Wallander se quedó sentado una vez terminada la conversación. Todavía no eran las ocho. Pensó en el súbito ataque de desánimo que había vivido en la estación de ferrocarril, en la sensación de tener algo insuperable ante sí. Pensó también en la charla con Linda la víspera por la noche. Y pensó sobre todo en lo que Melander había dicho y en lo que tenía por delante. Estaba en Gävle porque tenía una misión. Faltaban seis horas para que saliera su avión. Dejaría el coche de alquiler en el aeropuerto de Arlanda. Fue a coger unos papeles que estaban en una funda de plástico en el maletín. Ann-Britt Höglund había escrito que podía empezar tomando contacto con un inspector de policía llamado Sten Wenngren. El domingo no se movería de casa y estaba avisado de que llamaría Wallander. Había escrito también el nombre de la persona que puso los anuncios en el periódico de los legionarios. Se llamaba Johan Ekberg y tenía una dirección en Brynäs. Wallander se acercó a la ventana. El tiempo era triste. Había empezado a llover, una fría lluvia de otoño. Wallander se preguntó si se transformaría en aguanieve y si el coche tendría neumáticos de invierno. Pero, sobre todo, pensó en qué era lo que estaba haciendo en realidad en Gävle. A cada paso que daba le parecía que se alejaba más de un centro que, ciertamente, le era desconocido, pero que, en todo caso, tenía que existir en una parte u otra.
La sensación de que había algo que no veía, de que había entendido o interpretado mal un trazo fundamental de la imagen del crimen, le invadió de nuevo junto a la ventana. La sensación desembocó en la eterna pregunta: ¿por qué ese alarde de brutalidad? ¿Qué era lo que el asesino quería contar?
El idioma del asesino. El código que aún no había conseguido desentrañar.
Sacudió la cabeza, bostezó y preparó la maleta. Como no sabía de qué hablar con Sten Wenngren, decidió ir directamente a ver a Johan Ekberg. Al menos, tal vez podría hacerse una idea del tenebroso mundo de soldados en venta al mejor postor. Recogió la maleta y salió de la habitación. Pagó la cuenta en la recepción y pidió que le explicaran cómo podía llegar a la calle Södra Fältskärsgatan, en Brynäs. Luego cogió el ascensor para ir al garaje subterráneo. Cuando se sentó en el coche le asaltó nuevamente el desánimo. Se quedó sentado sin arrancar. ¿Estaría poniéndose enfermo? Sin embargo, no se sentía mal, ni siquiera especialmente cansado.
Luego comprendió que aquello tenía que ver con su padre. Era una reacción por todo lo que había pasado. Tal vez una parte del duelo, de la necesidad de adaptarse a una nueva vida que había cambiado de forma dramática.
No había otra explicación. Linda tenía su forma de reaccionar. En cuanto a él, la muerte del padre le producía repetidos ataques de desánimo.
Puso en marcha el automóvil y salió del garaje. La recepcionista le había hecho una buena descripción del camino. A pesar de ello, Wallander se equivocó desde el principio. La ciudad estaba vacía, era domingo. Pronto tuvo la sensación de estar dando vueltas en un laberinto. Tardó veinte minutos en encontrar el camino. Eran ya las nueve y media. Se había parado delante de un edificio de viviendas en lo que pensó que era la parte antigua de Brynäs. Se preguntó distraídamente si los legionarios dormirían hasta muy tarde los domingos por la mañana. Y si Johan Ekberg sería mercenario. El que pusiera anuncios en
Terminator
no tenía por qué significar siquiera que hubiera hecho el servicio militar.
Sentado en el coche, contempló la casa. Llovía. Octubre era el mes de la desesperanza. Todo estaba gris. Los colores del otoño empalidecían.
Por un momento se sintió inclinado a mandar todo al infierno y largarse de allí. Lo mismo daría regresar a Escania y decirle a alguno de los demás que llamase a ese Johan Ekberg. O llamar él mismo. Si salía de Gävle ahora, tal vez podría coger un vuelo anterior para Sturup.
Pero, por descontado, no lo hizo. Wallander no había conseguido nunca vencer al simbólico sargento que llevaba en su interior y que vigilaba que hiciera lo que debía. Él no viajaba por cuenta de los contribuyentes para quedarse sentado en un coche mirando la lluvia. Salió del coche y cruzó la calle.
Johan Ekberg vivía en el piso más alto. No había ascensor. Desde el interior de un piso se oía música alegre de acordeón. Alguien cantaba. Wallander se detuvo a escuchar. Era un chotis finlandés. Sonrió para sus adentros. «Alguien que toca el acordeón no se pone a contemplar la melancolía de la lluvia hasta quedarse ciego», pensó mientras seguía subiendo.
La puerta de Johan Ekberg tenía listones de acero empotrados y cerradura de seguridad. Wallander llamó al timbre. Su instinto le dijo que alguien le miraba por el orificio de la mirilla. Volvió a llamar como para indicar que no pensaba ceder. La puerta se abrió. Tenía echada la cadena de seguridad. El vestíbulo estaba a oscuras. El hombre que se divisaba en el interior era muy alto.
