Wallander terminó la conversación y devolvió la pluma.
—Parece cara —comentó.
—Ser auditor en una empresa como Price Waterhouse es tener una de las mejores profesiones que hay —contestó Bo Runfeldt—. Por lo menos en lo que se refiere al sueldo y a las perspectivas de futuro. Los padres sensatos, hoy día, aconsejan a sus hijos que se hagan auditores.
—¿Cuál es el sueldo medio? —preguntó Wallander.
—La mayoría de los que trabajan a cierto nivel tienen un contrato individual. Que, además, es secreto.
Wallander comprendió que eso indicaba que los sueldos eran muy altos. Al igual que todo el mundo, estaba asombrado de todas las revelaciones sobre indemnizaciones por despido, niveles salariales y contratos blindados. Su sueldo como comisario de policía criminal, con muchos años de experiencia, era bajo. Si hubiera buscado un puesto en el sector privado de seguridad, habría podido ganar por lo menos el doble. Y, sin embargo, lo había decidido. Seguiría siendo policía mientras le fuera posible sobrevivir con su sueldo. Pero pensaba muchas veces que la imagen de Suecia podía dibujarse como una comparación entre diferentes contratos.
Llegaron Ålmhult a las cinco. Bo Runfeldt preguntó si era realmente necesario quedarse a dormir. Wallander no supo dar una respuesta satisfactoria. Bo Runfeldt podía muy bien tomar el tren de regreso. Pero Wallander sostuvo que no podrían ir al lago hasta el día siguiente porque no tardaría en oscurecer. Y quería que Runfeldt le acompañara.
Una vez instalados en el hotel, Wallander salió enseguida en busca de la casa de Jacob Hoslowski, antes de que se hiciese de noche. Se detuvieron ante el plano situado a la entrada de Ålmhult y Wallander anotó dónde estaba el lago Stångsjön. Salió del pueblo cuando ya estaba atardeciendo. Torció a la izquierda y luego de nuevo a la izquierda. El bosque era espeso. El paisaje de Escania quedaba ya lejos. Se detuvo al ver a un hombre que estaba arreglando una verja, junto a la carretera. El hombre le explicó cómo tenía que conducir para llegar a la casa de Hoslowski. Wallander siguió adelante. Empezó a oírse un ruido raro en el motor. Pensó que pronto tendría que volver a cambiar el coche. El Peugeot empezaba a hacerse viejo. No sabía cómo iba a arreglárselas. El coche que tenía ahora lo compró cuando el anterior ardió una noche en la carretera, hacía unos años. También era un Peugeot y Wallander barruntaba que el próximo sería también de la misma marca. Cuanto más viejo se hacía, más trabajo le costaba alterar sus costumbres.
Al llegar al siguiente cruce, se detuvo. Si había entendido bien la descripción del camino, debía doblar a la derecha. Así, llegaría a la casa de Hoslowski después de recorrer unos ochocientos metros más. La carretera era mala y estaba mal cuidada. Al cabo de cien metros, Wallander se detuvo y dio marcha atrás. Tenía miedo de quedarse atascado. Dejó el coche y echó a andar. Se oía el murmullo de los árboles, muy pegados a lo largo del estrecho camino forestal. Andaba deprisa para mantener el calor.
La casa estaba al borde del camino. Era una vieja cabaña de aparceros. La explanada del patio estaba llena de coches para desguazar. Un gallo solitario le contempló desde un tocón. Había luz en una ventana. Wallander vio que era una lámpara de queroseno. Dudó de si debería aplazar la visita hasta el día siguiente. Pero había hecho un viaje largo y la investigación exigía que no dejara escapar el tiempo. Avanzó hasta la puerta. El gallo seguía inmóvil en el tocón. Wallander llamó a la puerta. Al cabo de un momento se oyó un ruido y se abrió la puerta. El hombre que estaba allí en la penumbra era más joven de lo que Wallander se había imaginado, tendría apenas cuarenta años. Wallander se presentó.
—Jacob Hoslowski —contestó el hombre.
