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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (31 page)

BOOK: La quinta mujer
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Aquello no le había salido exactamente como lo había pensado. Tampoco se podía contar siempre con que así fuera. Lo importante era, con todo, que había conseguido inducir a la mujer que iba a dar a luz a revelar la identidad del hombre que tanto daño le había hecho.

Eugen Blomberg.

Le quedaban aún dos días para empezar la investigación y hacer un plan y un horario. Tampoco tenía prisa. Que le llevara el tiempo que tuviera que llevarle. Pero no creía necesitar más de una semana.

El horno estaba vacío. En espera.

Poco después de las ocho de la mañana, el equipo de policías estaba reunido en la sala de juntas. Wallander le había pedido a Per keson que también estuviera presente. Cuando estaba a punto de empezar notó que faltaba alguien.

—¿Y Svedberg? —preguntó—. ¿No ha venido?

—Ha venido y se ha vuelto a ir —contestó Martinsson—. Parece que hubo un incidente en el hospital esta noche. Dijo que no iba a tardar en regresar.

Un difuso recuerdo pasó por la cabeza de Wallander sin que lograra fijarlo. Tenía relación con Svedberg y con el hospital.

—Esto nos recuerda la necesidad de pedir más personal —dijo Per keson—. Me parece que por desgracia no vamos a poder seguir aplazando esa discusión.

Wallander sabía a qué se refería. En varias ocasiones anteriores Per keson y él habían chocado cuando se trataba de juzgar si debían pedir personal extra o no.

—Discutiremos eso al final —repuso Wallander—. Empecemos por ver dónde nos encontramos realmente en este embrollo.

—Hemos recibido varias llamadas telefónicas de Estocolmo —informó Lisa Holgersson—. No creo necesario decir de quién. Estos hechos violentos empañan la imagen de los simpáticos policías de barrio.

Una mezcla de resignación y de hilaridad pasó fugazmente por la sala. Pero nadie comentó lo que Lisa Holgersson había dicho. Martinsson bostezó con ruido. Wallander se aprovechó de ello para empezar la reunión.

—Todos estamos cansados. La maldición del policía es la falta de sueño. Por lo menos, durante algunos periodos.

Fue interrumpido porque se abrió la puerta y entró Nyberg. Wallander sabía que había estado hablando por teléfono con el laboratorio técnico criminal de Linköping. Fue renqueando hasta la mesa con su muleta.

—¿Qué tal el pie?

—En todo caso, esto es mejor que ser ensartado en estacas de bambú importadas de Tailandia —contestó.

Wallander le miró inquisitivo.

—¿Lo sabemos con seguridad? ¿Proceden de Tailandia?

—Lo sabemos. Se importan como cañas de pescar y como material decorativo a través de una casa comercial de Bremen. Hemos hablado con el representante sueco. Entran más de cien mil estacas de bambú al año. Es imposible determinar dónde se han comprado éstas. Pero acabo de hablar con Linköping. Allí pueden ayudarnos si nos dicen al menos cuánto tiempo han estado en el país. El bambú se importa cuando alcanza cierta edad.

Wallander asintió.

—¿Algo más? —preguntó, vuelto todavía hacia Nyberg.

—¿Respecto a Eriksson o a Runfeldt?

—A ambos. Por orden.

Nyberg abrió su cuaderno de notas.

—Los tablones de la pasarela proceden de la empresa Byggvaruhuset, en Ystad —empezó diciendo—. Si es que nos sirve de algo saberlo. El lugar del crimen está limpio de objetos que, eventualmente, pudieran servirnos para algo. Al otro lado del cerro en el que estaba la torre de observación de pájaros, hay un camino de carros que podemos decir que fue utilizado por el asesino. Si es que fue en coche. Lo que probablemente hizo. Tenemos muestra de todas las huellas de coches que hemos encontrado. Pero es un lugar del crimen singularmente impoluto.

—¿Y la casa?