—Busco a Johan Ekberg —dijo Wallander—. Soy policía de la brigada criminal de Ystad. Necesito hablar contigo, si es que eres Ekberg. No eres sospechoso de nada. Necesito solamente unas informaciones.
La voz que le contestó era aguda, casi estridente.
—Yo no hablo con policías. Sean de Gävle o de cualquier otro sitio.
El desánimo que sentía desapareció como por ensalmo. Wallander reaccionó inmediatamente ante la actitud de rechazo del hombre. No había viajado hasta allí para dejar que le pararan los pies ya en la puerta. Sacó su placa de policía y la sostuvo en alto.
—Estoy investigando dos asesinatos en Escania —dijo—. Seguramente has leído algo en los periódicos. No he venido hasta aquí para quedarme delante de la puerta discutiendo. Tienes todo el derecho a no permitirme la entrada, pero volveré. Y entonces tendrás que acompañarme a la comisaría aquí en Gävle. Puedes elegir lo que te convenga.
—¿Qué es lo que quieres saber?
—O me dejas entrar o sales aquí. No estoy dispuesto a hablar por la rendija de la puerta.
La puerta se cerró y volvió a abrirse. La cadena de seguridad estaba suelta. Una fuerte lámpara se encendió en el vestíbulo y sorprendió a Wallander. Estaba montada con toda intención para que le diera al visitante directamente en los ojos. Wallander siguió al hombre, cuyo rostro aún no había visto. Entraron en un cuarto de estar. Las cortinas estaban echadas, las lámparas encendidas. Wallander se detuvo en la puerta. Era como entrar en un tiempo pasado. La habitación parecía un vestigio de los años cincuenta. Junto a una pared había una máquina tocadiscos. Los centelleantes colores de neón danzaban en el interior de la tapa de plástico. Una Wurlitzer. En las paredes, carteles de cine; en uno de ellos se vislumbraba a James Dean, pero por lo demás los motivos eran casi todos de películas de guerra.
Men in action
. Soldados de la Marina norteamericana luchando en playas japonesas. También había armas. Bayonetas, espadas, pistolas antiguas. Y un tresillo de cuero negro.
Johan Ekberg le estaba mirando. Tenía el pelo muy corto y podía haber salido de alguno de los carteles que colgaban de las paredes. Llevaba unos pantalones cortos de color caqui y una camiseta blanca. En los brazos, tatuajes. Voluminosos músculos. Wallander se dio cuenta de que tenía delante a un culturista. Los ojos de Ekberg estaban en guardia.
—¿Qué es lo que quieres?
Wallander señaló interrogante uno de los asientos. El hombre asintió con la cabeza. Wallander se sentó, Ekberg permaneció de pie. Wallander se preguntó si Ekberg habría nacido siquiera cuando Harald Berggren libraba su repugnante guerra en el Congo.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—¿Has venido desde Escania para preguntarme eso?
Wallander notó que el hombre le producía irritación. No hizo el menor esfuerzo para ocultarlo.
—Entre otras muchas cosas —dijo—. Si no contestas a mis preguntas lo dejamos aquí y ahora. Y vendrán a buscarte para ir a comisaría.
—¿Soy sospechoso de haber cometido algún delito?
—¿Lo has cometido? —le espetó Wallander pensando que se estaba saltando todas las reglas acerca de cómo debía desempeñar su oficio.
—No —contestó el hombre.
—Entonces, empecemos de nuevo. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta y dos.
Wallander estaba en lo cierto. Cuando Ekberg nació, ya hacía un año que Hammarskjöld había muerto en el accidente de avión en las afueras de Ndola.
—He venido a hablar contigo de mercenarios suecos. El que esté aquí se debe a que has colgado tu letrero abiertamente. Te anuncias en
Terminator
.
—No creo que eso sea ilegal. También lo hago en
Combat Survival
y en
Soldier of Fortune
.
—Tampoco he dicho que lo sea. La conversación irá mucho más rápida si te limitas a contestar mis preguntas y te guardas las tuyas.
Ekberg se sentó y encendió un cigarrillo. Wallander vio que fumaba sin filtro. Encendió el cigarrillo con un mechero de gasolina que Wallander creyó reconocer de haberlo visto en películas antiguas. Se preguntó si Johan Ekberg viviría por completo en otra época.
—Mercenarios suecos —repitió Wallander—. ¿Cuándo empezó todo? ¿Con la guerra del Congo a principios de 1960?
—Un poco antes —contestó Ekberg.
—¿Cuándo?
—Por ejemplo con la guerra de los treinta años.
