Read La quinta mujer Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (64 page)

BOOK: La quinta mujer
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Habían conseguido darse a sí mismos otra explicación. Pero todavía les faltaba la relación de conjunto. Todavía no tenían nada seriamente esclarecido.

A las cuatro y media Wallander llamó a Malmö. Karl-Henrik Bergstrand se puso al teléfono. Estaban en ello, contestó. Pronto podrían mandar todos los nombres y los demás datos que Wallander había pedido.

Siguieron esperando. Un periodista telefoneó para preguntar qué estaban buscando en la finca de Holger Eriksson. Wallander adujo razones técnicas de la investigación para no decir nada. Pero no estuvo áspero. Se expresó todo lo amablemente que pudo. Lisa Holgersson pasó con ellos largos ratos de la prolongada espera. También fue, junto con Per keson, a Lödinge. Pero, a diferencia de Björk, su anterior jefe, apenas habló. Wallander pensó que eran muy distintos. Björk hubiera aprovechado la ocasión para lamentarse de la última circular de la jefatura de Policía. De alguna manera se las hubiera arreglado para relacionarla con la investigación en curso. Lisa Holgersson era distinta. Wallander determinó, distraído, que, cada uno en su estilo, los dos eran buenos.

Hamrén jugaba a tres en raya consigo mismo, Svedberg buscaba si le quedaban pelos en la calva y Ann-Britt Höglund permanecía sentada con los ojos cerrados. Wallander se levantaba de vez en cuando y daba un paseo por el pasillo. Se sentía muy cansado. Se preguntó si significaba algo que Katarina Taxell no diera señales de vida. ¿Debía anunciar su desaparición? No estaba seguro. Tenía miedo de que eso asustase y ahuyentase a la mujer que fue a buscarla. Oyó que sonaba el teléfono en la sala de reuniones. Se apresuró a volver y se quedó de pie en la puerta. Fue Svedberg el que contestó. Wallander formó con un movimiento de su boca la palabra «Malmö». Svedberg negó con la cabeza. Era Hansson de nuevo.

—Una costilla esta vez —dijo Svedberg—. No sé por qué tiene que llamar cada vez que encuentran un hueso.

Wallander se sentó a la mesa. Volvió a sonar el teléfono. Svedberg volvió a coger el auricular. Escuchó brevemente antes de tendérselo a Wallander.

—Dentro de unos minutos lo tendréis en el fax —dijo Karl-Henrik Bergstrand—. Creo que hemos conseguido todos los datos que querías.

—Entonces lo habéis hecho bien —contestó Wallander—. Si necesitamos alguna explicación o completar algo, te llamo.

—No me cabe la menor duda —dijo Karl-Henrik Bergstrand—. Me da la impresión de que no te das por vencido a la primera.

Se pusieron todos alrededor del fax. Al cabo de unos minutos, los papeles empezaron a surgir. Wallander comprobó inmediatamente que eran muchos más nombres de los que él se había figurado. Cuando terminó la emisión, arrancaron los papeles y sacaron copias. De vuelta en la sala de reuniones, estudiaron los papeles en silencio. Wallander contó treinta y dos nombres. Diecisiete de los jefes de tren eran, además, mujeres. No reconoció ningún nombre. Las listas de los turnos y las diferentes combinaciones parecían infinitas. Tuvo que buscar largo rato antes de encontrar la semana en la que el nombre de Margareta Nystedt no figuraba. Nada menos que once jefes de tren, mujeres, habían estado de servicio los días, y a las horas de salida, en que Katarina Taxell había trabajado como camarera. No estaba muy seguro tampoco de haber entendido bien todas las abreviaturas y los códigos que indicaban las diferentes personas y sus respectivas horas de trabajo.

Por un instante, Wallander se sintió de nuevo presa de la impotencia. Luego, se obligó a vencerla y golpeó la mesa con un lápiz.

—Aquí tenemos un gran número de personas —dijo—. Si no estoy completamente equivocado, en primer lugar debemos concentrarnos en las once mujeres que son jefes y responsables de tren. Además, hay catorce hombres. Pero quiero empezar por las mujeres. ¿Alguien reconoce alguno de los nombres?