—El problema es que no sabemos qué es lo que buscamos. Todo parece estar en orden. La denuncia que puso hace un tiempo, de que le entraron en casa, es también un misterio. Lo único que parece digno de tenerse en cuenta es que Holger Eriksson, hace sólo algunos meses, mandó instalar un par de cerraduras suplementarias en las puertas de la vivienda.

—Eso puede interpretarse como que tenía miedo —dijo Wallander.

—Ésa es la explicación que yo le doy —contestó Nyberg—. Pero, por otro lado, ¿quién no manda instalar cerraduras extra en estos tiempos? Vivimos en la época dorada de las puertas blindadas.

Wallander dejó a Nyberg y miró en torno a la mesa.

—Vecinos —dijo—. Informaciones. ¿Quién era Holger Eriksson? ¿Quién puede haber tenido motivos para matarle? ¿Harald Berggren? Es hora ya de que hagamos un examen a fondo de la situación. Nos tomaremos el tiempo que haga falta.

Más adelante, Wallander recordaría la mañana de aquel jueves como una cuesta aparentemente sin fin. Cada uno fue exponiendo el resultado de su trabajo y todo desembocaba en que no se veía por ningún sitio la menor señal de progreso. La cuesta iba creciendo. La vida de Holger Eriksson parecía inexpugnable. Cuando conseguían abrir un agujero, no encontraban nada. Y seguían adelante mientras la cuesta se hacía cada vez más larga y más escarpada. Nadie había visto nada, nadie parecía haber conocido a este hombre que había vendido coches, que observaba a los pájaros y que escribía poemas. Wallander empezó finalmente a pensar que estaba equivocado por completo, que Holger Eriksson, pese a todo, fue víctima de un psicópata ocasional que había elegido su foso y serrado su pasarela por casualidad. Pero todo el tiempo estaba seguro en su fuero interno de que no podía ser así. El asesino había hablado un lenguaje, había lógica y coherencia en su forma de matar a Holger Eriksson. Wallander no se equivocaba. Su problema consistía en que, sin embargo, no sabía cuál era la verdad.

Estaban en un punto muerto cuando Svedberg volvió del hospital. Más adelante Wallander pensaría que, en ese instante, actuó verdaderamente como el salvador del gran apuro en que se encontraban. Por que cuando Svedberg se sentó en uno de los extremos de la mesa y, tras laboriosos esfuerzos, logró ordenar sus papeles, llegaron por fin a un punto en el que la investigación pareció entreabrir una puerta.

Svedberg empezó por pedir excusas por su ausencia. A Wallander le pareció que debía preguntar qué había ocurrido en el hospital.

—Es un asunto muy extraño —dijo Svedberg—. Poco antes de las tres, esta madrugada, apareció una enfermera en la sección de Maternidad. Una de las comadronas, Ylva Brink, y que además es prima mía, trabajaba esta noche. No reconoció a la enfermera y trató de enterarse de qué estaba haciendo en aquel lugar. Entonces la atacó. Parece además que esa enfermera llevaba una porra de plomo o algo semejante en la mano. Ylva perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, la mujer había desaparecido. Se armó, claro está, un buen jaleo. Nadie sabe a qué fue. Han preguntado a todas las mujeres que están de parto. Pero nadie la ha visto. Hablé con el personal que ha trabajado en la sección esta noche. Estaban, como es natural, muy preocupados.

—¿Qué tal está la comadrona? —preguntó Wallander—. ¿Tu prima?

—Tiene una conmoción cerebral.

Wallander estaba a punto de volver sobre Holger Eriksson cuando Svedberg tomó de nuevo la palabra. Parecía desconcertado y se rascaba la calva con nerviosismo.

—Lo que es todavía más raro es que esa enfermera ha estado allí otra vez antes. Una noche, hace una semana. Casualmente a Ylva le tocaba trabajar también esa vez. Está segura de que, en realidad, no es una enfermera. Va disfrazada.

Wallander frunció la frente. Al mismo tiempo se acordó del papel que llevaba encima de la mesa una semana.

