La imagen de la terraza y de las macetas sin plantas le hizo experimentar una súbita repugnancia. Se fue de allí enseguida.
Volvieron al vestíbulo.
—Ve a buscar a Martinsson —le dijo a Ann-Britt Höglund—. Y dile a Svedberg que vuelva a la comisaría. Tienen que seguir buscando. Yvonne Ander ha de tener otra vivienda además de ésta. Seguramente una casa.
—¿No vamos a dejar vigilancia en la calle?
—No va a venir esta noche. Pero claro que tendremos un coche aquí fuera. Dile a Svedberg que lo mande.
Ann-Britt Höglund estaba a punto de salir cuando él la retuvo. Luego miró a su alrededor. Fue a la cocina. Encendió la lámpara de la encimera. Allí había dos tazas de café usadas. Las envolvió en un paño de cocina y se las entregó.
—Huellas dactilares. Dáselas a Svedberg. Y él que se las pase a Nyberg. Esto puede ser decisivo.
Volvió a subir las escaleras. Oyó que ella quitaba la cerradura de la puerta. Se mantuvo inmóvil en la oscuridad. Luego hizo una cosa que le sorprendió a él mismo. Fue al cuarto de baño. Cogió una toalla y la olió. Sintió un débil aroma a un perfume especial.
Pero el olor le recordó de repente otra cosa.
Trató de recuperar la imagen del recuerdo. El recuerdo de un perfume. Volvió a oler. Pero no lo encontró. A pesar de que lo sentía muy cercano.
Había olido ese aroma en otro sitio. En otra ocasión. Pero no recordaba dónde ni cuándo. Sólo que había sido recientemente.
Se estremeció cuando oyó que se abría la puerta de abajo. Poco después aparecieron Martinsson y Ann-Britt Höglund en la escalera.
—Ya podemos empezar a buscar —dijo Wallander—. No sólo lo que pueda implicarla en los asesinatos. Buscamos también algo que indique que tiene realmente otra vivienda. Quiero saber dónde está.
—¿Por qué iba a tenerla? —preguntó Martinsson.
Hablaban todo el tiempo en voz baja, como si la persona que buscaban estuviera, a pesar de todo, cerca de ellos y pudiera oírles.
—Katarina Taxell —contestó Wallander—. Su hijo. Además, siempre hemos partido de la base de que Gösta Runfeldt estuvo secuestrado tres semanas. Tengo la convicción de que eso no pudo ocurrir aquí. En pleno centro de Ystad.
Martinsson y Ann-Britt Höglund se quedaron en el piso superior. Wallander bajó las escaleras. Corrió las cortinas del cuarto de estar y encendió algunas lámparas. Luego se puso en el centro de la habitación y se fue dando la vuelta despacio, mirándola. Pensó que la persona que vivía allí tenía bonitos muebles. Y fumaba. Contempló un cenicero sobre una mesita junto a un sofá tapizado de piel. No había colillas. Pero sí vagas huellas de ceniza. En las paredes colgaban cuadros y fotografías. Se acercó a la pared y miró algunos cuadros. Naturalezas muertas, floreros. No muy bien pintados. Abajo, a la derecha, una firma: ANNA ANDER -58. Algún pariente. Wallander pensó que Ander era un nombre raro. Existía en la historia criminal sueca, pero no podía acordarse de las circunstancias. Contempló una de las fotografías enmarcadas. Era una finca de Escania. La foto estaba tomada desde arriba. Wallander supuso que el fotógrafo se había subido a un tejado o a una escalera de mano alta. Paseó por la habitación. Trató de imaginar su presencia. Se preguntó por qué era tan difícil. «Todo da una impresión de abandono», pensó. «Un abandono pulcro y meticuloso. Ella no aparece mucho por aquí. Pasa el tiempo en otro sitio».
