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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (36 page)

BOOK: La quinta mujer
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—No. Le pagué a su cuenta postal.

—¿Qué impresión tenías de él?

—Era muy amable. Le gustaban mucho las orquídeas. Creo que nos entendimos bien porque parecía ser tan reservado como yo.

Wallander reflexionó.

—Tengo sólo una pregunta más —dijo luego—. ¿Puedes imaginarte algún motivo por el que haya sido asesinado? ¿Alguna cosa que dijera o hiciera? ¿Algo que hayas notado?

—No —contestó ella—. Nada. Y la verdad es que he pensado mucho en ello.

Wallander miró a sus colegas y se levantó.

—Entonces no vamos a molestar más. Y nada de esto saldrá de aquí, puedes estar segura.

—Se lo agradezco de veras —dijo ella—. No quisiera perder a mis clientes.

Se despidieron en la puerta. Ella la cerró antes de que llegaran a la calle.

—¿Qué quiso decir con eso? —preguntó Wallander—. ¿Con lo de perder a sus clientes?

—La gente en los pueblos es conservadora —contestó Ann-Britt Höglund—. Una mujer lesbiana sigue siendo algo indecente para muchas personas. Me parece que tiene toda la razón del mundo en no querer que se sepa.

Se sentaron en el coche. Wallander pensó que no tardaría mucho en llover.

—¿Qué conclusiones podemos extraer?

Wallander sabía que sólo había una respuesta.

—No nos lleva hacia delante ni hacia atrás —afirmó—. La verdad de estas dos investigaciones criminales es muy sencilla. No sabemos nada con seguridad. Tenemos una serie de cabos sueltos. Pero ni una sola pista fiable que seguir. No tenemos nada.

Se quedaron en silencio, sentados en el coche. Wallander se sintió por un momento culpable. Como si hubiese clavado un cuchillo por la espalda a toda la investigación. Pero, con todo, sabía que lo que había dicho era verdad.

No tenían nada a lo que agarrarse.

Absolutamente nada.

21

Aquella noche Wallander tuvo un sueño.

Había regresado a Roma. Iba por una calle con su padre, el verano había pasado de repente, era otoño, otoño romano. Estaban hablando de algo, no recordaba de qué. De repente el padre desaparecía.

Había ocurrido muy rápidamente. En un momento determinado estaba junto a él, y al siguiente ya se había ido, tragado por la multitud de gente de la calle.

Despertó de aquel sueño con un sobresalto. En la calma de la noche, el sueño había resultado transparente y claro. El dolor por su padre, por no haber podido terminar nunca la conversación que habían empezado. Por su padre, que estaba muerto, no podía dolerse. Pero sí por sí mismo, que quedaba vivo.

Luego, ya no consiguió dormirse otra vez. Además, tenía que levantarse pronto.

Cuando la noche anterior regresaron a la comisaría, después de la visita a Maria Svensson en Sövestad, había un recado de que Wallander tenía plaza reservada a las siete de la mañana del día siguiente, desde el aeropuerto de Sturup con llegada a Östersund a las nueve y cuarto, después de cambiar en el aeropuerto de Arlanda, en Estocolmo. Repasó el itinerario y vio que podía elegir entre pasar la noche del sábado en Svenstavik o en Gävle. Había un coche esperándole en el aeropuerto de la isla de Frösön. Quedaba a su elección decidir dónde pasaba la noche. Miró el mapa de Suecia que colgaba de la pared, junto al mapa ampliado de Escania. Eso le dio una idea. Fue a su despacho y llamó a Linda. Por primera vez le salió un contestador automático. Le dejó grabada la pregunta: ¿podía tomar ella el tren a Gävle, un viaje de apenas dos horas, y pasar allí la noche? Luego fue en busca de Svedberg, al que finalmente encontró en el gimnasio de la planta baja. Svedberg solía darse una sauna, completamente solo, los viernes por la noche. Wallander le pidió que le hiciera el favor de reservar dos habitaciones en un buen hotel, en Gävle, para la noche del sábado. Le podía localizar al día siguiente en el móvil.

Luego se fue a casa. Y cuando se durmió le sobrevino el sueño del paseo por la calle en una Roma otoñal.

A las seis le estaba esperando el taxi. Recogió sus pasajes en Sturup. Como era sábado por la mañana, el avión a Estocolmo iba medio vacío. A su vez, el avión a Östersund salió puntualmente. Wallander no había estado nunca en Östersund. Sus visitas a la parte del país situada al norte de Estocolmo habían sido muy escasas. Sintió que se alegraba del viaje. Le daba, entre otras cosas, cierta distancia respecto al sueño que había tenido por la noche.

La mañana era fría en el aeropuerto de Östersund. El piloto había anunciado que estaban a un grado sobre cero. Mientras caminaba hacia el edificio del aeropuerto, pensó que el frío se sentía de otra manera. Y tampoco olía a barro. Cruzó en el coche el puente desde Frösön y el paisaje le pareció hermoso. La ciudad se apoyaba blandamente en la pendiente del lago Storsjön. Encontró la carretera hacia el sur y experimentó una sensación liberadora, sentado en un coche ajeno y conduciendo por un paisaje desconocido.

