Martinsson fue dado de baja por conmoción cerebral. Hansson se reincorporó al trabajo, aunque durante varias semanas le fue difícil caminar y sentarse.
Pero lo principal fue que, en ese tiempo, empezaron la laboriosa tarea de comprender lo que realmente había pasado. De lo único que no consiguieron encontrar una prueba determinante fue de si el esqueleto que, con la misteriosa excepción de una tibia, extrajeron en su totalidad de las tierras embarradas de Holger Eriksson, eran verdaderamente los restos de Krista Haberman o no. Nada indicaba que no lo fueran. Pero nada se pudo demostrar.
Sin embargo, lo sabían. Y una grieta en el cráneo les dio también la deseada respuesta de cómo la había matado Holger Eriksson hacía más de veinticinco años. Pero todo lo demás se fue esclareciendo, aun que despacio y con interrogantes que no se podían cerrar del todo. ¿Mató Gösta Runfeldt a su mujer? ¿O fue un accidente? La única que podía contestar era Yvonne Ander y ésta seguía sin decir nada. Iniciaron un peregrinaje por su vida y salieron con una historia que sólo en parte explicaba quién era y, tal vez, por qué había obrado así.
Una tarde, después de haber mantenido una larga reunión, Wallander terminó diciendo una cosa que parecía pensar desde hacía mucho.
—Yvonne Ander es la primera persona que conozco que esté cuerda y loca al mismo tiempo.
No explicó lo que quería decir. Pero nadie tuvo tampoco la menor duda de que eso expresaba exactamente su opinión.
Todos los días, durante ese tiempo, Wallander fue a ver a Ann-Britt Höglund al hospital. No podía librarse de la sensación de culpa que le atenazaba. En eso, no servía de nada lo que le dijeran. Él consideraba que la responsabilidad de lo ocurrido era suya y punto. Era algo con lo que tenía que vivir.
Yvonne Ander seguía sin hablar. Una tarde, a última hora, Wallander estaba solo en su despacho leyendo de nuevo la voluminosa colección de cartas que había intercambiado con su madre.
Al día siguiente fue a verla a la prisión.
Ese día empezó también a hablar.
Era el 3 de noviembre de 1994.
Justamente esa mañana, el paisaje que rodeaba Ystad amaneció con escarcha.
4-5 de diciembre de 1994
La tarde del 4 de diciembre, Kurt Wallander habló con Yvonne Ander por última vez. Que iba a ser la última, él no podía saberlo, aunque no habían quedado en verse de nuevo.
El 4 de diciembre llegaron a un punto final provisional. De repente no había nada que añadir. Nada que preguntar, nada que contestar. Y fue entonces cuando toda la larga y complicada investigación empezó a esfumarse de la conciencia de Wallander. Aunque hacía más de un mes que la habían detenido, la investigación seguía dominando su vida. Nunca, en sus largos años como investigador criminal, había experimentado una necesidad tan intensa de comprender de verdad lo ocurrido. Las acciones delictivas constituían siempre una superficie. Con frecuencia, esta superficie se enredaba luego con su propia vegetación inferior. La superficie y el fondo tenían una relación directa. Pero, a veces, cuando se lograba penetrar a través de la superficie del delito, se abrían abismos insospechados. En el caso de Yvonne Ander, fue eso lo que ocurrió. Wallander perforó una superficie y vio inmediatamente un abismo. Entonces decidió atarse con una cuerda simbólica a la vida, y emprender un descenso que no sabía adónde iba a llevarles, ni a ella ni a él.
