Hansson asintió.
—Ture Sventon no es una figura de tebeo —dijo luego—. Es de una colección de libros.
Pero Wallander ya se había ido. Fue a buscar una taza de café y se encerró en su despacho. Sonó el teléfono y descolgó el auricular sin contestar. Hubiera dado algo por escabullirse de la conferencia de prensa. Tenía demasiadas cosas en las que pensar. Cogió el cuaderno con una mueca y apuntó lo más importante que podía declarar a la prensa.
Se reclinó en la silla y miró por la ventana. Fuera seguía haciendo viento.
«Si el asesino habla un idioma, trataremos de contestarle», pensó Wallander. «Si es que, como creo, ha querido mostrar a alguien lo que hace. Nosotros diremos que lo hemos visto, pero que no nos hemos dejado impresionar».
Hizo unas cuantas anotaciones más. Luego se levantó y fue al despacho de Lisa Holgersson. Le hizo un resumen de lo que había pensado. Ella escuchó con atención y asintió. Harían lo que él proponía.
La conferencia de prensa se daba en la sala de reuniones más grande que había en el edificio. Wallander tuvo la sensación de estar retrocediendo al verano y a la tumultuosa conferencia de prensa de la que terminó marchándose completamente fuera de sí. Reconocía muchas caras.
—Me alegro de que te encargues de esto —murmuró Lisa Holgersson.
—Las cosas son como son —contestó Wallander—. Alguien tiene que hacerlo.
—Yo me limito a abrir la sesión. Tú te ocupas del resto.
Subieron al podio en uno de los lados de la sala. Lisa Holgersson dio la bienvenida a todos y le cedió la palabra a Wallander, que notó que ya empezaba a sudar.
Hizo un minucioso repaso de los asesinatos de Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Ofreció una serie de detalles seleccionados y su propio punto de vista de que se trataba de dos de los crímenes más brutales con los que él y sus colegas habían tenido que vérselas. La única información importante que retuvo fue el descubrimiento de que Gösta Runfeldt, probablemente, había desarrollado una actividad secreta como detective privado. Tampoco dijo nada de que buscaban a un hombre que se llamaba Harald Berggren, que escribía diarios y que fue mercenario en una lejana guerra africana.
En cambio, dijo una cosa muy distinta, que había convenido con Lisa Holgersson.
Afirmó que la policía tenía pistas claras. No podía dar ningún detalle. Pero había pistas e indicios. La policía tenía una postura clara. No podía exponerse todavía. Por razones técnicas, decisivas, de la propia investigación.
La idea nació al sentir que la investigación acababa de sufrir una sacudida, un movimiento en su profundidad casi imposible de registrar, pero que, con todo, existía.
La idea que se le había ocurrido era muy sencilla.
Cuando se produce un terremoto, la gente huye. Se aleja apresuradamente del centro. El autor —o los autores— quería que todos vieran que los asesinatos eran sádicos y que estaban muy bien planificados. Ahora los investigadores confirmaban que lo habían visto. Pero podían también dar una respuesta más completa. Habían visto más de lo que quizás estaba previsto.
Wallander quería poner en movimiento al asesino. La presa en movimiento se podía distinguir mejor que si se mantenía quieta y escondida en su propia sombra.
Naturalmente, Wallander tenía claro que aquello podía dar un resultado completamente equivocado. El asesino que buscaban podía hacerse invisible. Sin embargo le pareció que valía la pena intentarlo. Además, había obtenido la aprobación de Lisa Holgersson para decir algo que no era del todo verdad.
Continuaban sin pistas. Todo lo que tenían eran unos conocimientos fragmentarios que no se sostenían juntos.
Cuando Wallander terminó de hablar, empezaron las preguntas. Para casi todas estaba preparado. Las había oído y contestado antes, y volvería a oírlas mientras fuera policía.
No fue hasta casi el final de la conferencia de prensa —Wallander había empezado ya a impacientarse y Lisa Holgersson le hizo un gesto de que iba siendo hora de terminar—, cuando todo tomó un rumbo distinto. El hombre que levantó la mano y se puso de pie había estado sentado en un rincón, en la última fila. Wallander no le vio y estaba a punto de dar por terminada la conferencia de prensa cuando Lisa Holgersson le hizo notar que había una pregunta más.
—Soy del periódico
Anmärkaren
—dijo el hombre—. Me gustaría hacerle una pregunta.
Wallander buscó en su memoria. Jamás había oído hablar de un periódico con ese nombre. Su impaciencia se acentuó.
—¿De qué periódico dices que eres? —preguntó.
—De
Anmärkaren
.
Empezó a notarse impaciencia en la sala.
—Tengo que reconocer que no he oído nunca hablar de ese periódico hasta ahora. ¿Qué pregunta querías hacer?
—
Anmärkaren
tiene una larga tradición —contestó el hombre, imperturbable, desde su rincón—. Hubo un periódico con ese nombre a principios del siglo diecinueve. Un periódico de crítica social. Pensamos sacar el primer número dentro de poco.