Miraron las listas. Nadie recordaba que figurase ningún nombre de aquellos en otras partes de la investigación. Wallander echó en falta la presencia de Hansson. Era el que tenía mejor memoria. Le pidió a uno de los policías de Malmö que hiciera una copia y que se ocupara de que se la llevaran en un coche a Hansson.

—Bueno, pues empezamos —dijo cuando el policía salió de la sala—. Once mujeres. Tenemos que investigarlas una por una. Es de esperar que en algún lugar encontremos un punto de contacto con esta investigación. Las repartiremos entre todos. Y empezamos ahora. La noche va a ser larga.

Hicieron el reparto y abandonaron la sala de reuniones. El instante de impotencia que sintió Wallander había desaparecido.

Notaba que la caza había empezado. El tiempo de espera había llegado a su fin.

Muchas horas después, casi a las once, Wallander empezó de nuevo a desesperarse. Hasta entonces, no habían podido descartar más que dos nombres. Una de las mujeres había muerto en un accidente de coche, mucho antes de que encontraran en el foso el cuerpo sin vida de Holger Eriksson. La otra estaba en la lista por error puesto que, para esas fechas, ya desempeñaba tareas administrativas en Malmö. Karl-Henrik Bergstrand descubrió la equivocación y llamó inmediatamente a Wallander para decírselo.

Estaban buscando puntos de contacto y no los encontraban. Ann-Britt Höglund entró en el despacho de Wallander.

—¿Qué hago con ésta? —preguntó sacudiendo un papel que llevaba en la mano.

—¿Qué pasa con ella?

—Anneli Olsson, treinta y nueve años, casada, cuatro hijos. Vive en Ångelholm. Su marido es pastor de una secta religiosa. Trabajó antes en la cafetería de un hotel de Ångelholm. Luego cambia de trabajo, no sé por qué. Si he entendido bien las cosas, es profundamente religiosa. Trabaja en el tren, se ocupa de su familia y el poco tiempo libre de que dispone lo dedica a hacer trabajos manuales y a ayudar en la iglesia. ¿Qué hago con ella? ¿La hago venir para interrogarla? ¿Le pregunto si ha matado a tres hombres este último mes? ¿Si sabe dónde se han metido Katarina Taxell y su hijo recién nacido?

—Déjala a un lado. Eso también es un paso en la buena dirección.

Hansson había vuelto de Lödinge a las ocho, cuando la lluvia y el viento hacían imposible seguir trabajando. Dijo que, en lo sucesivo, necesitaba a más personas para excavar. Luego se puso inmediatamente a trabajar en el examen de las nueve mujeres restantes. Wallander trató en vano de mandarlo a casa para que, por lo menos, se cambiara las ropas mojadas. Pero Hansson no quiso. Wallander supuso que quería desprenderse lo más pronto posible de la desagradable experiencia de haber estado en el barro cavando, en busca de los restos de Krista Haberman.

Poco después de las once, Wallander estaba al teléfono tratando de encontrar a un pariente de una jefa de tren llamada Wedin. Había cambiado de dirección nada menos que cinco veces el último año. Había sufrido un complicado divorcio y pasó la mayor parte del tiempo de baja por enfermedad. Iba justamente a llamar a Información cuando apareció Martinsson en la puerta. Wallander colgó el teléfono de inmediato. En la cara de Martinsson vio que pasaba algo.

—Creo que la he encontrado —dijo éste despacio—. Yvonne Ander. Cuarenta y siete años.

—¿Por qué crees que es ella?

—Para empezar, vive aquí, en Ystad. Tiene una dirección en la calle Liregatan.

—¿Qué más tienes?

—Parece muy rara. Escurridiza. Como toda esta investigación. Pero tiene un pasado que debería interesarnos. Ha trabajado como auxiliar de enfermería y en ambulancias.

Wallander le miró un instante en silencio. Luego se levantó rápidamente.

—Llama a los otros. Enseguida.

Al cabo de unos minutos estaban todos en la sala de reuniones.

