Wallander la miró inquisitivamente antes de continuar.
—Pero Katarina Taxell era profesora.
—Sí, pero se había tomado un descanso. Durante una temporada trabajó en los trenes.
Wallander miró a Birch, que movió la cabeza. Tampoco él lo sabía.
—¿Cuándo fue eso?
—En la primavera de 1991. No lo puedo decir con más exactitud.
—Y trabajabais juntas.
—No siempre. Pero bastantes veces.
—Y también salíais en el tiempo libre.
—A veces. Pero no éramos amigas íntimas. Lo pasábamos bien y nada más.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Nos distanciamos cuando ella dejó el tren. La amistad no daba más de sí.
Wallander se dio cuenta de que decía la verdad. Su cautela también había desaparecido.
—¿Tenía novio Katarina en aquella época?
—La verdad es que no lo sé.
—Si trabajabais juntas y además os veíais en el tiempo libre, deberías haberlo sabido, ¿no?
—No habló nunca de nadie.
—¿No la viste tampoco nunca con nadie?
—Nunca.
—¿Tenía otras amigas?
Margareta Nystedt pensó un poco. Luego le dio a Wallander tres nombres. Los mismos nombres que Wallander ya sabía.
—¿Nadie más?
—No, que yo sepa.
—¿Has oído alguna vez el nombre de Eugen Blomberg?
Ella volvió a pensar un momento.
—¿No es ese que fue asesinado?
—Justamente. ¿Puedes acordarte de si Katarina Taxell te habló alguna vez de él?
Ella le miró muy seria.
—¿Fue ella la que lo hizo?
Wallander se agarró a su pregunta.
—¿Piensas que sería capaz de matar a alguien?
—No. Katarina era enormemente pacífica.
Wallander no sabía muy bien cómo seguir.
—Vosotras ibais y veníais entre Malmö y Estocolmo. Seguro que teníais mucho que hacer. Pero, a pesar de ello, tenéis que haber hablado entre vosotras. ¿Estás segura de que nunca habló de alguna otra amiga? Esto es muy importante.
Él vio que hacía esfuerzos por recordar.
—No. No puedo acordarme.
En ese instante Wallander detectó una brevísima vacilación en ella. Margareta vio que él lo había notado.
—Quizá. Pero me cuesta acordarme.
—¿De qué?
—Tiene que haber sido justo antes de que dejara el trabajo. Yo estuve enferma con gripe una semana.
—¿Qué pasó entonces?
—Cuando volví al trabajo, estaba diferente.
Wallander estaba ahora en tensión. También Birch había observado que sucedía algo.
—¿Diferente en qué sentido?
—No sé cómo explicarlo. Tan pronto estaba triste como alegre. Era como si se hubiera transformado.
—Intenta describir la transformación. Puede ser muy importante.
—Normalmente, cuando no teníamos nada que hacer, solíamos sentarnos en la pequeña cocina que hay en los vagones-restaurante. Hablábamos y hojeábamos revistas. Pero cuando volví después de la gripe dejamos de hacerlo.
—¿Qué pasaba entonces?
—Ella se iba.
Wallander esperaba que continuara, pero no lo hizo.
—¿Se iba del vagón-restaurante? Porque del tren no iba a salir. ¿Qué decía que iba a hacer?
—No decía nada.
—Pero tú le preguntarías. Estaba diferente. Ya no se sentaba a hablar.
—A lo mejor le pregunté. No me acuerdo. Pero no contestaba. Se iba de allí y punto.
—¿Siempre ocurría lo mismo?
—No. Fue al final, poco antes de marcharse, cuando cambió. Era como si se hubiera encerrado dentro de sí misma.
—¿Piensas que veía a alguien en el tren? ¿A algún pasajero que viajaba con asiduidad? Parece muy raro.
—No sé si veía a alguien o no.
Wallander no tenía más preguntas. Miró a Birch. Tampoco él tenía nada que añadir.
El barco estaba saliendo del puerto.
—Puedes descansar ahora. Quiero que me llames si te acuerdas de alguna cosa más.
Escribió su nombre y su número de teléfono en un papel y se lo entregó.
—No recuerdo nada más —dijo ella.
—¿A quién ve Katarina en un tren? —preguntó Birch—. ¿A un pasajero que viaja incesantemente entre Malmö y Estocolmo? Además no trabajan siempre en el mismo tren. Parece completamente absurdo.
Wallander oía vagamente lo que decía Birch. Se había enredado en una idea que no quería que se le escapase. No podía ser un pasajero. Tenía que ser, pues, alguien que se encontraba en el tren por las mismas razones que ella. Alguien que trabajaba allí.
Wallander miró a Birch.
—¿Quién trabaja en un tren? —preguntó.
—Supongo que hay un maquinista.
—Más.
—Revisores. Uno o varios. Jefes de tren se llaman ahora.
Wallander asintió. Pensó en la conclusión a la que había llegado Ann-Britt Höglund. El tenue bosquejo de una pauta. Una persona que estaba libre de manera irregular pero repetida. Como las personas que trabajan en un tren.
