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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (60 page)

BOOK: La quinta mujer
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—Señora Taxell, vamos a necesitar su ayuda para obtener respuesta a una serie de preguntas acerca de Katarina.

—¿Por qué iba a saber algo ella de esos horribles asesinatos? La verdad es que ha tenido un hijo hace muy poco.

—Nosotros no pensamos que ella tenga nada que ver con los crímenes —dijo Wallander amablemente—. Pero nos vemos obligados a buscar informaciones por muchos sitios diferentes.

—¿Qué podía saber ella?

—Eso es lo que espero que usted pueda decirme.

—¿No sería mejor que se dedicaran ustedes a buscarla? No entiendo lo que ha pasado.

—No creo en absoluto que corra peligro —dijo Wallander, sin poder disimular completamente sus dudas.

—Ella nunca se ha portado así.

—¿No tiene usted la menor idea de dónde puede estar?

—Trátame de tú.

—¿No tienes idea de dónde está?

—No. Es incomprensible.

—¿Tiene muchos amigos Katarina?

—No, no muchos. Pero los que tiene, la quieren. No sé dónde puede estar.

—A lo mejor hay alguien a quien no ve tan a menudo. Alguien a quien haya conocido hace poco.

—¿Quién iba a ser?

—O tal vez alguien a quien conoció antes. Y que ahora haya vuelto a frecuentar.

—Eso me lo hubiera dicho. Tenemos buenas relaciones. Mucho mejores de lo que suelen ser las relaciones entre madres e hijas.

—No estoy pensando tampoco en secretos ni nada de eso —dijo pacientemente Wallander—. Pero es muy raro que una persona lo sepa todo de otra. ¿Sabes tú, por ejemplo, quién es el padre de su hijo?

Wallander no había previsto lanzarle la pregunta como un golpe. Pero ella retrocedió.

—He intentado que me lo diga. Pero no ha querido.

—Así que no sabes quién es. Ni puedes adivinarlo.

—Yo no sabía siquiera que tenía relaciones con un hombre.

—Pero sí sabías que mantuvo relaciones con Eugen Blomberg.

—Lo sabía. Pero no me gustaba.

—¿Por qué? ¿Porque estaba casado?

—Eso no lo supe hasta que vi la esquela en el periódico. Fue un choque para mí.

—¿Por qué no te gustaba?

—No lo sé. Era desagradable.

—¿Sabías que maltrataba a Katarina?

Su espanto era auténtico. Por un instante Wallander sintió pena por ella. Todo un mundo se le venía abajo. Se iba a ver obligada a reconocer que era mucho lo que ignoraba de su hija. Que toda la confianza que había creído que existía entre ellas era poco más que una cáscara. O, por lo menos, bastante precaria.

—¿Cómo? ¿Quieres decir que le pegaba?

—Mucho peor. La hacía objeto de malos tratos de diversa índole.

Ella le miraba incrédula. Pero se dio cuenta de que Wallander decía la verdad. No podía defenderse.

—Creo también que hay una posibilidad de que sea Eugen Blomberg el padre de su hijo. A pesar de que habían roto.

Ella movió lentamente la cabeza. Pero no dijo nada. Wallander temió que se derrumbase. Miró a Ann-Britt Höglund. Ella afirmó con la cabeza. Él lo interpretó como que podía seguir. Birch permanecía inmóvil, detrás.

—Sus amigos. Necesitamos verles. Hablar con ellos.

—Ya he dicho quiénes son. Y ya habéis hablado con ellos.

Dio tres nombres. Birch asintió desde su sitio.

—¿No hay nadie más?

—No.

—¿Es miembro de alguna asociación?

—No.

—¿Ha hecho algún viaje al extranjero?

—Tenemos costumbre de hacer un viaje juntas una vez al año. Casi siempre en las vacaciones de invierno. A Madeira. Marruecos. Túnez.

—¿Tiene alguna afición especial?