El primer paso fue conseguir que rompiera su silencio y empezara a hablar. Lo logró cuando leyó por segunda vez la correspondencia que, durante toda su vida adulta, había cruzado con su madre y que había conservado cuidadosamente. Wallander pensó de forma intuitiva que era ahí donde podía empezar a forzar su inaccesibilidad. Y acertó. Fue el 3 de noviembre, hacía más de un mes. Wallander seguía deprimido porque Ann-Britt Höglund había sido herida. Sabía ya que iba a sobrevivir, que iba a sanar también y que no le iban a quedar más secuelas que una cicatriz en la parte izquierda del abdomen. Pero la sensación de culpa le pesaba de tal modo, que amenazaba ahogarle. La persona que más apoyo le prestó durante ese tiempo fue Linda. Se había presentado en Ystad, aunque en realidad no tenía tiempo, y se había ocupado de él. Pero también le había llevado la contraria y le había obligado a darse cuenta de que la culpa no era, en realidad, suya, sino de las circunstancias. Gracias a ella, logró enderezarse durante aquellas terribles primeras semanas de noviembre. Aparte del esfuerzo por mantenerse en pie, todo su tiempo lo dedicaba a Yvonne Ander. Fue ella la que disparó, ella la que pudo haber matado a Ann-Britt Höglund si el azar lo hubiera querido así. Pero sólo al principio tuvo accesos de agresividad y deseos de castigarla. Luego le resultó más importante tratar de entender quién era realmente aquella mujer. Y, al final, fue él quien consiguió romper su silencio. Quien la hizo empezar a hablar. Se ató bien la cuerda y empezó el descenso.
¿Qué fue lo que encontró allí abajo? Durante mucho tiempo abrigó dudas de si, a pesar de todo, no estaría loca, si todo lo que contaba de sí misma no serían sueños trastornados, figuraciones deformadas y enfermizas. Tampoco confiaba en su propio juicio durante ese tiempo y, además, no conseguía muy bien disimular el recelo que le inspiraba. Pero, de algún modo, no dejaba de intuir que ella no hacía más que decir lo que pasaba. Que decía la verdad. Hacia mediados de noviembre las ideas de Wallander empezaron a girar sobre su propio eje. Cuando volvió al punto de partida fue como si le hubieran puesto otros ojos. Ya no dudaba de que decía la verdad. Se dio cuenta, además, de que Yvonne Ander poseía el insólito rasgo de no mentir jamás.
El había leído las cartas de su madre. En el último paquete que abrió, halló una extraña carta de una policía argelina que se llamaba Françoise Bertrand. Al principio no entendió nada de lo que decía la misiva. Estaba con otras cartas inacabadas de la madre, cartas que nunca se enviaron, y todas ellas de Argelia, escritas el año anterior. Françoise Bertrand envió su carta a Yvonne Ander en agosto de 1993. Le costó varias horas de cavilaciones nocturnas encontrar la respuesta. Luego comprendió. La madre de Yvonne Ander, la mujer que se llamaba Anna Ander, fue asesinada por error, por una coincidencia absurda, y la policía argelina lo silenció todo. Había, al parecer, un trasfondo político, una acción terrorista, aunque Wallander no se sentía capaz de entender del todo de qué se trataba. Pero Françoise Bertrand escribió, muy confidencialmente, contando lo sucedido. Sin haber recibido todavía ninguna ayuda de Yvonne Ander, habló con Lisa Holgersson de lo ocurrido a la madre. Lisa Holgersson le escuchó y, después, se puso en contacto con el Cuerpo Superior de Policía. Con eso, el asunto desapareció, por el momento, del horizonte de Wallander. Y él volvió a leer las cartas de nuevo.
Wallander visitó a Yvonne Ander en la prisión. Poco a poco ella fue comprendiendo que aquel hombre no la acosaba. Era diferente de los otros, de los hombres que poblaban el mundo, estaba ensimismado, parecía dormir muy poco y sufrir de angustia. Por primera vez en su vida, Yvonne Ander descubrió que podía tener confianza en un hombre. En uno de sus últimos encuentros, llegó a confesárselo.
No se lo preguntó nunca directamente, pero creía saber la respuesta. No debía de haberle pegado nunca a una mujer. Si lo había hecho, habría sido una vez. No más, nunca más.