—Martinsson tal vez la haya encontrado —informó Wallander—. Y vive aquí, en Ystad.

Martinsson dio cuenta de todo lo que había conseguido saber sobre Yvonne Ander.

—Tiene cuarenta y siete años. Nació en Estocolmo. Parece que vino a Escania hace ya quince años. Los primeros años vivió en Malmö. Luego se trasladó aquí, a Ystad. Ha trabajado en los ferrocarriles los últimos diez años. Pero antes de eso, probablemente de joven, estudió para auxiliar de enfermería y trabajó muchos años en hospitales. Por qué empieza de repente a trabajar en otra cosa, no lo sé, desde luego. También fue auxiliar de ambulancias. Luego se ve que durante largos periodos no parece haber trabajado en absoluto.

—¿Qué ha hecho entonces? —preguntó Wallander.

—Hay muchas lagunas.

—¿Está casada?

—Está sola.

—¿Divorciada?

—No sé. No se ven hijos por ningún lado. No creo que haya estado casada nunca. Pero su turno de trabajo coincide con el de Katarina Taxell.

Martinsson estuvo leyendo los datos en un cuaderno. Dejó los papeles encima de la mesa.

—Hay una cosa más. Que debió de ser lo que primero me llamó la atención. Se entrena en la sección deportiva de la Compañía Sueca de Ferrocarriles de Malmö. Eso lo hace mucha gente. Pero lo que me sorprendió fue que ella se dedicara a hacer pesas.

En la sala se hizo un silencio total.

—En otras palabras, es probablemente una mujer fuerte. ¿Y no es a una mujer de gran fortaleza física a la que buscamos?

Wallander sopesó rápidamente la situación. ¿Sería ella? Luego se decidió.

—Vamos a dejar los demás nombres por el momento. Ahora nos concentramos en Yvonne Ander. Empieza otra vez desde el principio. Despacio.

Martinsson repitió lo que había dicho. Los otros hicieron más preguntas. Faltaban muchas respuestas. Wallander consultó su reloj. Las doce menos cuarto.

—Creo que tenemos que hablar con ella esta misma noche.

—Suponiendo que no esté trabajando —advirtió Ann-Britt Höglund—. Según las listas, de vez en cuando le toca un tren nocturno. Lo que resulta raro. En los otros casos, parece que los jefes de tren y los comandantes o bien trabajan por el día o de noche. No las dos cosas. Pero quizá me equivoque.

—Si está en casa, bien, y si no está, pues no está —resolvió Wallander.

—¿De qué vamos a hablar con ella, en realidad?

La pregunta la hizo Hamrén, y estaba justificada.

—No considero improbable que Katarina Taxell esté con ella —contestó Wallander—. Si no otra cosa, podemos dar ésa como motivo. La preocupación de su madre. Podemos empezar por eso. No tenemos ninguna prueba contra ella. No tenemos nada. Pero también quiero encontrar huellas dactilares.

—Entonces no salimos en plan de redada —dijo Svedberg.

Wallander hizo un gesto en dirección a Ann-Britt Höglund.

—Pienso que nosotros dos podemos hacerle una visita. Con un coche cerca, por si pasara algo.

—¿Qué va a pasar? —preguntó Martinsson.

—No lo sé.

—¿No es eso un tanto irresponsable? —opinó Svedberg—. En cualquier caso, la consideramos sospechosa de participar en asesinatos muy graves.

—Llevaremos armas, naturalmente —contestó Wallander.

Fueron interrumpidos por un hombre de la central de coordinación, que llamó con los nudillos a la puerta entornada.

—Ha llegado un mensaje de un médico de Lund —anunció—. Ha hecho un reconocimiento preliminar de los restos hallados. Cree que pertenecen a una mujer. Y que han estado enterrados mucho tiempo.

—Pues muy bien —comentó Wallander—. Al menos estamos a punto de resolver una desaparición de hace veintisiete años.

El policía abandonó la habitación. Wallander volvió a lo que estaba diciendo.

—Creo que no va a pasar nada —repitió.