—Lee mucho. Le gusta la música. Pero la empresa que tiene le roba mucho tiempo. Trabaja demasiado.

—¿Alguna otra cosa?

—Algunas veces juega al bádminton.

—¿Con quién? ¿Con alguna de sus amigas?

—Con otra profesora. Me parece que se apellida Carlman. Aunque yo no la conozco.

Wallander no sabía si era importante. Pero era, en todo caso, otro nombre.

—¿Trabajan en la misma escuela?

—Ya no. Antes. Hace unos años.

—¿No recuerdas cómo se llama de nombre? —No la he visto nunca.

—¿Dónde jugaban?

—En el estadio Victoria. Está muy cerca del piso de Katarina.

Birch abandonó discretamente su sitio y salió al vestíbulo. Wallander sabía que había empezado a buscar a la mujer que se apellidaba Carlman.

No tardó ni cinco minutos.

Birch le hizo un gesto a Wallander, que se levantó y fue tras él. Ann-Britt Höglund, mientras tanto, trató de averiguar con exactitud qué era lo que Hedwig Taxell sabía en realidad de la relación de su hija con Eugen Blomberg.

—Fue fácil —dijo Birch—. Annika Carlman. La pista la reservaba y la pagaba ella. Tengo la dirección. No está lejos de aquí. Lund sigue siendo una ciudad pequeña.

—Vamos, pues.

Regresó al cuarto de estar.

—Annika Carlman. Vive en la calle Bankgatan.

—No he oído nunca su nombre —contestó Hedwig Taxell.

—Os dejamos solas un rato —anunció Wallander—. Tenemos que hablar con ella enseguida.

Fueron en el coche de Birch. Tardaron menos de diez minutos. Eran las seis y media. Annika Carlman vivía en un edificio de principios de siglo. Birch llamó al portero automático. Contestó una voz masculina. Birch se presentó. Cuando llegaron al segundo piso, les aguardaba un hombre.

—Soy el marido de Annika —dijo ést—. ¿Qué ha pasado?

—Nada —contestó Birch—. Tenemos sólo unas preguntas.

El hombre les hizo pasar. El piso era grande y lujoso. Desde alguna habitación se oía música y voces infantiles. Enseguida llegó Annika Carlman. Era alta y vestía ropa de entrenamiento.

—Son unos policías que quieren hablar contigo. Pero parece que no ha pasado nada.

—Tenemos que hacer algunas preguntas sobre Katarina Taxell —dijo Wallander.

Se sentaron en una habitación con las paredes cubiertas de libros. Wallander se preguntó si también sería profesor el marido de Annika Carlman.

Fue directo al grano.

—¿Conoces bien a Katarina Taxell?

—Jugábamos al bádminton. Pero no teníamos trato íntimo.

—Estás enterada de que ha tenido un hijo, claro.

—No hemos jugado desde hace cinco meses. Por esa razón precisamente.

—¿Ibais a empezar de nuevo?

—Quedamos en que ella me llamaría.

Wallander le dio los nombres de las tres amigas de Katarina Taxell.

—No las conozco. Katarina y yo sólo jugábamos al bádminton.

—¿Cuándo empezasteis a jugar?

—Hará unos cinco años. Trabajábamos en la misma escuela.

—¿Se puede jugar al bádminton regularmente con una persona durante cinco años sin llegar a conocerla?

—Es completamente posible.

Wallander meditó cómo seguir. Annika Carlman daba respuestas claras y precisas. Sin embargo, sentía que se alejaban de algo.

—¿No la viste nunca con alguien?

—¿Hombre o mujer?

—Empecemos con un hombre.

—No.

—¿Ni siquiera cuando trabajabais juntas?

—Era muy retraída. Había un profesor que parecía estar interesado por ella. Pero Katarina actuaba con mucha frialdad. Se podría decir que de manera claramente disuasoria. Se llevaba muy bien con los alumnos. Era buena profesora. Una profesora firme y capaz.

