—¿Cómo sabes tú todo esto? —preguntó Wallander.
—En un lugar pequeño se saben muchas cosas, se quiera o no se quiera. No se puede evitar.
—¿Qué pasó luego?
—Desapareció.
—¿Desapareció?
—¿Cómo se dice eso? Se esfumó. Ya no estaba.
Wallander no estaba seguro de haber entendido bien.
—¿Se fue de aquí?
—Ella viajaba bastante. Pero siempre regresaba. Cuando desapareció, estaba aquí. Había dado un paseo por el pueblo, una tarde de octubre. Salía con frecuencia a pasear. Después de aquel día, nadie volvió a verla nunca. Se escribió mucho sobre ello entonces. No había hecho las maletas. La gente empezó a preocuparse cuando dejó de acudir a la hospedería. Fueron a su casa y no estaba. Empezaron a buscar, pero no apareció. Hace alrededor de veinticinco años de esto. Nunca se ha encontrado nada. Pero rumores, ha habido. Que la han visto en América del Sur o en Alingsås. O como un fantasma en el bosque, cerca de Rätansbyn.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Wallander.
—Krista. Haberman de apellido.
Wallander recordaba el caso. Se habían hecho muchas cábalas. «La hermosa polaca», creía recordar vagamente que decía un titular de periódico.
Wallander reflexionó.
—Así que ella se carteaba con otros ornitólogos. Y ¿les visitaba a veces también?
—Sí.
—¿Se conserva esa correspondencia?
—Fue declarada muerta hace bastantes años. De repente se presentó un pariente de Polonia con reclamaciones. Sus pertenencias desaparecieron. Y más adelante se echó abajo la casa para construir un edificio nuevo.
Wallander asintió. Habría sido mucho pedir que se conservaran las cartas y las postales.
—Me acuerdo de todo esto vagamente —dijo—. Pero ¿no hubo nunca sospechas en alguna dirección?, ¿sospechas de que se suicidara o fuera objeto de un delito?
—Hubo, naturalmente, muchos rumores. Y creo que los policías que lo investigaron hicieron un buen trabajo. Era gente de por aquí que sabía distinguir la palabrería de las palabras con sentido. Se hablaba de coches misteriosos. De que recibía visitas secretas por las noches. Nadie sabía tampoco a qué se dedicaba cuando salía de viaje. Nunca pudo saberse con exactitud. Desapareció. Y sigue desaparecida. Si vive, es ahora veinticinco años más vieja. Todos envejecemos. También los desaparecidos.
«Ahora vuelve a ocurrir», pensó Wallander. «Algo del pasado vuelve. Vengo aquí para intentar enterarme de por qué ha testado dinero Holger Eriksson a la iglesia de Svenstavik. A esa pregunta no obtengo respuesta. Pero en cambio me informan de que aquí también ha habido un ornitólogo, una mujer que ha desaparecido hace más de veinticinco años. La cuestión es si, a pesar de todo, no habré obtenido respuesta a mi pregunta. Aunque yo no lo entienda en absoluto o no me dé cuenta de lo que significa».
—El material de la documentación debe de estar en Östersund —dijo Melander—. Seguramente pesa muchos kilos.
Abandonaron la iglesia. Wallander contempló un pájaro que se había posado en el muro del cementerio.
—¿Has oído hablar de un pájaro que se llama pico mediano? —preguntó.
—Es una variedad de los carpinteros —dijo Melander—. El nombre lo dice. Pero ¿no se ha extinguido? ¿Por lo menos en Suecia?
—Está camino de extinguirse —dijo Wallander—. Aquí en el país no se ha visto uno desde hace quince años.
—Yo tal vez lo haya visto alguna vez —dijo Melander no muy seguro—. Pero los carpinteros son raros en estos tiempos. Con las áreas taladas han desaparecido los árboles viejos. Era en ellos donde solían vivir. Y en los postes de teléfono, claro.
Habían regresado al centro comercial y estaban parados junto al coche de Wallander. Eran las dos y media.
—¿Sigues viaje? —preguntó Melander—. ¿O vuelves a Escania?
—Voy a Gävle —contestó Wallander—. ¿Cuánto se tarda? ¿Tres, cuatro horas?
—Cinco, más bien. No hay nada de nieve y no se patina. Las carreteras son buenas. Pero se tardará eso. Son casi cuatrocientos kilómetros.
—Agradezco mucho tu ayuda. Y la comida estaba riquísima.
—Pero te vas sin las respuestas que viniste a buscar.
—A lo mejor no. Ya veremos.
—Era un policía entrado en años el que trabajó con la desaparición de Krista Haberman —dijo Melander—. Empezó a trabajar como policía cuando ya era mayor. Y siguió hasta la jubilación. Dicen que fue de eso de lo último que habló en su lecho de muerte. De lo ocurrido con ella. Nunca pudo quitárselo de la cabeza.
—Ése es el peligro.
Se despidieron.
—Si bajas al sur, tienes que venir a verme.
Melander sonrió. La pipa se había apagado.
—Mis caminos van más hacia arriba. Pero nunca se sabe.