A las once y media llegó a Svenstavik. Por el camino recibió recado de Svedberg de que debía ponerse en contacto con un hombre llamado Robert Melander. Era la persona de la oficina parroquial con la que había hablado el abogado Bjurman. Melander vivía en una casa roja situada junto al edificio del antiguo juzgado de Svenstavik, que ahora servía, entre otras cosas, como academia nocturna de la Federación Educativa Obrera. Wallander aparcó el coche delante del supermercado Ica, en pleno centro. Tardó un poco en darse cuenta de que el edificio del antiguo juzgado estaba al otro lado del centro comercial, de reciente construcción. Dejó el coche aparcado y fue hacia allí paseando.

Estaba nublado, pero no llovía. Entró en el jardín de la casa que se suponía que era la de Melander. Vio a un perro gris atado junto a una caseta. La puerta exterior estaba abierta.

Wallander llamó. No contestó nadie. De pronto le pareció oír ruido al otro lado de la casa. Dio la vuelta a la esquina de la cuidada casa de madera. La finca era grande. En ella había patatales y arbustos de grosella. Wallander se sorprendió de que hubiera grosella tan al norte. En la parte de atrás de la casa, vio a un hombre con botas cortando las ramas de un árbol caído. Al ver a Wallander, dejó inmediatamente lo que estaba haciendo y enderezó la espalda. El hombre era de la edad de Wallander. Sonrió y dejó a un lado la sierra.

—Sospecho que eres tú —dijo tendiéndole la mano—. El policía de Ystad.

Wallander pensó, al saludarle, que hablaba un dialecto muy expresivo.

—¿Cuándo saliste? —preguntó Melander—. ¿Ayer noche?

—A las siete salió el avión —contestó Wallander—. Esta mañana.

—Es asombroso que sea tan rápido —dijo Melander—. Yo estuve en Malmö en alguna ocasión, allá por los años sesenta. Se me metió en la cabeza que podía ser interesante moverse un poco. Y trabajo había en aquellos grandes astilleros.

—Los astilleros Kockum —dijo Wallander—. Pero ya apenas existen.

—Ya no existe nada —contestó Melander filosóficamente—. Por entonces, se tardaba cuatro días en bajar hasta allí en coche.

—Pero no te quedaste —dijo Wallander.

—No —contestó alegremente Melander—. Era bonito y estaba bien aquello. Pero no era lo mío. Si he de viajar algo en mi vida, será hacia arriba. No hacia abajo. No tenéis siquiera nieve, decía la gente.

—Ocurre alguna vez —contestó Wallander—. Y cuando nieva, nieva sin medida.

—Tenemos la comida esperándonos. Mi mujer trabaja en el centro de salud. Pero lo dejó todo preparado.

—Es muy bonito todo esto.

—Mucho —contestó Melander—. Y la belleza se conserva. Año tras año.

Se sentaron a la mesa de la cocina. Wallander comió bien. La comida era abundante y Melander, un buen narrador. Wallander creyó entender que combinaba un gran número de ocupaciones para juntar un dinero. Entre otras cosas, dirigía cursos de bailes regionales en el invierno. Cuando llegaron al café, Wallander empezó a hablar de lo que le había llevado hasta allí.

—Desde luego, fue una sorpresa también para nosotros —dijo Melander—. Cien mil coronas es mucho. Especialmente cuando es una donación de alguien desconocido.

—¿Así que nadie sabía quién era Holger Eriksson?

—Nadie. Era completamente desconocido. Un vendedor de coches de Escania asesinado. Muy raro. Todos los que tenemos algo que ver con la iglesia empezamos a preguntarnos unos a otros. Hicimos que saliera una nota en los periódicos con su nombre. Los periódicos publicaron que pedíamos información. Pero nadie dio noticias. Wallander se había acordado de coger una fotografía de Holger Eriksson, una que encontró en uno de sus cajones. Robert Melander estudió la foto mientras cebaba la pipa. La prendió sin dejar de mirarla. Wallander empezó a alimentar esperanzas, pero Melander movió la cabeza negativamente.

—El hombre sigue siendo desconocido —dijo—. Yo tengo buena memoria para las fisonomías. Pero nunca le he visto. A lo mejor hay alguien que reconozca su aspecto. Yo no.

—Quiero mencionarte dos nombres —dijo Wallander—. Uno es Gösta Runfeldt. ¿Te dice algo ese nombre?

Melander reflexionó. Pero no durante mucho tiempo.

—Runfeldt no es un nombre de por aquí —dijo—. Tampoco parece un nombre adoptado.

—Harald Berggren —dijo Wallander—. Otro nombre.

La pipa de Melander se había apagado. La dejó en la mesa.

—Tal vez —dijo—. Déjame hacer una llamada.

Había un teléfono en el ancho alféizar de la ventana. La excitación de Wallander iba en aumento. Lo que más deseaba era poder identificar al hombre que había escrito el diario del Congo.

Melander hablaba con un hombre llamado Nils.