—¿La has visto alguna vez en compañía de una mujer?

Wallander ya había perdido la esperanza en la pertinencia de la pregunta cuando la formuló. Pero se había resignado demasiado pronto.

—Pues, sí —contestó ella—. Hará unos tres años.

—¿Quién era?

—No sé cómo se llama. Pero sé lo que hace. Todo fue una coincidencia de lo más sorprendente.

—¿Qué es lo que hace?

—Lo que hace ahora, no lo sé. Pero entonces, era camarera en un vagón-restaurante.

Wallander frunció el entrecejo.

—¿Te encontraste con Katarina Taxell en un tren?

—Casualmente la vi de lejos por la ciudad con una mujer. Yo iba por la otra acera. Ni siquiera nos saludamos. Unos días más tarde, fui a Estocolmo. Entré en el vagón-cafetería poco después de pasar Alvesta. Al ir a pagar, reconocí a la que estaba trabajando. Era la mujer que yo había visto con Katarina.

—No sabes cómo se llama, claro.

—No.

—Pero se lo contarías a Katarina luego…

—Pues la verdad es que no. Debí de olvidarlo. ¿Es importante?

Wallander se acordó de repente del horario de trenes que encontró en el escritorio de Katarina Taxell.

—Tal vez. ¿Qué día era? ¿Qué tren?

—¿Cómo voy a acordarme? —contestó ella sorprendida—. Hace tres años de esto.

—A lo mejor tienes algún almanaque antiguo. Nos gustaría que hicieras lo posible por recordar.

Su marido, que había permanecido en silencio, escuchando, se levantó.

—Voy a buscar el almanaque. ¿Fue en 1991 o en 1992?

Ella hizo memoria.

—Fue en 1991. Febrero o marzo.

Pasaron unos minutos en silenciosa espera. El hombre volvió y le dio un viejo almanaque negro. Ella pasó varios meses. Pronto encontró lo que buscaba.

—Fui a Estocolmo el 19 de febrero de 1991. Con un tren que salía a las siete y doce. Volví tres días más tarde. Fui a ver a mi hermana.

—¿No viste a esa mujer en el viaje de vuelta?

—No he vuelto a verla nunca.

—Pero estás segura de que era ella. La que viste por la calle aquí en Lund. Con Katarina.

—Sí.

Wallander la miró reflexivamente.

—¿No hay ninguna otra cosa que creas que puede ser importante para nosotros?

Ella negó con la cabeza.

—Me doy cuenta ahora de que no sé verdaderamente nada de Katarina. Pero juega bien al bádminton.

—¿Cómo la describirías como persona?

—Es difícil. Eso quizá sea ya una descripción. Es una persona difícil de describir. Tiene un humor muy variable. Puede estar alicaída. Pero esa vez que la vi por la calle con la camarera, iba riéndose.

—¿Estás segura de eso?

—Sí.

—¿Alguna otra cosa que te parezca importante?

Wallander vio que se esforzaba por ayudarles.

—Me parece que echa de menos a su padre —dijo al cabo de un rato.

—¿Por qué crees eso?

—Es difícil decirlo. Se trata más bien de una impresión que tengo. Por su comportamiento con hombres que eran tan mayores que podían haber sido su padre.

—¿Cómo se comportaba?

—Perdía algo de su manera de ser natural. Como si se sintiera insegura.

Wallander meditó un momento lo que ella acababa de decir. Pensó en el padre de Katarina, muerto cuando ella era aún una niña. Se preguntó también si las palabras de Annika Carlman podía explicar algo de la relación que Katarina había tenido con Eugen Blomberg.

La miró de nuevo.

—¿Nada más?

—No.

Wallander le hizo un gesto a Birch y se levantó.

—Entonces, no los molestamos más.