—¿Qué decimos si Katarina Taxell no está allí? Hay que pensar que nos presentamos en su casa en mitad de la noche.

—Preguntaremos por Katarina. La estamos buscando. Nada más.

—¿Y si no está en casa?

Wallander no tuvo que pensarlo.

—Entonces entramos. Y el coche vigila si está camino de su casa. Llevaremos los teléfonos conectados. Mientras tanto, me gustaría que vosotros esperaseis aquí. Ya sé que es tarde. Pero no hay más remedio.

Nadie se quejó.

Poco después de medianoche salieron de la comisaría. El viento alcanzaba cotas de huracán. Wallander y Ann-Britt Höglund circulaban en el vehículo de ella. Martinsson y Svedberg formaban la escolta. La calle Liregatan estaba en pleno centro de la ciudad. Aparcaron a una manzana de allí. Las calles se hallaban desiertas. Sólo encontraron un automóvil: uno de los coches patrulla de la policía. Wallander se preguntó de pasada si los nuevos comandos en bicicleta que se avecinaban podrían salir cuando el tiempo era tormentoso, como esa noche.

Yvonne Ander vivía en una antigua casa entramada y restaurada. Su puerta daba directamente a la calle. Había tres pisos y ella vivía en el del medio. Fueron a la otra acera de la calle y contemplaron la fachada. Salvo una ventana en el extremo de la izquierda donde había luz, la casa estaba a oscuras.

—O está durmiendo —dijo Wallander—, o no está en casa. Pero tenemos que partir de la base de que está ahí dentro.

Eran las doce y veinte. El viento era muy fuerte.

—¿Es ella?

Wallander advirtió que Ann-Britt Höglund tenía frío y parecía estar mal. ¿Era porque estaban persiguiendo a una mujer?

—Sí. Claro que es ella.

Cruzaron la calle. A la izquierda estaba el coche con Martinsson y Svedberg en su interior, con los faros apagados. Ann-Britt Höglund llamó al timbre. Wallander aplicó el oído a la puerta y oyó los timbrazos en el interior del piso. Esperaron con mucha ansiedad. Él le indicó que volviera a llamar. Nada. Llamaron una tercera vez con el mismo resultado.

—¿Estará durmiendo? —preguntó Ann-Britt Höglund.

—No. Yo creo que no está en casa.

Wallander inspeccionó la puerta. Estaba cerrada con llave. Dio un paso hacia la calle e hizo señas al coche. Se acercó Martinsson. Era el que mejor abría puertas cerradas con llave sin utilizar la fuerza física. Llevaba una linterna y un manojo de ganzúas. Wallander sostenía la linterna mientras Martinsson trabajaba. Tardó más de diez minutos. Por fin consiguió abrir la cerradura. Cogió la linterna y volvió al coche. Wallander miró a su alrededor. La calle estaba desierta. Entraron. Se quedaron quietos escuchando. El vestíbulo parecía no tener ventanas. Encendió una lámpara. A la izquierda había un cuarto de estar, de techo bajo. A la derecha, una cocina. Enfrente, una estrecha escalera llevaba al piso de arriba. El suelo crujía bajo sus pies. En el piso de arriba había tres dormitorios. Todos vacíos. No había nadie en toda la vivienda.

Trató de enjuiciar la situación. Era casi la una. ¿Debían contar con que la mujer que vivía allí regresara durante la noche? Le pareció que había muchas posibilidades en contra y ninguna, en realidad, a favor. Sobre todo, el que tuviera con ella a Katarina Taxell y a un bebé. No iba a andar con ellos de un lado para otro en plena noche. Wallander se acercó a una puerta de cristal en uno de los dormitorios. Vio que daba a una terraza. Grandes macetas ocupaban casi todo el espacio. Pero las macetas estaban vacías. No había ninguna planta. Sólo tierra.

BOOK: La quinta mujer
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Partridge Kite by Michael Nicholson
A Question of Love by Isabel Wolff
Destined for Power by Kathleen Brooks
Knight of Love by Catherine LaRoche
Keeping Watch by Laurie R. King
The Last Castle by Jack Holbrook Vance