—Te agradecería que me tuvieras informado —pidió Wallander finalmente—. Si pasa algo. Alguna cosa que explique por qué donó dinero a la iglesia Holger Eriksson.
—Es muy extraño. Si hubiera visto la iglesia, se podría comprender. Porque es muy hermosa.
—Tienes razón —contestó Wallander—. Si hubiera estado aquí, se comprendería.
—Quizá pasara por aquí alguna vez. Sin que nadie lo supiera.
—O lo supiera sólo alguna persona —contestó Wallander.
Melander le miró con atención.
—Estás pensando en algo.
—Sí —respondió Wallander—. Pero no sé qué significa.
Se estrecharon la mano. Wallander se sentó en el coche y arrancó. En el retrovisor vio a Melander de pie, mirándole.
Atravesó bosques interminables. Cuando llegó a Gävle ya era de noche. Buscó el hotel que le había dicho Svedberg. Cuando preguntó en la recepción, le dijeron que Linda ya había llegado.
Encontraron un pequeño restaurante, tranquilo, sin ruido, no muy lleno a pesar de que era sábado. Al ver que Linda había acudido y que los dos se encontraban en ese lugar, desconocido para ambos, Wallander decidió, de manera totalmente imprevista, contarle los planes que tenía para el futuro.
Pero primero hablaron, claro está, de su padre y abuelo, que ya no existía.
—Pensé muchas veces en la buena relación que teníais —dijo Wallander—. A lo mejor es que me daba envidia. Os veía a los dos juntos y recordaba algo de mi propia infancia y juventud que después desapareció por completo.
—A lo mejor es bueno que haya una generación en medio —repuso Linda—. No es raro que abuelos y nietos se lleven mejor que padres e hijos.
—Y tú ¿cómo sabes eso?
—Lo veo por mí. Y tengo amigos que dicen lo mismo.
—Sin embargo, siempre he tenido la sensación de que no era necesario. No he entendido nunca por qué no fue capaz de aceptar que fuera policía. Si al menos me lo hubiera explicado. O me hubiera dado una alternativa. Pero no lo hizo.
—Abuelo era muy especial. Y tenía genio. Pero ¿tú qué dirías si yo, de repente, fuera y te dijera, completamente en serio, que pensaba hacerme policía?
Wallander se echó a reír.
—No sé, francamente, lo que me parecería. Alguna vez hemos rozado el tema.
Después de cenar, regresaron al hotel. En un termómetro colocado en la pared de una ferretería Wallander vio que la temperatura era de dos grados bajo cero. Se sentaron en el salón del hotel. No había muchos huéspedes, de modo que estaban solos. Wallander le preguntó con prudencia cómo iban sus aspiraciones teatrales. Se dio cuenta enseguida de que prefería no hablar de ello. En todo caso, no en ese momento. Dejó caer la pregunta, pero se sintió preocupado. En el curso de unos años, Linda había cambiado de rumbo y de intereses en varias ocasiones. Lo que desconcertaba a Wallander era que los cambios sobrevenían muy deprisa y daban la impresión de estar poco meditados.
Ella se sirvió té de un termo y preguntó de repente por qué era tan difícil vivir en Suecia.
—A veces he pensado que es debido a que hemos dejado de zurcir los calcetines —dijo Wallander.
Ella le miró inquisitivamente.
—Lo digo en serio —siguió él—. Cuando yo era pequeño, Suecia era todavía un país en el que uno zurcía sus calcetines. Yo aprendí incluso en la escuela cómo se hacía. Luego un día, de pronto, se terminó. Los calcetines rotos se tiraban. Nadie remendaba ya sus viejos calcetines. Toda la sociedad se transformó. Gastar y tirar fue la única regla que abarcaba de verdad a todo el mundo. Seguro que había quienes se empecinaban en remendar sus calcetines. Pero a ésos ni se les veía ni se les oía. Mientras este cambio se limitó sólo a los calcetines, quizá no tuviera mucha importancia. Pero se fue extendiendo. Al final se convirtió en una especie de moral, invisible, pero siempre presente. Yo creo que eso cambió nuestro concepto de lo bueno y lo malo, de lo que se podía y lo que no se podía hacer a otras personas. Todo se ha vuelto mucho más duro. Hay cada vez más personas, especialmente jóvenes como tú, que se sienten innecesarias o incluso indeseadas en su propio país. Y ¿cómo reaccionan? Pues con agresividad y desprecio. Lo más terrible es que, además, creo que estamos sólo al principio de algo que va a empeorar todavía más. Está creciendo una generación ahora, los que son más jóvenes que tú, que van a reaccionar con más violencia aún. Y ellos no tienen el menor recuerdo de que, en realidad, hubo un tiempo en el que uno se remendaba los calcetines. Un tiempo en el que no se usaban y tiraban ni los calcetines ni las personas.
A Wallander no se le ocurría nada más que decir, a pesar de que veía que ella esperaba una continuación.
—A lo mejor no me expreso con claridad.
—No. Pero creo que me doy cuenta de lo que quieres decir.