Se levantó.
Estaba también el horario de trenes en el cajoncito secreto.
—Creo que vamos a volver a hablar con Karl-Henrik Bergstrand.
—¿Buscas más camareras?
Wallander no contestó. Ya estaba saliendo de la terminal.
Karl-Henrik Bergstrand no pareció alegrarse mucho de ver otra vez a Wallander y a Birch. Wallander fue directo al grano, casi empujándole desde la puerta hasta sentarle en su sillón.
—El mismo periodo. La primavera de 1991. Había una persona de nombre Katarina Taxell que trabajaba para vosotros. O para la empresa que sirve el café. Lo que quiero es que me saques a todos los maquinistas y revisores o jefes de tren o como se llamen, que trabajaban en los mismos turnos que Katarina Taxell. Me interesa sobre todo una semana de la primavera de 1991 en la que Margareta Nystedt estuvo de baja por enfermedad. ¿Comprendes lo que he dicho?
—No puedes estar hablando en serio. Es una tarea imposible coordinar todos esos datos. Tardaríamos meses.
—Digamos que tienes dos horas de tiempo —contestó Wallander amablemente—. Si hace falta, le pediré al director general de la policía que llame por teléfono a su colega el director general de la Compañía Sueca de Ferrocarriles. Y le pediré que se queje de la lentitud que demuestra un empleado de Malmö llamado Bergstrand.
El hombre sentado detrás de la mesa entendió. Fue como si aceptase el desafío.
—Haremos lo imposible. Pero llevará unas horas.
—Si lo haces lo más rápidamente que puedas, que lleve el tiempo que sea.
—Esta noche podéis dormir en alguno de nuestros locales. O en el hotel Prize. Tenemos un convenio.
—No —dijo Wallander—. Cuando tengas los datos que he pedido, los mandas por fax a la policía de Ystad.
—Permíteme sólo aclarar que no se trata de revisores o jefes de tren. El nombre es jefes de tren y nada más. Uno de ellos actúa como comandante en jefe del tren. La base de nuestro sistema es, en realidad, la graduación militar.
Wallander asintió. Pero no dijo nada.
Cuando salieron de la estación eran casi las diez y media.
—Así que piensas que es alguna otra persona que trabajaba en la Compañía Sueca de Ferrocarriles en esa época, ¿no?
—Tiene que ser eso. No hay otra explicación lógica.
Birch se puso el gorro.
—Eso significa que tenemos que esperar.
—Tú en Lund y yo en Ystad. El magnetófono debe seguir en casa de Hedwig Taxell. Katarina puede volver a llamar.
Se separaron delante de la estación. Wallander se sentó en el coche y condujo hacia la salida de la ciudad. Se preguntó si estaría llegando a la última de las cajas chinas. ¿Qué encontraría? ¿Un espacio vacío? Lo ignoraba. Su preocupación era muy grande.
Entró en una gasolinera próxima a la última glorieta antes de enfilar la carretera de Ystad. Llenó el depósito y fue a pagar. Al salir oyó que sonaba el teléfono que había dejado en el asiento. Abrió la puerta precipitadamente y respondió.
Era Hansson.
—¿Dónde estás?
—Camino de Ystad.
—Creo que será mejor que vengas.
Wallander se estremeció. El teléfono estuvo a punto de caérsele.
—¿La habéis encontrado?
—Creo que sí.
Wallander no dijo nada. Luego condujo directamente hasta Lödinge.
El viento había aumentado y había cambiado de dirección y soplaba ahora del norte.
Habían encontrado un fémur. Nada más.
Tardaron varias horas más en encontrar otras partes del esqueleto. Soplaba un viento frío y a ráfagas ese día, un viento que cortaba por debajo de la ropa acentuando lo desolado y repulsivo de la situación.
El fémur estaba en un plástico. Wallander pensó que había ido bastante rápido. No habían excavado más de veinte metros cuadrados y además estaban todavía muy cerca de la superficie cuando una pala tropezó con el hueso.
Acudió un médico y, tiritando, comenzó a examinar aquellos restos. Como era de esperar, afirmó que pertenecían a un ser humano. Pero Wallander ya no necesitaba confirmaciones. Estaba fuera de toda duda en su conciencia que aquello era una parte de los restos de Krista Haberman. Continuarían excavando, encontrarían tal vez lo que quedaba de su esqueleto y, posiblemente, podrían establecer luego cómo había sido asesinada. ¿La habría estrangulado Holger Eriksson? ¿La habría matado de un tiro? ¿Qué había ocurrido en realidad aquella vez, hacía tanto tiempo?