Wallander detectó un ligero, casi imperceptible, acento extranjero en su voz. El hombre estaba sucio. Olía mal. El pelo y la barba, muy largos, aparecían enmarañados y descuidados. Wallander empezó a respirar por la boca.
—¿Puedo molestarle unos minutos? Soy policía y vengo desde Ystad.
Hoslowski sonrió y se hizo a un lado.
—Pase. Siempre recibo a quienes llaman a mi puerta.
Wallander entró en el oscuro zaguán y estuvo a punto de tropezar con un gato. Luego descubrió que toda la casa estaba llena de gatos. Nunca en su vida había visto tantos gatos juntos. Eso le recordó el Foro Romano, aunque a diferencia de Roma, el tufo en la cabaña era horroroso. Wallander abrió la boca de par en par para poder respirar. Luego siguió a Hoslowski a la mayor de las dos habitaciones que tenía la casa. Casi no había muebles. Sólo colchones y almohadas, montones de libros, y una lámpara de queroseno en un taburete. Y gatos. Por todas partes. Wallander experimentó la desagradable sensación de que todos tenían sus acechantes ojos clavados en él y que podían echársele encima en el momento menos pensado.
—Raras veces se entra en una casa sin electricidad —dijo Wallander.
—Yo vivo fuera del tiempo —contestó Hoslowski con sencillez—. En mi próxima vida renaceré en forma de gato.
Wallander asintió con la cabeza.
—Entiendo —dijo sin mucha convicción—. Si no estoy equivocado ya vivías aquí hace diez años, ¿verdad?
—He vivido aquí desde que abandoné el tiempo.
Wallander se dio cuenta de lo dudosa que era su pregunta. A pesar de todo, la hizo.
—¿Cuánto hace que abandonaste el tiempo?
—Hace muchísimo.
Wallander sospechó que ésa era la respuesta más exhaustiva que podía esperar. Con cierta aprensión se dejó caer en uno de los cojines deseando que no estuviera lleno de orines de gato.
—Hace diez años se ahogó una mujer que iba por el hielo en el lago Stångsjön, aquí al lado —siguió diciendo—. Como seguramente no es muy corriente que ocurran accidentes de esa clase, tal vez te acuerdes del suceso. Pese a que, como dices, vives fuera del tiempo.
Wallander notó que Hoslowski —que o estaba loco o perturbado por una especie de confusas ideas proféticas— reaccionó positivamente a su aceptación de la idea de una existencia fuera del tiempo.
—Fue un domingo de invierno, hace diez años —precisó Wallander—. Según tengo entendido, el marido vino aquí a pedir ayuda. Hoslowski asintió con la cabeza. Se acordaba.
—Vino un hombre y llamó a la puerta. Quería que le dejara hablar por teléfono.
Wallander miró a su alrededor en la habitación.
—Pero tú no tienes teléfono.
—¿Con quién iba a hablar?
Wallander asintió.
—¿Qué pasó entonces?
—Le mostré dónde vivía mi vecino más próximo. Allí sí hay teléfono.
—¿Le acompañaste hasta allí?
—No. Yo fui al lago a ver si podía sacarla.
Wallander se detuvo y dio un paso atrás.
—El hombre que llamó a la puerta… supongo que estaba muy alterado, ¿no?
—Tal vez.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Yo le recuerdo sereno, de una manera que uno tal vez no se espera.
—¿Te fijaste en alguna otra cosa?
—No me acuerdo. Eso ocurría en otra dimensión cósmica que ha cambiado muchas veces desde entonces.
—Sigamos. Fuiste al lago. ¿Qué pasó allí?
—El hielo estaba muy brillante. Vi el agujero. Fui hasta allí. Pero no vi nada allí abajo en el agua.
—Dices que fuiste allí. ¿No tenías miedo de que el hielo se rompiera?
—Sé dónde aguanta. Además me puedo volver ingrávido si hace falta.
«No se puede entrar en razones con un loco», pensó Wallander con resignación. Pero siguió preguntando.
—¿Puedes describirme el agujero?