—Como comprenderéis, siento mucha curiosidad —dijo ella—. ¿Por qué hace preguntas la policía si no ha pasado nada?

—Han pasado muchas cosas —contestó Wallander—. Pero no con Katarina. Desgraciadamente, ésa es la única respuesta que puedo darte.

Salieron del piso. Luego se quedaron de pie en el rellano de la escalera.

—Tenemos que encontrar a esa camarera —dijo Wallander—. Excepto una fotografía de cuando era joven y estaba de visita en Copenhague, nadie ha descrito a Katarina Taxell como una persona risueña.

—La Compañía Sueca de Ferrocarriles debe tener listas de sus empleados —dijo Birch—. Pero no sé si podremos saberlo esta noche. Comoquiera que sea, es una cuestión de hace tres años.

—Tenemos que intentarlo —dijo Wallander—. No puedo, claro está, pedir que lo hagas tú. Podemos hacerlo desde Ystad.

—Vosotros tenéis ya bastante trabajo. Yo me encargo.

Wallander se dio cuenta de que Birch era sincero. No era un sacrificio.

Volvieron al chalet de Hedwig Taxell. Birch dejó a Wallander allí y siguió a la comisaría para empezar la búsqueda de la camarera del tren. Wallander se preguntó si era una tarea factible.

Cuando iba a llamar a la puerta, zumbó su teléfono. Era Martinsson. Wallander notó en su voz que estaba saliendo de su desaliento. Evidentemente, iba más rápido de lo que se había atrevido a suponer Wallander.

—¿Qué tal va todo? —preguntó Martinsson—. ¿Estás todavía en Lund?

—Estamos tratando de localizar a una camarera de tren —contestó Wallander.

Martinsson era lo bastante inteligente como para no seguir preguntando.

—Aquí han pasado algunas cosas —continuó Martinsson—. En primer lugar, Svedberg ha encontrado a la persona que se ocupaba de imprimir los poemarios de Holger Eriksson. Al parecer, es muy mayor. Pero lúcido. Además, no tiene reparos en decir lo que piensa de Holger Eriksson. Al parecer, siempre tenía problemas a la hora de cobrar su trabajo de impresor.

—¿Dijo algo que no supiéramos?

—Parece que Holger Eriksson ha hecho muchos y regulares viajes a Polonia desde que terminó la guerra. Se aprovechaba de la miseria reinante para comprarse mujeres. Cuando volvía, presumía de sus hazañas. Este viejo impresor dijo de verdad lo que pensaba.

Wallander recordó lo que le había comentado Sven Tyrén en una de sus primeras conversaciones. Ahora se confirmaba. Krista Haberman no había sido la única mujer polaca en la vida de Holger Eriksson.

—Svedberg pensaba si valdría la pena tomar contacto con la policía polaca —dijo Martinsson.

—A lo mejor —contestó Wallander—. Pero de momento, creo que podemos esperar.

—Hay más —dijo Martinsson—. Vas a hablar con Hansson.

Se oyeron chirridos en el auricular. Luego, la voz de Hansson.

—Creo que ya tengo una idea clara de quién trabajaba la tierra de Holger Eriksson —empezó—. Todo se caracteriza, al parecer, por una sola cosa.

—¿Qué?

—Un follón incesante. Si he de creer a mis informadores, Holger Eriksson tenía una capacidad asombrosa para hacerse enemigo de la gente. Se podría pensar que ésa era la pasión de su vida. Crearse nuevos enemigos constantemente.

—Las tierras —dijo Wallander con impaciencia.

Oyó el cambio de voz de Hansson al contestar. Se había hecho más grave.

—El foso donde encontramos a Holger Eriksson atravesado por las estacas.

—¿Qué pasa con él?

—Fue excavado hace unos años. Antes, no existía. Nadie entendió, en realidad, por qué lo hizo Eriksson. No era necesario para el drenaje. El barro que sacaron aumentó el montículo donde está la torre.

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