—Una pregunta, pues —dijo Wallander—. Cuando hayáis sacado el primer número contestaré dos preguntas.
Cierta hilaridad se extendió por la sala. Pero el hombre del rincón se mantuvo impasible. Olía a predicador. Wallander empezó a preguntarse si el aún inédito periódico
Anmärkaren
no sería religioso. «Criptorreligioso», pensó. «Los nuevos aires de espiritualidad han llegado a Ystad. Ya han conquistado Söderslätt, ahora falta Österlen».
—¿Qué opina la policía de Ystad de que los habitantes de Lödinge hayan decidido crear una milicia ciudadana? —preguntó el hombre del rincón.
Wallander no podía ver bien su cara.
—No he oído decir que los que viven en Lödinge hayan pensado cometer ninguna tontería colectiva —contestó Wallander.
—No sólo en Lödinge —continuó impertérrito el hombre—. Hay planes de iniciar un movimiento popular en todo el país. Una organización nacional para todas las milicias ciudadanas. Un cuerpo de policía popular que defienda a los ciudadanos. Que haga todo aquello de lo que la policía no se preocupa. O no es capaz de hacer. Uno de los puntos de partida sería esta zona de Ystad.
De pronto se hizo un silencio total en la sala.
—¿Y por qué se le hace ese honor a Ystad? —preguntó Wallander.
Seguía con la incertidumbre de tomar en serio o no al enviado de
Anmärkaren
.
—En el curso de unos pocos meses hemos tenido un gran número de brutales asesinatos. Hay que reconocer que la policía consiguió resolver lo ocurrido este verano. Pero ahora parece que empieza otra vez. La gente quiere vivir tranquila. No como un recuerdo en la conciencia de otros. La policía sueca se ha resignado ante la delincuencia que hoy surge de las cloacas. Por eso las milicias ciudadanas son la única posibilidad de solucionar los problemas de seguridad.
—Que la gente se tome la justicia por su mano no ha resuelto nunca ningún problema —dijo Wallander—. Por parte de la policía de Ystad sólo hay una respuesta. Una respuesta clara y unívoca. Nadie puede malinterpretarla. Toda iniciativa privada de organizar unas fuerzas de orden paralelas será recibida, por nuestra parte, como ilegal y tomaremos medidas contra ella.
—¿Debo interpretar eso como que tú estás en contra de una milicia ciudadana? —preguntó el hombre del rincón.
Wallander divisó ahora su pálido y delgado rostro. Lo archivó en su memoria.
—Sí —contestó—. Debes interpretarlo como que estamos en contra de cualquier intento de organizar una milicia ciudadana.
—¿No te preguntas lo que va a decir la gente de Lödinge?
—Tal vez —contestó Wallander—. Pero no me asusta la respuesta.
Después puso fin a la conferencia de prensa rápidamente.
—¿Tú crees que lo decía en serio? —preguntó Lisa Holgersson cuando se quedaron solos.
—Puede ser. Vamos a tener que estar atentos a lo que pase en Lödinge. Si la gente empieza a dar la cara y a exigir abiertamente una milicia, es que la situación ha cambiado. Y entonces podemos tener problemas.
Ya eran las siete. Wallander se separó de Lisa Holgersson y fue a su despacho. Se sentó en la silla. Necesitaba pensar. No podía recordar cuándo fue la última vez que había tenido tan poco tiempo para reflexionar y repasar una investigación criminal.
Sonó el teléfono y contestó inmediatamente: era Svedberg.
—¿Qué tal la conferencia de prensa? —preguntó.
—Un poco peor que de costumbre. ¿Qué tal vosotros?
—Creo que debes venir. Hemos encontrado una cámara cargada. Nyberg está aquí. Pensamos que hay que revelar el rollo.
—¿Podemos estar seguros de que llevaba una doble vida como detective privado?
—Creemos que sí. Pero además hay otra cosa.
Wallander esperaba la continuación con ansiedad.
—Creemos que el carrete tiene fotos de su último cliente.
«Del último cliente de su vida», pensó Wallander.
—Voy para allá —dijo.
Abandonó el edificio de la policía. Seguían las fuertes ráfagas de viento. Nubes en movimiento cubrían el cielo. Mientras iba hacia su coche, se preguntó si las aves migratorias podrían volar con tanto viento.
Camino de Harpegatan se detuvo para llenar el depósito de gasolina. Se sentía cansado y vacío. Se preguntó cuándo iba a tener tiempo de buscar una casa. Y de pensar en su padre. Se preguntó cuándo iba a llegar Baiba.
Miró su reloj. ¿Era el tiempo o era su vida lo que se iba? Estaba demasiado cansado para decidir qué era qué.
Luego puso el motor en marcha. El reloj marcaba las ocho menos veinticinco.
Poco después aparcó en Harpegatan y se dirigió al sótano.