Se acercó al pequeño escritorio que se hallaba junto a la pared. Por la rendija que formaba la cortina, entrevió un pequeño patio. La ventana no estaba bien aislada. El viento frío se colaba en la habitación. Wallander sacó la silla y se sentó. Probó con el cajón más grande. No estaba cerrado con llave. Un coche atravesó la calle. Wallander divisó los faros, que dieron en una ventana y desaparecieron. Luego sólo volvió a oírse el viento. En el cajón había montones de paquetes de cartas. Buscó las gafas y cogió el que estaba encima. El remitente era A. Ander. Esta vez, con una dirección en España. Cogió la carta y la ojeó rápidamente. Anna Ander era su madre. Se veía enseguida. En la carta, describía un viaje. En la última página decía que iba camino de Argelia. Estaba fechada en abril de 1993. Volvió a dejar la carta en su sitio. Las tablas del piso de arriba crujían. Palpó con una mano en el fondo del cajón. Nada. Empezó a registrar los otros cajones. «Hasta los papeles pueden dar la impresión de estar abandonados», pensó. No encontró nada que le hiciera detenerse. Estaba demasiado vacío para ser natural. Ahora estaba completamente convencido de que ella vivía en otro sitio. Continuó registrando los cajones.
El piso de arriba crujía. Era la una y media.
Conducía a través de la noche y se sentía muy cansada. Katarina estaba nerviosa. No tuvo más remedio que escucharla durante muchas horas. A veces se preguntaba por la debilidad de esas mujeres. Se dejaban atormentar, maltratar, asesinar. Si sobrevivían, se pasaban luego las noches lamentándose. No las entendía. Ahora, mientras conducía a través de la noche, pensó que, en realidad, las despreciaba. Porque no oponían resistencia.
Era la una. En circunstancias normales, estaría durmiendo. Al día siguiente entraba temprano. Además, pensaba dormir en Vollsjö. Ya se atrevía, sin embargo, a dejar a Katarina sola con su hijo. La había convencido de que se quedara donde estaba. Unos días más, tal vez una semana. Mañana por la noche llamarían de nuevo a su madre. Katarina llamaría. Ella estaría a su lado. No pensaba que Katarina fuera a decir nada que no debiera. Pero quería estar a su lado de todas maneras. Llegó a Ystad a la una y diez.
Sintió instintivamente el peligro al entrar en la calle Liregatan. El coche aparcado. Los faros apagados. No podía retroceder. Tenía que seguir. Echó una rápida ojeada al coche aparcado. Había dos hombres. Se dio cuenta también de que había luz en su piso. La rabia la hizo pisar a fondo el acelerador. El coche renqueó. Frenó con la misma fuerza cuando dio la vuelta a la esquina. Así que habían dado con ella. Los que habían estado vigilando la casa de Katarina Taxell la vigilaban ahora a ella. Se sintió mareada. Pero no era miedo. No tenía nada allí que pudiera llevarles a Vollsjö. Nada que contara quién era. Nada más que su nombre.
Se quedó sentada, inmóvil. El viento azotaba el coche. Había parado el motor y apagado los faros. No tenía más remedio que regresar a Vollsjö. Ahora se daba cuenta de por qué se había ido de allí. Para ver si los hombres que la perseguían habían entrado en su casa. Todavía les llevaba mucha ventaja. Nunca llegarían a alcanzarla. Seguiría desdoblando sus pliegos de papel mientras quedara un nombre en el registro.
Puso el motor en marcha. Decidió pasar por delante de su casa una vez más.
El automóvil seguía allí. Frenó a veinte metros sin apagar el motor. Pese a que la distancia era grande y el ángulo difícil, vio que las cortinas de su piso estaban echadas. Los que estaban dentro habían encendido las luces. Estaban buscando. Pero no iban a encontrar nada.
Se fue de allí. Se obligó a hacerlo imperceptiblemente, sin salir de estampía como acostumbraba.
Cuando volvió a Vollsjö, Katarina Taxell y su hijo dormían. No iba a pasar nada. Todo seguiría desarrollándose conforme a sus planes.