Wallander se preguntó si Ekberg se estaba burlando de él. Luego comprendió que no debía dejarse distraer por el aspecto de Ekberg ni por el hecho de que pareciera obsesionado con los años cincuenta. Si había investigadores de orquídeas apasionados, también era posible que Ekberg fuera una persona que supiera todo lo que había que saber de mercenarios. Wallander tenía además vagos recuerdos escolares de que la guerra de los treinta años se había librado por ejércitos que sólo constaban de soldados a sueldo.
—Digamos que nos conformamos con el tiempo posterior a la segunda guerra mundial —dijo Wallander.
—Entonces hay que empezar ya en la guerra. Hubo suecos que entraron como voluntarios en todos los ejércitos. Hubo suecos con uniforme alemán, con uniforme ruso, japonés, americano, inglés e italiano.
—Me figuro que enrolarse como voluntario no es lo mismo que ser mercenario.
—Yo me refiero a la voluntad bélica —dijo Ekberg—. Siempre ha habido suecos dispuestos a empuñar las armas.
Wallander percibió algo de la estéril campechanía que solía caracterizar a la gente que alimentaba ilusiones de una Suecia convertida en gran potencia. Echó una mirada rápida por las paredes para ver si se le había escapado algún símbolo nazi. Pero no vio ninguno.
—Dejemos la voluntariedad. Mercenarios. Gente que se alquila.
—La Legión Extranjera. Es el punto de partida clásico. Ahí siempre ha habido suecos enrolados. Muchos están enterrados en el desierto.
—El Congo. Allí empieza algo nuevo. ¿No es así?
—Allí no hubo muchos suecos. Pero algunos hicieron toda la guerra con Katanga.
—¿Quiénes eran?
Ekberg le miró sorprendido.
—¿Buscas nombres?
—Todavía no. Quiero saber qué clase de personas eran.
—Ex militares. Algunos buscaban aventuras. Otros estaban convencidos de que era una empresa justa. También algún policía expulsado del cuerpo.
—¿Convencidos de qué?
—De la lucha contra el comunismo.
—Pero lo que hacían era matar africanos inocentes.
Ekberg volvió a ponerse en guardia, de repente.
—No tengo por qué contestar a preguntas de índole política. Sé cuáles son mis derechos.
—Tus opiniones no me interesan. Lo que quiero es saber quiénes eran. Y por qué se hicieron mercenarios.
Ekberg le miró con sus vigilantes ojos.
—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó—. Deja que ésta sea mi única pregunta. Y quiero tener una respuesta.
Wallander no tenía nada que perder si iba derecho al grano.
—Puede ser que alguien con un pasado entre mercenarios suecos tenga algo que ver, al menos, con uno de los asesinatos. Por eso te hago estas preguntas. Por eso tus respuestas pueden tener importancia.
Ekberg asintió con la cabeza. Había comprendido.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó.
—¿Qué tienes?
—¿Whisky? ¿Cerveza?
Wallander era consciente de que no eran más que las diez de la mañana. Movió la cabeza denegando. Aunque no habría tenido nada en contra de una cerveza.
—No, gracias.
Ekberg se levantó y volvió al cabo de un momento con un vaso de whisky.
—¿En qué trabajas? —preguntó Wallander.
La respuesta de Ekberg le sorprendió. No sabía lo que se esperaba. Pero, desde luego, no lo que le dijo Ekberg:
—Tengo una empresa de asesoramiento que trabaja en el sector de administración de personal. Me concentro en desarrollar métodos para la resolución de conflictos.
—Parece interesante —dijo Wallander, aunque todavía no estaba muy seguro de que Ekberg no estuviera burlándose de él.
—Tengo también una cartera de acciones que por el momento va muy bien. Mi liquidez es estable.
Wallander decidió que Ekberg hablaba en serio. Volvió a los mercenarios.
—¿Cómo es que te interesan tanto los mercenarios?
—Ellos representan mucho de lo mejor de nuestra cultura que, por desgracia, está desapareciendo.
Wallander sintió un desagrado inmediato ante la respuesta cíe Ekberg. Lo más grave era que Ekberg parecía totalmente convencido. Wallander se preguntaba cómo era posible. También se preguntó fugaz mente si habría más gente en la bolsa sueca que llevara los tatuajes que llevaba Ekberg. ¿Habría que pensar que los financieros y empresarios suecos del futuro serían culturistas que tenían máquinas tocadiscos originales en sus cuartos de estar?
Wallander retomó el tema.
—¿Cómo se reclutó a estas personas que fueron al Congo?
—Había ciertos bares en Bruselas. También en París. Todo se hacía muy discretamente. Se sigue haciendo así. Sobre todo, después de lo que pasó en Angola en 1975.
—¿Qué pasó, pues?
—Unos cuantos mercenarios no salieron a tiempo. Fueron hechos prisioneros al terminar la guerra. El nuevo régimen organizó un juicio. La mayor parte fueron condenados a muerte y fusilados. Fue todo muy cruel. Y completamente inútil.
—¿Por qué los condenaron a muerte?
—Por haber sido soldados contratados. Como si eso fuera en realidad una diferencia. Los soldados son siempre contratados de una manera o de otra.