—También puede ser que esté completamente equivocado. Quizá todas las épocas se han considerado peores que las precedentes.
—Al abuelo nunca le oí decir nada de eso.
Wallander sacudió la cabeza.
—Él debió de vivir muy metido en su propio mundo. Dedicado a pintar sus cuadros, en los que podía decidir el curso del sol. Colocado siempre en el mismo sitio, encima del tocón, con o sin urogallo, durante casi cincuenta años. A veces pienso que no sabía lo que pasaba fuera de la casa donde vivía. Había levantado un invisible muro de trementina a su alrededor.
—Te equivocas —dijo ella—. Sabía mucho.
—En ese caso, a mí me lo ocultaba.
—Incluso escribía poemas de vez en cuando.
Wallander la miró con incredulidad.
—¿Qué escribía poemas?
—Una vez me enseñó algunos. A lo mejor los quemó luego. Pero sí, escribía poemas.
—¿Y tú? —preguntó Wallander.
—Tal vez —contestó ella—. No sé si son poemas. Pero escribo a veces. Para mí misma. ¿Tú no?
—No. Nunca. Yo vivo en un mundo de informes policiales mal redactados y dictámenes forenses muy desagradablemente detallados. Por no hablar de todas las circulares que nos manda la jefatura de Policía.
Ella cambió de tema con tal rapidez que él pensó que lo tenía muy bien preparado.
—¿Qué tal Baiba?
—Baiba está bien. Qué tal nosotros, no lo sé. Pero espero que venga. Espero que quiera vivir aquí.
—¿Qué va a hacer en Suecia?
—Vivir conmigo —contestó Wallander sorprendido.
Linda sacudió lentamente la cabeza.
—¿Por qué no iba a hacerlo? —preguntó él.
—No te enfades —dijo ella—. Pero espero que comprendas que eres una persona difícil para convivir.
—¿Por qué iba a serlo?
—Piensa en mamá. ¿Por qué piensas que ella quiso vivir otra vida?
Wallander no contestó. De una manera vaga se sentía objeto de una injusticia.
—Te has enfadado —dijo ella.
—No —contestó él—. Enfadado no.
—Entonces, ¿qué?
—No sé. Debe de ser cansancio.
Ella abandonó la butaca y fue a sentarse a su lado en el sofá.
—No se trata de que no te quiera —dijo ella—. Se trata únicamente de que estoy empezando a ser mayor. Nuestras conversaciones van a ser diferentes.
Él asintió.
—Tal vez es que no me he acostumbrado todavía. Será eso.
Cuando la conversación se agotó vieron una película en la televisión. Linda tenía que regresar a Estocolmo temprano al día siguiente. Pero Wallander pensaba que acababa de vislumbrar cómo iba a ser el futuro. Se verían cuando ambos tuvieran tiempo. En lo sucesivo, además, ella siempre iba a decirle lo que realmente pensaba.
Poco antes de la una se separaron en el pasillo.
Wallander estuvo mucho rato despierto tratando de saber si había perdido o ganado algo. La niña había desaparecido. Linda ya era adulta.
Se reunieron en el comedor a las siete.
Luego él la acompañó a lo largo del breve trayecto hasta la estación. Cuando estaban en el andén esperando el tren, que venía con unos minutos de retraso, ella se echó a llorar de improviso. Wallander se quedó de piedra. Segundos antes no había dado la menor muestra de emoción.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo?
—Echo de menos al abuelo —contestó ella—. Sueño con él todas las noches.
Wallander la abrazó.
—También yo.
Llegó el tren. Esperó en el andén hasta que hubo partido. La soledad en la estación fue muy grande. Se sintió por un instante como una persona olvidada o perdida, totalmente inerme.
Se preguntó si iba a tener fuerzas.
Cuando Wallander regresó al hotel tenía un mensaje esperándole. Era de Robert Melander, desde Svenstavik. Fue a su habitación y marcó el número. Contestó la mujer de Melander. Wallander se presentó y aprovechó la circunstancia para agradecerle la sabrosa comida del día anterior. Luego se puso Melander.
—Me fue imposible dejar de seguir pensando ayer tarde —dijo éste—. En unas cosas y otras. Telefoneé también al antiguo jefe de Correos. Se llama Ture Emmanuelsson. Me confirmó que Krista Haberman había recibido muchas postales de Escania. De Falsterbo, creía recordar. No sé si tendrá importancia. Pero quería ponerlo en tu conocimiento, de todas maneras. Recibía mucho correo sobre pájaros.
—¿Cómo has sabido en qué hotel me alojo?
—Llamé a la policía de Ystad y pregunté —contestó Melander—. Así de fácil.
—Skanör y Falsterbo son conocidos lugares de encuentro para los observadores de pájaros —dijo Wallander—. Es la única explicación lógica de por qué recibía tantas postales de allí. Gracias por haberte molestado en llamarme.
—Es que uno empieza a reflexionar —dijo Melander—. Y a pensar en por qué ese vendedor de coches lega dinero a nuestra iglesia.
—Tarde o temprano encontraremos la respuesta. Pero puede llevar tiempo. Gracias, de todas maneras, por llamar.