Wallander se sentía cansado y triste después de un día tan largo. No le ayudaba saber que tenía razón. Era como si estuviera viendo una historia horrorosa de la que hubiera preferido no tener que ocuparse. Pero también esperaba con ansiedad los resultados de Karl-Henrik Bergstrand. Después de pasar dos horas en el barro con Hansson y con los policías excavadores, regresó a su despacho. Había informado a Hansson de lo acontecido en Malmö, del encuentro con Margareta Nystedt y el descubrimiento de que Katarina Taxell, durante un corto periodo de su vida, había trabajado como camarera en los trenes que cubrían el trayecto entre Malmö y Estocolmo. En algún momento conoció allí, durante un viaje, a una persona que llegó a ejercer una gran influencia sobre ella. Ignoraban lo sucedido. Pero de alguna manera, la persona que había conocido tuvo una importancia decisiva para ella. Wallander no sabía siquiera si se trataba de una mujer o de un hombre. Lo único que sabía seguro era que, cuando encontraran a esa persona, darán un paso de gigante hacia el núcleo central de esa investigación que tan escurridiza se presentaba desde hacía demasiado tiempo.
Cuando llegó a la comisaría reunió a los colaboradores que pudo encontrar y les contó lo mismo que le había comunicado a Hansson media hora antes. Sólo les quedaba esperar a que empezaran a salir papeles del fax.
Mientras estaban reunidos en la sala de costumbre llamó Hansson para informar de que habían encontrado también una tibia. El malestar en torno a la mesa era muy grande. Wallander pensó que ahora todos esperaban a que apareciera el cráneo en el barro.
La tarde fue larga. La primera tormenta de otoño empezaba a descargar sobre Escania. Las hojas de los árboles formaban remolinos en el aparcamiento que había junto al edificio de la policía. Permanecieron sentados en la sala de reuniones, pese a que no había nada que discutir en grupo. A todos les aguardaban, además, muchas tareas atrasadas en sus mesas. Wallander pensó que lo que más necesitaban ahora era hacer acopio de fuerzas. Si lograban abrir una brecha con ayuda de las informaciones que llegaran de Malmö, podían contar con que tendrían que sacar adelante mucho trabajo en muy poco tiempo. Por eso estaban sentados, o medio tumbados, en las sillas de la sala de reuniones, descansando. A cierta hora de esa tarde, Birch llamó para decir que Hedwig Taxell no había oído hablar nunca de Margareta Nystedt. Tampoco podía entender por qué había olvidado completamente que su hija Katarina había trabajado como camarera en un tren durante un periodo de su vida. Birch subrayó que él creía que decía la verdad. Martinsson salía constantemente de la sala para llamar a su casa. Wallander conversaba entonces en voz baja con Ann-Britt Höglund, que creía que Terese estaba ya mucho mejor. Martinsson tampoco había vuelto a hablar de que quería dejar la policía. «También respecto a eso hay que esperar de momento», pensó Wallander. Investigar delitos graves suponía dejar en compás de espera el resto de la vida.
A las cuatro de la tarde llamó Hansson y anunció que habían encontrado un dedo corazón. Al poco rato telefoneó de nuevo para informar de que habían descubierto el cráneo. Wallander le preguntó si quería que le relevasen. Pero él contestó que no le importaba quedarse.
Bastaba con que se resfriase uno.
Una helada capa de malestar planeó sobre la sala cuando Wallander contó que suponía que habían encontrado el cráneo de Krista Haberman. Svedberg dejó a medio comer el bocadillo que tenía en la mano. Wallander había vivido eso antes.
Un esqueleto no significaba nada hasta que aparecía el cráneo. Sólo entonces se podía vislumbrar a la persona que hubo allí una vez. En este ambiente de cansada espera, en el que los miembros del grupo de investigación estaban sentados como pequeñas islas alrededor de la mesa, surgían de vez en cuando cortas conversaciones. Se comentaban detalles. Alguien hacía una pregunta. Se daba una respuesta, se aclaraba un extremo y volvía el silencio.
Svedberg empezó de repente a hablar de Svenstavik.
—Holger Eriksson tuvo que ser un hombre muy raro. Primero se trae a Escania a una mujer polaca. Sabe Dios qué le habría prometido. ¿Matrimonio? ¿Riqueza? ¿Convertirla en baronesa del comercio de coches? Luego la mata casi enseguida. Esto ocurre hace casi treinta años. Pero cuando siente que la muerte se va acercando, compra una bula de indulgencias haciendo una donación de dinero a la iglesia de allá arriba en Jämtland.
—Yo he leído sus poemas —dijo Martinsson—. Una parte de ellos, por lo menos. No se puede dejar de reconocer que, de vez en cuando, da muestras de cierta sensibilidad.
—Para con los animales —dijo Ann-Britt Höglund—. Con los pájaros. Pero no con las personas.
Wallander se acordó de la caseta del perro vacía. Se preguntó cuánto tiempo llevaría así. Hamrén cogió un teléfono y consiguió localizar a Sven Tyrén en su camión cisterna. Obtuvieron la respuesta. El último perro de Holger Eriksson apareció muerto de repente una mañana en la caseta. Había ocurrido unas semanas antes de que el propio Holger Eriksson cayera en la fosa de estacas. A Tyrén se lo contó su mujer, que lo había sabido a su vez por el cartero. No sabía de qué había muerto el animal. Pero era bastante viejo. Wallander pensó en silencio que al perro lo tuvo que matar alguien para que no ladrara. Y ese alguien no podía ser más que la persona a la que buscaban.