Wallander revisaba de nuevo a los paquetes de cartas cuando oyó pasos apresurados por la escalera. Se levantó de la silla. Era Martinsson. Enseguida apareció Ann-Britt Höglund.
—Creo que es mejor que veas esto tú —dijo Martinsson, pálido, con la voz temblorosa.
Dejó un viejo cuaderno de notas con pastas negras en la mesa. Abierto. Wallander se inclinó sobre él y se puso las gafas. Había una lista de nombres. Todos tenían un número en el margen. Frunció el entrecejo.
—Pasa un par de hojas —le indicó Martinsson.
Wallander hizo lo que le decía. Las listas de nombres seguían. Como había flechas, tachaduras y cambios, tuvo la impresión de que lo que tenía ante sus ojos era el borrador de algo.
—Otras dos —insistió Martinsson.
Wallander se dio cuenta de que estaba conmocionado.
Más listas de nombres. Esta vez los cambios y las inversiones eran menos.
Entonces lo vio.
El primer nombre que reconocía. Gösta Runfeldt. Luego encontró también los otros, Holger Eriksson y Eugen Blomberg. Al final de las líneas había fechas apuntadas.
Los días de sus muertes.
Wallander miró a Martinsson y a Ann-Britt Höglund. Los dos estaban muy pálidos.
Ya no quedaba la menor duda. Habían acertado.
—Hay más de cuarenta nombres en este cuaderno —dijo Wallander—. ¿Ha pensado matarlos a todos?
—Sabemos, en todo caso, quién va a ser el próximo —dijo Ann-Britt Höglund.
Señaló con el dedo.
TORE GRUNDÉN. Delante de su nombre había un signo de exclamación de color rojo. Pero no aparecía ninguna fecha escrita en el margen de la derecha.
—Al final hay un papel suelto —volvió a decir Ann-Britt Höglund.
Wallander lo cogió con cuidado. Eran unas anotaciones detalladísimas. Wallander pensó fugazmente que la letra recordaba la forma de escribir de Mona, su ex mujer. Los trazos eran redondeados, los renglones iguales y regulares. Sin tachaduras ni cambios. Pero era difícil descifrar lo que ponía. ¿Qué significaban las notas? Había cifras, el nombre de Hässleholm, una fecha, algo que podía ser una hora: 07:50. La fecha del día siguiente. Sábado 22 de octubre.
—¿Qué coño significa esto? —exclamó Wallander—. ¿Se va a bajar Tore Grundén en Hässleholm a las siete y cincuenta?
—Quizá vaya a montarse en un tren —dijo Ann-Britt Höglund.
Wallander entendió. No tuvo ni que pensarlo.
—Llama a Birch, a Lund. Él tiene el número de teléfono de una persona que se llama Karl-Henrik Bergstrand, en Malmö. Hay que despertarle y hacer que responda a una pregunta: ¿trabaja Yvonne Ander en el tren que para en o sale de Hässleholm a las siete y cincuenta mañana por la mañana?
Martinsson cogió su teléfono. Wallander miraba fijamente el cuaderno abierto.
—¿Dónde está? —preguntó Ann-Britt Höglund—. Ahora mismo, quiero decir. Porque dónde va a estar mañana probablemente ya lo sabemos.
Wallander la miró. Detrás vislumbraba los cuadros y las fotografías. De pronto, lo comprendió. Debía haberlo comprendido inmediatamente. Fue hacia la pared y descolgó la fotografía enmarcada de la finca. Le dio la vuelta. HANSGRDEN. VOLLSJÖ 1965. Alguien lo había escrito con tinta.
—Es aquí donde vive. Y seguramente es aquí donde está en este momento.
—¿Y qué hacemos?
—Ir a por ella.
Martinsson estaba hablando con Birch. Esperaron. La conversación fue breve.
—Va a localizar a Bergstrand.
Wallander tenía el cuaderno en la mano.
—Pues vámonos. Alcanzaremos a los demás por el camino.
—¿Sabemos dónde está Hansgården? —preguntó Ann-Britt.