—Seguramente lo hizo un pescador de anzuelo. Quizá volvió a helarse luego. Pero el hielo no había tenido tiempo de engrosar.
Wallander reflexionó.
—¿No son más pequeños los agujeros que hacen los pescadores?
—Éste era casi cuadrado. A lo mejor lo habían serrado.
—¿Suele haber pescadores de anzuelo en Stångsjön?
—El lago tiene muchos peces. Yo suelo pescar allí. Aunque no en invierno.
—¿Qué pasó luego? Tú estabas junto al agujero. No veías nada. ¿Qué hiciste entonces?
—Me quité la ropa y me metí en el agua.
Wallander le miró fijamente.
—¿Cómo diablos se te ocurrió semejante cosa?
—Pensé que podría tocarla con los pies.
—Pero podías haberte congelado.
—Yo puedo hacerme insensible tanto al frío como al calor intensos, si es necesario.
Wallander pensó que debía haber previsto la respuesta.
—Pero ¿no la encontraste?
—No. Me subí al hielo otra vez y me vestí. Al poco rato llegó gente corriendo. Un coche con escaleras de mano. Yo me marché de allí.
Wallander empezó a levantarse trabajosamente del incómodo cojín. El hedor de la habitación era insoportable. No tenía más preguntas y no quería quedarse más de lo indispensable. Al mismo tiempo no podía dejar de reconocer que Jacob Hoslowski había sido muy complaciente y afable.
Hoslowski le acompañó hasta el patio.
—Luego la sacaron —añadió—. Mi vecino suele pararse a contarme lo que él piensa que debo saber del entorno. Es un hombre muy amable. Piensa, entre otras cosas, que debo saber todo lo que pasa en la asociación de tiro del pueblo. Lo que ocurre en otros lugares del mundo, lo considera menos importante. Por eso sé muy poco de lo que pasa. Tal vez puedo permitirme hacerle a usted una pregunta: ¿tiene lugar, en la actualidad, alguna guerra de cierta envergadura?
—Ninguna grande —contestó Wallander—. Pero sí muchas pequeñas.
Hoslowski asintió con la cabeza. Luego señaló con el dedo.
—Mi vecino vive muy cerca. No se ve la casa. Son, tal vez, trescientos metros. Las distancias telúricas son difíciles de calcular.
Wallander le dio las gracias y se marchó. Ahora estaba todo muy oscuro. Había cogido la linterna y fue alumbrando el camino. Brillaban luces entre los árboles. Pensó en Jacob Hoslowski y en todos sus gatos.
La casa a la que llegó parecía de construcción relativamente reciente. Delante de ella había un coche cubierto, con un rótulo escrito en uno de los lados: SERVICIO DE FONTANERIA. Wallander llamó al timbre. Un hombre, descalzo y en camiseta, abrió la puerta. Tiró de ella como si Wallander fuera el último de una inacabable serie de personas que hubieran ido a molestarle. Pero su cara era franca y amable. Al fondo se oían voces de niños. Wallander explicó concisamente quién era.
—¿Fue Hoslowski quien te mandó aquí? —dijo el hombre sonriendo.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el olor. Pero pasa. Siempre se puede abrir la ventana.
Wallander siguió al fornido hombre hasta la cocina. Los gritos de los niños venían del piso superior. Además, había una televisión encendida en algún sitio. El hombre dijo llamarse Rune Nilsson y ser fontanero de profesión. Wallander rechazó agradecido la invitación a tomar café y le explicó lo que le había llevado allí.
—Uno no olvida una cosa así —dijo cuando Wallander terminó de hablar—. Yo estaba soltero entonces. Aquí había una casa antigua que eché abajo cuando levanté la nueva. ¿Es posible que hayan pasado diez años?
—Son casi exactamente diez años.
—El marido vino y llamó a la puerta. Era en pleno día.
—¿Qué impresión daba?
—Estaba alterado. Pero sereno. Llamó a urgencias. Mientras tanto, yo me vestí. Luego nos fuimos. Cogimos un atajo por mitad del bosque. Yo pescaba bastante por entonces.