—Tengo una visita de Escania —decía al teléfono—. Un hombre que se llama Kurt y que es policía. Pregunta por un tal Harald Berggren. Aquí en Svenstavik no tenemos a nadie vivo con ese nombre. Pero ¿no hay alguien enterrado en el cementerio que se llamaba así?

El ánimo de Wallander decayó. Pero no del todo. Incluso un Harald Berggren muerto podía ayudarles a avanzar.

Melander oyó la respuesta. Luego terminó preguntando cómo estaba un tal Artur, que había sufrido un accidente, y Wallander adivinó que su estado de salud era estacionario. Melander volvió a la mesa de la cocina.

—Nils Enman se ocupa del cementerio —dijo—. Y allí hay una lápida con el nombre de Harald Berggren. Pero Nils es joven y el que se encargaba antes del cementerio, ahora está enterrado allí. ¿Qué te parece si vamos a echar un vistazo?

Wallander se levantó. Melander se sorprendió de la rapidez.

—Alguien dijo una vez que la gente de Escania es cachazuda. Pero eso no se te puede aplicar a ti.

—Tengo mis malas costumbres —contestó Wallander.

Salieron a la clara atmósfera otoñal. Robert Melander saludaba a todos los que encontraban a su paso. Llegaron al cementerio.

—Parece que está hacia el lado del bosque —dijo Melander.

Wallander caminó entre las tumbas detrás de Melander y se acordó del sueño que había tenido durante la noche. Que su padre estuviera muerto le resultaba, de pronto, irreal. Era como si todavía no lo hubiera comprendido.

Melander se detuvo y apuntó con el dedo. La piedra era vertical y tenía una inscripción amarilla. Wallander leyó lo que ponía y se dio cuenta enseguida de que no le servía para nada. El hombre que se llamaba Harald Berggren había fallecido en 1949. Melander vio su reacción.

—¿No es él?

—No —contestó Wallander—. Seguro que no. El hombre que busco vivió, en todo caso, hasta 1963.

—El hombre que buscas —dijo Melander con curiosidad—. Un hombre al que busca la policía debe de haber cometido algún crimen, ¿no?

—No sé —dijo Wallander—. Es, además, demasiado complicado de explicar. Muchas veces la policía busca a personas que no han hecho nada ilegal.

—Así pues, has hecho el viaje en vano —dijo Melander—. Hemos recibido una donación de mucho dinero para la iglesia. Pero no sabemos por qué. Y tampoco sabemos quién es ese Eriksson.

—Tiene que haber una explicación —dijo Wallander.

—¿Quieres ver la iglesia? —preguntó Melander de repente, como si quisiera animar a Wallander. Éste asintió—. Es muy bonita. Yo me casé allí.

Subieron hacia el templo y entraron en él. Wallander se fijó en que la puerta no estaba cerrada con llave. La luz entraba por las vidrieras laterales.

—Sí es bonita, sí —afirmó Wallander.

—Pero muy religioso no creo yo que seas —comentó Melander sonriendo.

Wallander no contestó. Se sentó en uno de los bancos de madera. Melander se quedó de pie en el pasillo central. Wallander buscaba mentalmente un camino a seguir. Había una respuesta, de eso estaba seguro. Holger Eriksson jamás hubiera hecho una donación a la iglesia de Svenstavik sin tener una razón para ello. Una razón de peso.

—Holger Eriksson escribía versos —dijo Wallander—. Era lo que suele llamarse un poeta local.

—También tenemos aquí de ésos —dijo Melander—. Si he de ser franco, lo que escriben no siempre es bueno.

—Era además un estudioso de los pájaros —siguió diciendo Wallander—. Por las noches se dedicaba a otear aves que emigraban hacia el sur. No las veía. Pero sabía que estaban allí, encima de su cabeza. ¿Se podrá oír, quizás, el rumor de miles de alas?

—Conozco a algunos que tienen palomares —replicó—. Pero ornitólogo sólo hemos tenido uno.

—¿Cómo, tenido? —preguntó Wallander.

Melander se sentó en el banco, al otro lado del pasillo central.

—Fue una historia rara, aquélla. Una historia sin final. —Se echó a reír—. Casi como la tuya. Tu historia tampoco tiene final.

—Nosotros acabaremos por encontrar al asesino. Es lo que solemos hacer. Pero ¿de qué historia hablabas?

—A mediados de los años sesenta apareció por aquí una polaca. Nadie sabía muy bien de dónde venía. Pero trabajaba en la hospedería. Tenía una habitación alquilada. Vivía bastante aislada. Aunque aprendió a hablar sueco muy rápidamente, no debía de tener amigos. Luego se compró una casa por aquí. Yo era bastante joven por entonces. Tan joven que muchas veces pensaba que era guapa. Pero se mantenía muy al margen, y tenía mucho interés por los pájaros. En Correos decían que recibía cartas y tarjetas postales de toda Suecia. Había postales con informaciones sobre búhos anillados y sabe Dios cuántas cosas más. Y ella escribía también gran cantidad de postales y de cartas. Después del ayuntamiento, ella era la que más escribía. En la tienda tuvieron que encargar más postales para ella. El motivo le daba igual. Así que los de la tienda compraban las postales que se quedaban sin vender en otros sitios.

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