—Hablaste con Ylva Brink también entonces —dijo—. Y tomaste algunas notas.

—Aquel papel lo tiré —repuso Svedberg—. Como aquella vez no pasó nada, pensé que no había por qué preocuparse. Tenemos cosas más importantes a las que dedicarnos.

—A mí me parece que es un asunto muy desagradable —terció Ann-Britt Höglund—. Una falsa enfermera que entra en la Maternidad por las noches. Y que no duda en recurrir a la violencia. Eso tiene que significar algo.

—Mi prima no la conocía. Pero pudo dar una buena descripción de su aspecto. Es de constitución robusta y, sin la menor duda, muy fuerte.

Wallander no mencionó que tenía el papel de Svedberg en su escritorio.

—Resulta extraño —se limitó a decir—. ¿Qué tipo de medidas va a tomar el hospital?

—De momento van a contratar a una empresa de seguridad. Luego ya verán si la falsa enfermera vuelve a aparecer o no.

Dejaron los sucesos de la noche. Wallander miró a Svedberg y pensó con desánimo que, seguramente, también él reforzaría la impresión de estancamiento en que se encontraban las pesquisas. Pero se equivocó. Svedberg tenía noticias que dar.

—La semana pasada hablé con uno de los empleados de Holger Eriksson —dijo—. Ture Karlhammar, setenta y tres años de edad, domiciliado en Svarte. Escribí un informe sobre ello que quizás hayáis leído. Trabajó para Holger Eriksson como vendedor de coches durante más de treinta años. Al principio no hacía más que lamentarse de lo ocurrido y decir que Holger Eriksson era un hombre del que nadie podía decir nada que no fuera para bien. La mujer de Karlhammar estaba haciendo café, mientras. La puerta de la cocina estaba abierta. De repente vino, dejó la bandeja de golpe en la mesa, de modo que se salió la nata, y dijo que Holger Eriksson era un canalla. Y se marchó.

—¿Y qué pasó luego? —preguntó Wallander sorprendido.

—Fue, naturalmente, un momento embarazoso. Pero Karlhammar mantuvo su versión. Fui a hablar con la mujer. Pero ya no estaba.

—¿Cómo que no estaba?

—Había cogido el coche y se había ido. Llamé varias veces. Pero no contestaba nadie. Y esta mañana tenía aquí una carta. La leí antes de ir al hospital. Es de la mujer de Karlhammar. Y, si es verdad lo que escribe, es una lectura muy interesante.

—Haz un resumen —dijo Wallander—. Ya la copiarás luego.

—Dice que Holger Eriksson dio muestras de sadismo muchas veces a lo largo de su vida. Trataba mal a sus empleados. Hostigaba a los que decidían dejar de trabajar con él. Repite una y otra vez que puede dar todos los ejemplos que queramos de que lo que dice es verdad.

Svedberg repasaba el texto.

—Escribe que tenía muy poco respeto por la gente. Que era duro y avaricioso. Al final de la carta menciona que iba con frecuencia a Polonia. Debe de haber tenido allí algún asunto de mujeres. Según la señora Karlhammar, ellas también podrían hablar. Pero puede que sólo sean chismorreos. ¿Cómo podía ella saber lo que hacía en Polonia?

—¿No dice nada de que fuera homosexual? —preguntó Wallander.

—Los viajes a Polonia no dan en absoluto esa impresión.

—Se comprende que de alguien llamado Harald Berggren no había oído hablar Karlhammar, ¿verdad?

—Así es.

Wallander tenía necesidad de desentumecerse. Lo que había contado Svedberg sobre el contenido de la carta era, sin duda alguna, importante. Pensó que era la segunda vez en el curso de veinticuatro horas que oía calificar a un hombre como brutal.

Propuso hacer una corta pausa para ventilar la sala. Per keson se quedó rezagado.

—Ya está —dijo—. Lo de Sudán.