Vieron con ansiedad cómo empezaba a dibujarse la imagen en el líquido de revelado. Wallander, que había regresado de la conferencia de prensa, no sabía bien qué era lo que esperaba mientras estaba junto a sus colegas en el cuarto oscuro. La lucecita roja le daba la impresión de que esperaban que ocurriera algo indecente. Nyberg se encargaba del revelado. Andaba a saltos con una muleta después del accidente que tuvo ante la comisaría. Cuando Wallander llegó a Harpegatan, Ann-Britt Höglund le dijo que Nyberg estaba de peor humor que nunca.
Pero, en todo caso, habían hecho progresos durante el tiempo que Wallander había dedicado a los periodistas. Ya no cabía la menor duda de que Gösta había desarrollado una actividad como detective privado. En los diferentes ficheros de clientes que encontraron, vieron que lo había hecho durante por lo menos diez años. Las anotaciones más antiguas correspondían a septiembre de 1983.
—La actividad ha sido limitada —dijo Ann-Britt Höglund—. Como mucho, ha tenido siete u ocho casos al año. Uno se imagina que lo hacía para entretenerse en su tiempo libre.
Svedberg había hecho un listado aún incompleto de la clase de encargos que había aceptado.
—Se trata de sospechas de infidelidad en la mitad de los casos —explicó después de consultar sus anotaciones—. Curiosamente, son sobre todo hombres los que sospechan de sus mujeres.
—¿Por qué es curioso eso? —preguntó Wallander.
Svedberg no tenía una buena respuesta que dar.
—Yo no creía que fuera así —se limitó a decir—. Pero ¿qué sé yo?
Svedberg estaba soltero y jamás había hecho mención alguna de relacionarse con mujeres. Tenía más de cuarenta años y parecía satisfecho con su vida de soltero.
Wallander le indicó que continuara.
—Hay por lo menos dos casos al año en los que un empresario sospecha que sus empleados le roban. Hemos encontrado también unos encargos de vigilancia, de naturaleza poco clara. En conjunto, produce una impresión un tanto monótona. Sus anotaciones no son especialmente detalladas. Pero cobrar, cobraba bastante.
—Entonces ya sabemos por qué podía hacer viajes tan caros al extranjero —comentó Wallander—. El viaje a Nairobi que nunca llegó a realizar le costó treinta mil coronas.
—Cuando murió tenía un caso entre manos —dijo Ann-Britt Höglund, poniendo un calendario sobre la mesa.
Wallander pensó en las gafas que aún no se había hecho. Ni se molestó en mirar el calendario.
—Parece que era el encargo más frecuente —siguió diciendo ella—. Una persona, a la que se llama únicamente «Señora Svensson», sospecha que su marido es infiel.
—¿Aquí en Ystad? —preguntó Wallander—. ¿O trabajaba también en otros sitios?
—En 1987 tuvo un encargo en Markaryd —dijo Svedberg—. No hay nada más al norte. El resto se trata sólo de Escania. En 1991 va a Dinamarca dos veces y una a Kiel. No he tenido tiempo de mirarlo con detalle. Pero se trata del jefe de máquinas de un transbordador que parece que ha tenido una historia con una camarera que también trabaja en el transbordador. Su mujer, domiciliada en Skanör, tenía evidentemente razón en sus sospechas.
—Pero, por lo demás, sólo ha trabajado aquí en Ystad, ¿no?
—Yo no diría eso —contestó Svedberg—. El sur y el este de Escania se ajusta más a la realidad.
—¿Holger Eriksson? —preguntó Wallander—. ¿Habéis encontrado su nombre?
Ann-Britt Höglund miró a Svedberg, que negó con la cabeza.
—¿Harald Berggren?
—Tampoco.
—¿Habéis encontrado algo que indique una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt?
La respuesta fue negativa. No habían encontrado nada. «Tiene que haberla», pensó Wallander. «Es absurdo que haya dos asesinos. E igual de absurdo es que hayan sido dos víctimas casuales. La relación existe. Es sólo que no la hemos encontrado todavía».
—Yo no le entiendo —dijo Ann-Britt Höglund—. No cabe la menor duda de que era un amante apasionado de las flores. Al mismo tiempo, se dedica a hacer de detective privado a ratos.
—Las personas pocas veces son como uno cree que son —contestó Wallander y se preguntó fugazmente si eso se le podía aplicar también a él.
—Así que ha debido de ganar bastante dinero con ese trabajo —dijo Svedberg—. Pero, si no estoy del todo equivocado, no ha declarado ninguno de esos ingresos al hacer la declaración de la renta. ¿Puede ser algo tan sencillo como que mantuvo esto en secreto para que los inspectores del fisco no descubrieran lo que hacía?
—No es probable —repuso Wallander—. Seguramente hacer de detective privado es, a ojos de la mayoría, bastante sospechoso.
—O infantil —opinó Ann-Britt Höglund—. Un juego de hombres que no han llegado a ser adultos.