—¿Daba él todo el tiempo impresión de serenidad? ¿Qué decía? ¿Cómo explicó el accidente?
—Dijo que ella se había hundido. Que el hielo había cedido.
—Pero el hielo era bastante grueso.
—No se sabe nunca con el hielo. Puede haber grietas invisibles o partes débiles. Aunque un poco raro sí fue.
—Jacob Hoslowski dijo que el agujero era cuadrado. Que podía haber sido serrado.
—No me acuerdo de si era cuadrado o no. Pero grande sí que era.
—Pero el hielo alrededor era fuerte. Tú, que eres un hombre corpulento, no tuviste miedo de andar encima de él.
Rune Nilsson asintió.
—Después pensé en ello bastante —dijo—. Resultaba raro, un agujero que se abría y la mujer que desaparecía. ¿Por qué no consiguió sacarla?
—¿Cuál fue su explicación?
—Que lo había intentado. Pero que había desaparecido muy rápidamente. Absorbida bajo el hielo.
—¿Fue así?
—La encontraron a unos metros del agujero. Justo debajo del hielo. No se había hundido. Yo estaba allí cuando la sacaron. Eso no lo olvidaré. Nunca pude comprender que pudiera haber pesado tanto.
Wallander le miró inquisitivo.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Con que «pudiera haber pesado tanto»?
—Yo conocía a Nygren, que era policía por entonces. Ya ha muerto. Afirmó en una ocasión que el marido había dicho que ella pesaba casi ochenta kilos. Eso explicaría que el hielo se hubiese roto. Yo no lo entendí nunca. Pero supongo que siempre se le anda dando vueltas a los accidentes. A lo que pasó. A cómo hubiera podido evitarse.
—Seguramente es verdad —dijo Wallander levantándose—. Gracias por haberme atendido. Me gustaría que mañana me enseñaras el sitio donde ocurrió.
—¿Saldremos al agua?
Wallander sonrió.
—No es necesario. Pero tal vez Jacob Hoslowski tenga esa facultad. Rune Nilsson sacudió la cabeza.
—Es una buena persona. Él, y todos sus gatos. Pero está como una cabra.
Wallander regresó por el camino forestal. La lámpara de queroseno lucía en la ventana de Hoslowski. Rune Nilsson prometió estar en casa a las ocho de la mañana del día siguiente. Wallander puso en marcha el coche y emprendió el regreso a Ålmhult. Ahora, el ruido extraño del motor había desaparecido. Tenía hambre. Podía ser conveniente proponerle a Bo Runfeldt que cenaran juntos. A Wallander ya no le parecía haber hecho el viaje sin necesidad.
Pero cuando llegó al hotel, tenía una nota esperándole en la recepción. Bo Runfeldt había alquilado un coche y se había ido a Växjö. Tenía amigos allí y pensaba pasar la noche con ellos. Prometía estar de vuelta en Ålmhult al día siguiente temprano. Wallander sintió una fugaz irritación ante la decisión tomada por Bo Runfeldt. Podría haber ocurrido que Wallander hubiera tenido necesidad de él durante la noche. Runfeldt había dejado un número de teléfono de Växjö, pero Wallander no tenía ningún motivo para llamarle. También era un alivio poder disponer de toda la noche para sí mismo. En su habitación, se duchó y pensó que no tenía ni siquiera un cepillo de dientes. Se vistió y fue en busca de una tienda que estuviera abierta por las noches para comprar lo que necesitaba. Luego cenó en una pizzería que encontró en el camino. Pensaba una y otra vez en el accidente. Tenía la impresión de que poco a poco estaba consiguiendo construir una imagen. Después de cenar, regresó al hotel. Poco antes de las nueve llamó a Ann-Britt Höglund a su casa. Confiaba en que sus hijos ya estuvieran durmiendo. Cuando contestó, le contó en pocas palabras lo que había sucedido. Quería saber si habían logrado localizar a esa señora Svensson de la que se suponía que había sido la última clienta de Gösta Runfeldt.