Wallander sintió una mordedura de envidia. Per keson había tomado una determinación y se atrevía a marcharse. ¿Por qué no hacía él lo mismo? ¿Por qué se conformaba con buscar una nueva casa donde vivir? Ahora que su padre había muerto, ya nada le ataba a Ystad. Y Linda ya era independiente.

—¿No les hacen falta policías que mantengan el orden entre los refugiados? Yo tengo cierta experiencia de ese trabajo aquí en Ystad.

Per keson se echó a reír.

—Puedo preguntar. Suele haber policías suecos en diversas brigadas extranjeras al mando de la ONU. Nada te impide presentar una solicitud.

—En este momento, me lo impide una investigación criminal. Pero tal vez más tarde. ¿Cuándo te vas?

—Después de Navidad. Antes de Año Nuevo.

—¿Y tu mujer?

Per keson hizo un ademán con los brazos.

—Para decir la verdad, creo que se alegra de perderme de vista una temporada.

—¿Y tú? ¿También te alegras de perderla de vista?

Per keson dudó al contestar.

—Sí. Creo que resultará agradable marcharse. A veces tengo la sensación de que quizá no regrese nunca. No iré nunca a las Antillas en un barco construido por mí. Ni siquiera he soñado nunca con eso. Pero me voy a Sudán. Y lo que pase después, no lo sé.

—Todos sueñan con huir —dijo Wallander—. La gente de este país está siempre en busca de nuevos escondites paradisíacos. A veces pienso que ya no reconozco mi propio país.

—A lo mejor lo mío es también una huida. Pero Sudán no parece ser precisamente un paraíso.

—De todos modos, haces bien en probar. Espero que escribas. Te voy a echar de menos.

—Eso sí que me apetece. Escribir cartas. Escribir cartas que no sean de trabajo. Cartas privadas. Pienso que voy a descubrir cuántos amigos tengo. Amigos que contesten las cartas que espero escribirles.

La pausa había concluido. Martinsson, preocupado siempre por los catarros, cerró la ventana. Se sentaron de nuevo.

—Vamos a esperar antes de resumir —propuso Wallander—. Pasemos a Gösta Runfeldt.

Dejó que Ann-Britt Höglund hablase del descubrimiento del local en el sótano de Harpegatan y de que Runfeldt había sido detective privado. Cuando ella, Svedberg y Nyberg terminaron de hablar, y cuando las fotografías que Nyberg había revelado y copiado dieron la vuelta a la mesa, relató su conversación con el hijo de Runfeldt. Notó que el grupo de investigación mostraba ahora una concentración completamente diferente de la que había al comienzo de la prolongada reunión.

—No puedo apartar de mí la sensación de que estamos cerca de algo determinante —anunció Wallander como colofón—. Seguimos buscando un punto de contacto. Hasta ahora no lo hemos encontrado. Pero ¿qué puede significar que tanto a Holger Eriksson como a Gösta Runfeldt los describan como personas brutales? ¿Por qué no ha aparecido esto hasta ahora?

Se interrumpió para dejar lugar a comentarios o preguntas. Nadie dijo nada.

—Es hora de que empecemos a profundizar aún más. Es demasiado lo que nos queda por saber. A partir de ahora, todo el material debe confrontarse entre estos dos hombres. Será misión de Martinsson encargarse de que así se haga. Luego, hay una serie de cosas que resultan más importante que otras. Pienso en el accidente en el que se ahogó la mujer de Runfeldt. No me abandona la impresión de que eso puede ser decisivo. También tenemos la cuestión del dinero que Holger Eriksson ha legado a la iglesia de Svenstavik. Voy a ocuparme personalmente de ello. Eso significa que puede ser necesario hacer algunos viajes. Por ejemplo, un viaje al lago de Småland, en las afueras de Ålmhult, donde se ahogó la esposa de Runfeldt. Hay algo raro en todo ello, como ya he dicho. Me doy cuenta de que puedo estar en un error. Pero no podemos dejar de investigarlo. Tal vez sea necesario ir a Svenstavik.

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