ese huelebraguetas privado que se vaya de vacaciones. La policía está para algo.
—No hay que perder el tiempo.
Dijo el joven con una voz conciliadora.
—Si te dan ya la carne cortada, ¿por qué la vas a volver a cortar? Un día de éstos pescaremos al asesino por cualquier chorrada y ya está.
—Si usted sigue empeñado en buscar los tres pies al gato es o porque tiene mucha cara dura y quiere engordar la minuta de su cliente o porque es un vicioso del trabajo.
El mutismo de Carvalho parece acompañado de un grave ensimismamiento.
—¿Se quiere quedar con nosotros? No ha dicho ni los buenos días. ¿Tú le has oído los buenos días a este señor? —Si no quiere hablar, que no hable.
—Pues a mí me gustaría oírle la voz. Hablo para que se me conteste.
Aumentó la inclinación de la media tonelada de tórax hacia Carvalho y la silla giratoria se detuvo.
—Biscuter, ¿les has ofrecido algo de beber a estos señores? ¿Desean tomar algo? Es más fácil hablar con una copa en la mano.
—Bueno. Al fin habló. La cosa se anima; ¿ha entendido todo lo que le hemos dicho?
—Sí. Comprendo que a veces ustedes hacen cosas que no les gustan y que no saben muy bien por qué las hacen. Cumplen órdenes.
—Sí, señor. Eso es.
—Seguro que alguien está interesado en que el.caso se cierre con la declaración de algún chulillo muerto de hambre con más miedo que vergüenza.
—¡Ah! ¿Conque ésas tenemos? ¿Usted cree que arrancamos las confesiones a punta de pistola o a hostia limpia?
—Hay quien sólo con entrar en comisaría ya se caga en los pantalones y firma hasta su propia orden de fusilamiento.
—¿De qué tiempos habla usted? Ahora la policía tiene otra formación. Yo mismo he estudiado métodos científicos para estudiar la conducta del delincuente sin brutalizarle. No le niego que antes se iba a hostia limpia, pero ahora las cosas han cambiado.
No parece muy complacido el veterano con la distancia crítica de su melenudo colega.
—A ver si te crees que vosotros habéis inventado la sopa de ajo. Un chorizo es un chorizo ahora y siempre, y siempre lo será.
—Hay gente que cambia.
Se encastilló el muchacho secundado por el comentario de Carvalho.
—Yo conozco varios casos.
Cabeceaba la mole policial rechazando estos argumentos.
—Como vayas por el mundo pensando así, desde luego poco lograrás en la vida y en esta profesión sólo conseguirás que te tomen el pelo.
—Observo una interesante discrepancia entre ustedes —opinó Carvalho con la voz neutra— Por usted habla la experiencia, los muchos años de oficio.
—Veinticinco.
—Ya son años. Y por usted habla la "técnica, que también tiene su valor.
—Yo no niego que se puedan aprender cosas científicas, ni mucho menos. Pero un chorizo es un chorizo, siempre lo ha sido y siempre lo será.
—¿Desean tomar algo?
—Muchas gracias, pero no son horas.
Calmado y cambiado el papel de policía agresivo por el de policía paternal, el Uzcudun de doble bigote sonrió a los presentes y se dirigió al chaval:
—Como sigas así se te van a escapar los chorizos hasta por debajo del brazo. Hay que ser desconfiado y así se previene y no es necesario curar. Mi padre era guardia civil en un pueblo en los años del hambre. Cada día se robaba. Gallinas. Trigo. Conejos. Patatas. Y cada día a quejarse a la guardia civil. Mi padre en cuanto cogía a un sospechoso, zas, le metía los dedos en la ranura de la puerta y catacrac hasta que cantaba. Claro que se cometió alguna injusticia y más de uno se quedó con la mano jodida sin haberse metido una gallina en el talego. Pero se dejaron de robar gallinas. Fíjense en lo que son las cosas.
Biscuter se apretaba las manos y cerraba los ojos como si le llegara del túnel del tiempo el dolor ajeno o como si temiera que de un momento a otro le quebraran las manos entre la jamba y la puerta.
—¿Quién la ha llamado en las últimas horas insistiéndole en que lo de Antonio ya estaba resuelto? —¿Cómo lo sabe?
—¿Le han recomendado que liquide mi investigación?