El descenso empezó el 3 de noviembre. Ese mismo día los médicos practicaron a Ann-Britt Höglund la última de tres operaciones. Todo salió bien y su definitiva recuperación podía empezar. Wallander estableció una costumbre durante ese mes de noviembre. Después de sus conversaciones con Yvonne Ander, iba directamente al hospital. En general, no se quedaba mucho tiempo. Pero le contaba a Ann-Britt Höglund lo que iba sabiendo de Yvonne Ander. Ann-Britt Höglund se convirtió en el interlocutor que necesitaba para comprender cómo seguir penetrando en el abismo que empezaba a entrever.
Su primera pregunta a Yvonne Ander se refirió a lo ocurrido en Argelia. ¿Quién era Françoise Bertrand? ¿Qué era lo que había sucedido, en realidad?
Entraba una luz pálida por la ventana en la habitación donde se encontraban. Estaban sentados, uno enfrente del otro, junto a una mesa. A lo lejos se oía una radio y alguien que estaba perforando una pared. Las primeras frases que ella pronunció no llegó a entenderlas nunca. Cuando finalmente se rompió el silencio, fue como un violento estruendo. Él sólo oía su voz. La voz que no había oído antes, la que únicamente se imaginaba.
Luego empezó a escuchar lo que decía. Muy raras veces tomaba notas durante sus encuentros y tampoco tenía magnetófono.
—En algún lugar hay un hombre que mató a mi madre. ¿Quién le persigue?
—Yo no. Pero si me cuentas lo que pasó, y si una ciudadana sueca ha sido asesinada en el extranjero, tenemos que reaccionar, como es natural.
No dijo nada de la conversación que había mantenido unos días antes con Lisa Holgersson. De que la muerte de la madre ya estaba siendo investigada.
—Nadie sabe quién mató a mi madre. Fue una casualidad absurda la que la eligió como víctima. Los que la mataron no la conocían. Ellos se justificaban a sí mismos. Consideraban que podían matar a cualquiera. Incluso a una mujer inocente que dedicaba su vejez a realizar todos los viajes que nunca antes pudo hacer por falta de tiempo y dinero.
Él advirtió su amarga rabia y ella no hizo nada por ocultarla.
—¿Por qué estaba con las monjas?
Ella levantó de pronto la vista de la mesa y le miró a la cara.
—¿Quién te ha dado a ti permiso para leer mis cartas?
—Nadie. Pero son tuyas. De una persona que ha cometido varios crímenes. De otro modo, claro que no las hubiera leído.
Ella bajó la vista de nuevo.
—Las monjas —repitió Wallander—. ¿Por qué vivía con ellas?
—No tenía mucho dinero. Vivía donde era más barato. No podía sospechar que eso le acarrearía la muerte.
—Eso ocurrió hace más de un año. ¿Cómo reaccionaste cuando llegó la carta?
—Ya no tenía ninguna razón para esperar. ¿Cómo iba yo a justificar el no hacer nada, cuando a nadie más parecía importarle?
—Importarle, ¿qué?
Ella no contestó. Él esperó. Luego cambió la pregunta.
—¿Esperar a qué?
Contestó sin mirarle.
—A matarles.
—¿A quiénes?
—A los que estaban en libertad, a pesar de lo que habían hecho.
Entonces se dio cuenta de que había pensado con acierto. Fue al recibir la carta de Françoise Bertrand cuando se desencadenó una fuerza, encerrada hasta entonces en su interior. Acariciaba ideas de venganza. Pero aún podía controlarse a sí misma. Luego, se reventaron los diques. Empezó a tomarse la justicia por su mano.
Wallander pensó después que en realidad no había mucha diferencia con lo sucedido en Lödinge. Ella era su propia milicia ciudadana. Se colocó al margen de todo para impartir su propia justicia.
—¿Fue eso? ¿Querías hacer justicia? ¿Querías castigar a los que, injustamente, no comparecían ante los tribunales?