—Lo encontraremos en nuestro registro de inmuebles —dijo Martinsson—. No tardaré ni diez minutos.
Ahora tenían mucha prisa. A las dos y cinco estaban de vuelta en la comisaría. Reunieron a sus fatigados colegas. Martinsson buscó Hansgården en su ordenador. Le llevó más tiempo de lo que había previsto. Lo encontró cuando eran casi las tres. Buscaron en el mapa. Hansgården estaba a las afueras de Vollsjö.
—¿Vamos armados? —preguntó Svedberg.
—Sí —respondió Wallander—. Pero sin olvidar que Katarina Taxell está allí. Y su hijo recién nacido.
Nyberg entró en la sala. Tenía el pelo revuelto y los ojos enrojecidos.
—Hemos encontrado lo que buscábamos en una de las tazas. La huella dactilar es la misma. La de la maleta. La de la colilla. Como no es un pulgar no puedo decir si es la misma que encontramos en el torreón de los pájaros. Lo raro es que ésa parece posterior en el tiempo. Como si hubiera estado allí en otra ocasión. Si es que es ella. Pero tiene que serlo. ¿Quién es?
—Yvonne Ander —contestó Wallander—. Y ahora vamos a por ella. En cuanto sepamos algo de Bergstrand.
—¿Es verdaderamente necesario esperarle? —preguntó Martinsson.
—Media hora —contestó Wallander—. No más.
Comenzó la espera. Martinsson salió de la habitación para controlar que el piso de la calle Liregatan seguía sometido a vigilancia. Transcurridos veintidós minutos, llamó Bergstrand.
—Yvonne Ander trabaja en el tren que sale de Malmö hacia el norte mañana por la mañana —anunció.
—Pues ya lo sabemos —dijo Wallander sencillamente.
A las cuatro menos cuarto salieron de Ystad. La tormenta había alcanzado su punto culminante.
Lo último que hizo Wallander fueron otras dos llamadas telefónicas. A Lisa Holgersson y a Per keson.
Ninguno de los dos tuvo nada que objetar.
Tenían que cogerla cuanto antes.
Poco después de las cinco se agruparon en torno al edificio llamado Hansgården. Soplaba un fuerte vendaval y todos estaban helados. Rodearon la casa en una maniobra fantasmal. Después de una breve discusión, Wallander y Ann-Britt Höglund decidieron entrar. Los demás tomaron posiciones en las que cada uno tenía contacto próximo por lo menos con otro.
Dejaron los coches donde no pudieran verse desde la finca e hicieron a pie el último tramo. Wallander vio enseguida el Golf rojo aparcado delante de la casa. Mientras viajaban hacia Vollsjö le asaltó la preocupación de que ella ya se hubiera ido. Pero allí estaba el coche. Todavía. La casa permanecía a oscuras y en calma. No se apreciaba ningún movimiento. Wallander tampoco había visto ningún perro guardián.
Todo sucedía muy deprisa. Se colocaron en sus posiciones. Luego Wallander le pidió a Ann-Britt Höglund que comunicara a los demás por el transmisor-receptor que esperaban unos minutos antes de entrar.
Esperar, ¿qué? Ella no comprendía la razón. Wallander tampoco se había explicado. ¿Quizás era porque necesitaba prepararse? ¿Terminar un movimiento interior que aún no estaba listo? ¿O tenía necesidad de establecer una zona franca para sí mismo en la que pudiera repasar durante unos minutos todo lo que había sucedido? Estaba allí, helado de frío y todo le parecía irreal. Durante un mes habían estado persiguiendo una escurridiza y desconcertante sombra. Ahora se aproximaban a la meta. En el punto donde la batida daría por terminada la caza.
Era como si se viera obligado a liberarse de la sensación de irrealidad que experimentaba ante todo lo sucedido. Especialmente en relación con la mujer que estaba en la casa y a la que iban a detener ahora. Para todo esto necesitaba un respiro.