—Sí. No se preocupe. Llegaríamos a un acuerdo económico.
—No me preocupo en absoluto. Lo que cuesta ganar es el primer millón, después cosa fácil. Por teléfono no puedo hablar claramente, pero quien le haya insistido se equivoca.
—Me han dicho que un golfo se ha confesado autor.
—No ha llegado a tanto. Bajo amenazas o bajo lo que sea ha cantado
Luisa Fernanda
entera, el papel del tenor, el del barítono y el de las dos tiples. ¿Me entiende?
—Creo que sí.
—Déjeme tres días más y tendré un cuadro completo del caso. Pero, dígame, ¿quién la ha llamado? —Gausachs, Fontanillas, Argemí.
—¿Por este orden?
—No. La llamada de Gausachs ha sido la última. Ayer noche lo hicieron Fontanillas y Argemí. Por este orden.
—La prensa no ha dicho nada. ¿Cómo se enteraron?
—Fueron mis dos representantes durante toda la investigación. Yo no estaba para investigaciones. La policía se relaciona con ellos.
—La policía llamará a su puerta en las próximas horas y tratará de presionarla para que dé el asunto por zanjado. —Yo no sé qué hacer.
—Repito. Deme tres días más y creo poder convencerla para entonces de que no todo es tan fácil como lo cuentan.
—Por tres días. Si son sólo tres días.
Núñez se mostró escéptico sobre sus posibilidades de convencer a la viuda Jaumá.
—Tal vez nos quiera más a Vilaseca, a Biedma y a mí, pero para cosas «serias» sólo se fía de Fontanillas y Argemí. Son más sólidos. Haré lo que pueda.
Biscuter llega de la Boquería resoplando y con la cesta llena de tesoros. Deja los diarios sobre la mesa de Carvalho antes de ir a dejar la carga en la cocinilla unipersonal situada camino del retrete. Los ojos de Carvalho pasean divagantes sobre los titulares y de pronto se detienen como si hubieran sido reclamados por un imán o una serpiente cobra: «Retrato robot de Peter Herzen.»
Los empleados de la Avis de Bonn han brindado una descripción de Herzen ratificada por dos camareros de un restaurante de la autopista 17 situado a pocos kilómetros del punto donde apareció el coche. Dieter Rhomberg. El parecido es preocupante. La conferencia con Berlín le llega al final de un pasillo de media hora de elucubraciones. La hermana de Rhomberg no manifiesta preocupaciones iniciales.
—¿Se han enterado ustedes de la desaparición de un súbdito alemán en España? Su nombre es Herzen.
—Creo haber leído algo sobre ello.
—¿No han publicado el retrato robot en la prensa alemana?
—No sé. La información de sucesos suelo saltármela.
—Su hermano se despidió de usted hace cuatro días, ¿no es cierto?
El silencio se convierte en una prueba de que ha acertado.
—Señora, no estamos jugando al ratón y al gato. La cosa es seria. Hay vidas en juego. Incluso la de su hermano puede estar en juego.
—Sí. Poco después de haber llamado usted se presentó Dieter. Estaba muy emocionado. Se despidió del niño, de nosotros. Partía para un largo viaje.
—¿Le transmitió usted mi llamada?
—No le sorprendió. Incluso parecía estar informado. Dijo que ya lo resolvería.
—No quiero ser pájaro de mal agüero. Recupere la prensa de ayer o de hoy, fíjese en el retrato de Herzen, busque una fotografía de su hermano y preséntese en la oficina central de la Avis.
—¿Qué quiere decir? ¿Insinúa que Herzen es Dieter?
—Lo siento, señora, pero para mí es evidente.
—¿Por qué iba a alquilar un coche de la Avis? Tiene un coche propio, apenas si lo ha usado.
—Hágame caso y ojalá me equivoque. Usted y yo saldremos de dudas.
—Me parece que usted tiene un temperamento muy español. Muy trágico. No se puede ir por el mundo dando sustos así.
Estaba a punto de llorar.
—Señora. Hágame caso. Busque la prensa y la fotografía de Dieter. Mi temperamento es el de un solista de arpa y no me he puesto unas castañuelas en las manos en toda la vida.