—¿Quién busca al hombre que mató a mi madre? —contestó ella—. ¿Quién?
Luego volvió a encerrarse en el silencio. Wallander pasó revista mentalmente a cómo había empezado todo. Unos meses después de llegar la carta de Argelia, allana la casa de Holger Eriksson. Fue el primer paso. Cuando le preguntó si era así, no se sorprendió siquiera. Daba por hecho que él lo sabía.
—Sabía lo de Krista Haberman. Que fue ese vendedor de coches el que la mató.
—¿Quién te lo dijo?
—Una mujer polaca que estaba en el hospital, en Malmö. Hace ya muchos años.
—¿Trabajabas en el hospital entonces?
—He trabajado en diferentes ocasiones. Hablé muchas veces con mujeres maltratadas. Aquella mujer tenía una amiga que conoció a Krista Haberman.
—¿Por qué entraste en casa de Holger Eriksson?
—Quería demostrarme a mí misma que era posible. Además, quería encontrar señales de que Krista Haberman había estado allí.
—¿Por qué hiciste la fosa? ¿Por qué las estacas? ¿Los tablones cortados? ¿Sospechaba la mujer que conocía a Krista Haberman que el cuerpo estaba enterrado junto a aquella acequia?
No contestó. Pero Wallander comprendió. Pese a que la investigación resultó difícil de aprehender, Wallander y sus colegas habían seguido pistas acertadas sin acabar de darse cuenta. Yvonne Ander representaba la brutalidad de los hombres en su manera de quitarles la vida. Durante los cinco o seis primeros encuentros que Wallander mantuvo con Yvonne Ander, repasó metódicamente los tres asesinatos, aclaró detalles confusos y perfiló las imágenes y circunstancias que antes quedaban sin precisar. Siguió acercándose a ella sin magnetófono. Después de los encuentros, se sentaba en el coche y hacía anotaciones. Cuando las pasaba a limpio, una copia iba a Per keson, que estaba preparando un proceso que no podía conducir más que a una condena triple. Pero Wallander era consciente de que apenas escarbaba en la superficie. El verdadero descenso apenas había empezado. La capa superior, las pruebas, la mandarían a la cárcel. Pero la auténtica verdad a la que él pretendía llegar no la alcanzaría hasta tocar fondo. En el mejor de los casos.
Ella tenía que someterse, a un reconocimiento psiquiátrico forense. Wallander sabía que era inevitable. Pero insistió en que se pospusiera. En ese momento, lo más importante era que pudiera hablar con ella con calma y tranquilidad. Nadie se opuso. Wallander tenía un argumento que nadie podía dejar de lado. Todos comprendían que lo más probable era que volviera al silencio si la molestaban.
Era con él y con nadie más con quien estaba dispuesta a hablar. Siguieron avanzando, lentamente, paso a paso, día tras día. Fuera de la cárcel el otoño se hacía más profundo y les llevaba hacia el invierno. Wallander nunca obtuvo respuesta a por qué Holger Eriksson había ido a buscar a Krista Haberman a Svenstavik para matarla poco después. Probablemente lo que ocurrió fue que ella le negara algo que estaba acostumbrado a obtener. Tal vez fue una disputa que degeneró en violencia.
Luego pasaron a hablar de Gösta Runfeldt. Ella estaba convencida de que Gösta Runfeldt había asesinado a su mujer. De que la ahogó en el lago Stångsjön. Incluso aunque no lo hubiera hecho, era merecedor de su destino. La había maltratado tanto que ella, en realidad, sólo deseaba morir. Ann-Britt Höglund tenía razón cuando sospechó que a Gösta Runfeldt le habían asaltado en la tienda. Ella se enteró de su viaje a Nairobi y le atrajo a la tienda con la excusa de que tenía que comprar flores para una recepción al día siguiente, a primera hora de la mañana. Le derribó de un golpe, la sangre del suelo era suya. La ventana rota fue una maniobra de distracción para que la policía pensase que era un atraco.