«Que la den por culo», pensó cuando oyó que la mujer empezaba a llorar. Las alusiones a una supuesta complicidad con los tópicos patrióticos le sacaban de quicio.
—¡Adelante!
Gritó con la suficiente indignación como para que la pareja que franqueó la puerta lo hiciera pie a pie, con la prudencia del que se mete en un campo de minas.
—¿Aquí vive un detective?
—Aquí se ahorca simplemente. No. Aquí no vive un detective. Aquí tiene su oficina un detective.
—Pues eso.
Empezaba a gallear el hombre joven con melena corta, bigote de mosquetero, rebeca mexicana de lana blanca, pantalones teja-nos, sandalias ibicencas sobre gruesos calcetines de lana. La chica le llegaba a la cintura, pero contenía en tan corta distancia una geografía impresionante de montículos, valles, depresiones bajo el tejadillo del pelo rubio peinado para semejar un sombrero cónico chino del que colgaban rizos abiertos. En conjunto el peinado era una escarola teñida de rubio y puesta por sombrero, en un decidido empeño de que los mirones olvidaran la maravilla del cuerpo miniatura. No lo conseguía. Recorrió visualmente a la chica hasta llegar a los ojos, que esperaban los suyos cargados de burla.
—Es para consultarle un caso.
—Han perdido una petara llena de hachís y quieren que se la encuentre.
—Es más complicado.
La chica deja que el varón asuma el papel activo mediante recitado muy correcto, con la voz educada y las entonaciones adecuadas. Convincente la gesticulación de él y el estar de ella, tan pendiente de la explicación de su compañero como de los reojos que Carvalho dedica a la raya de sus senos, asomada al escote cuadrado de una túnica ceñida.
—Mi hermano está en tratamiento siquiátrico desde hace dos meses. Si se tratara de un caso normal no recurriríamos a usted, porque ¿quién no necesita un tratamiento siquiátrico? Al menos lo necesitan todos los que están metidos en el engranaje de un sistema de vida basado en la producción y en la reproducción. Mi hermano era un racionalista. Militaba en el PSUC, es decir, con los comunistas, y no era de los que creían en brujas ni en hadas. ¿Me entiende? El pan es pan, el vino es vino y dos y dos son cuatro. Para darle un detalle, se metía conmigo porque según él yo soy un vagabundo y nunca haré nada de provecho. Mi compañera y yo somos actores. Seguro que nos ha visto desfilar en manifestación por la Rambla, bajo estas ventanas. Como hay tantas manifestaciones, igual no se ha fijado.
Imposible que no me hubiera fijado en esta miniatura, piensa Carvalho mirando a la chica, y ella sabe que lo piensa porque quiere contener la sonrisa chupándose las mejillas y la sonrisa le sale por los ojos.
—Pues ese castillo de racionalismo, de marxismo se ha derrumbado.
—¿Su mujer le ponía cuernos con el responsable local?
La chica contiene la risotada con una mano y él quiere estar a la altura de una ironía que le mortifica.
—No. Nada de eso. Eso es material y lo que vengo a contarle es inmaterial. Sobrenatural.
—Lástima que no tenga efectos especiales. Si me hubiera avisado habría preparado el ruido del viento, de cadenas arrastradas y quejas lúgubres.
La carita de Biscuter asoma desde la cocina donde crepita un sofrito. Ha oído lo de sobrenatural y sus ojos adoptan una fijeza bizca superior a la habitual, mientras sus labios se cierran en la o pequeñita de la más total de las entregas.
—Mi hermano es aparejador. No me negará que es un oficio materialista, realista, y va todo el día con el coche arriba y abajo haciendo lo que se llama visita de obras. Hace dos meses volvía con el coche de Sant Llorenc del Munt cuando ya empezaba a oscurecer. En Sabadell recogió a su novia porque querían cenar en Barcelona e ir al cine. Vuelve a ponerse en marcha y cuando coge la carretera de Molins de Rei, donde debía hacer el último recado del día, ve que una mujer les hace la señal del autostop. Paran el coche. ¿Van hacia Molins? Sí., Yo también. Suba. Sube. Se sienta detrás y mi hermano vuelve a poner el coche en marcha. Llueve un poco y tanto mi hermano como su novia iban pendientes de la carretera. La pasajera detrás ni chistaba. Cuando se acababa una recta la mujer dice: