—Eriksson murió primero —dijo Wallander—. Pero eso no significa necesariamente que esté antes en una cadena causal. El problema no es sólo que carecemos de motivo y explicaciones. Carecemos también de un verdadero punto de partida.
Martinsson condujo en silencio un rato. Atravesaron Sövestad.
—¿Por qué viene a parar su maleta a esta carretera? —preguntó de repente—. Runfeldt iba camino de otro sitio. Iba hacia Copenhague. Marsvinsholm cae de paso yendo a Kastrup. ¿Qué sucedió en realidad?
—También a mí me gustaría saberlo —aseguró Wallander.
—Hemos registrado el coche de Runfeldt —dijo Martinsson—. Tenía una plaza de aparcamiento en la parte trasera de la casa donde vivía. Es un Opel de 1993. Todo parecía en orden.
—¿Y las llaves del coche?
—Estaban en el piso.
Wallander se acordó de que todavía no había obtenido respuesta acerca de si Runfeldt había encargado un taxi para la mañana en que debería haberse ido de viaje.
—Hansson habló con la central de taxis. Runfeldt había pedido un coche para las cinco de la mañana. Para ir a Malmö. Pero luego lo registraron como una llamada falsa. El taxista estuvo esperando. Después telefonearon a Runfeldt pensando que se habría dormido. No les contestó nadie y el taxista se marchó. Hansson dijo que la persona con quien estuvo hablando fue muy exacta en la descripción de los hechos.
—Parece ser un asalto muy bien planeado —dijo Wallander.
—Indica que son más de uno —añadió Martinsson.
—Y también que los planes de Runfeldt eran conocidos al detalle. Que iba a viajar temprano aquella mañana. ¿Quién podía saberlo?
—La lista es reducida. Y está hecha, además. Creo que la ha hecho Ann-Britt Höglund. Anita Lagergren, la de la agencia de viajes, lo sabía. Los hijos de Runfeldt. Aunque la hija sólo sabía el día, no que era temprano por la mañana. Pero no creo que más.
—¿Vanja Andersson?
—Creía saberlo. Pero no.
Wallander sacudió lentamente la cabeza.
—Alguien más lo sabía —dijo—. Falta alguien en esa lista. Es a esa persona a la que buscamos.
—Hemos empezado a revisar su fichero de clientes. En total, hemos encontrado diferentes datos que indican que, a lo largo de los años, tuvo unos cuarenta casos como detective. O como se diga eso. Es decir, no muchos. Cuatro al año. Pero no podemos desechar la posibilidad de que el que buscamos esté entre ellos.
—Tenemos que estudiarlo con mucho detenimiento —contestó Wallander—. Va a ser un trabajo laborioso. Pero, desde luego, puedes estar en lo cierto.
—Cada vez estoy más convencido de que esto va a llevar mucho tiempo.
Wallander se hizo la misma reflexión en silencio. Compartía la opinión de Martinsson.
—Siempre cabe la esperanza de que te equivoques. Pero no es muy probable.
Se estaban acercando a Ystad. Eran las cinco y media.
—Parece que piensan vender la floristería —señaló Martinsson—. Los hijos están de acuerdo. Le han propuesto a Vanja Andersson que coja ella el traspaso. Pero no es seguro que tenga dinero.
—¿Quién ha contado todo eso?
—Bo Runfeldt llamó por teléfono. Preguntó, en nombre de su hermana y en el suyo propio, si podían irse de Ystad después del entierro.
—¿Cuándo es?
—El miércoles.
—Déjales marchar —dijo Wallander—. Nos pondremos en contacto de nuevo, si hace falta.
Doblaron para entrar en el aparcamiento exterior de la comisaría.
—Hablé con un mecánico de Ålmhult —anunció Martinsson—. El coche estará listo a mediados de la semana que viene. Parece que, por desgracia, va a resultar bastante caro. ¿Lo sabías ya? Pero dijo que se ocuparía de entregar el coche aquí en Ystad.
Hansson estaba en el despacho de Svedberg cuando llegaron. Wallander les refirió sumariamente el resultado de su viaje. Hansson estaba muy resfriado y Wallander le propuso que se fuera a casa.
—Lisa Holgersson también está enferma —dijo Svedberg—. Parece que ha cogido la gripe.
—¿Ya la tenemos aquí? —comentó Wallander—. Pues nos va a crear problemas.
—Yo tengo un simple catarro —aseguró Hansson—. Supongo que mañana ya estaré bien.
—Los hijos de Ann-Britt Höglund están los dos enfermos —afirmó Martinsson—. Pero su marido llega mañana.
Wallander abandonó la habitación. Les pidió que le avisaran cuando llegara la maleta. Había pensado sentarse a escribir un informe de su viaje. Y tal vez reunir los recibos necesarios para hacer la cuenta de los gastos. Pero camino de su despacho cambió de opinión. Volvió sobre sus pasos.
—¿Me presta alguien su coche? —preguntó—. Vuelvo dentro de media hora.
Le tendieron varias llaves. Cogió las de Martinsson.
Ya había oscurecido cuando bajó hasta la calle Västra Vallgatan. El cielo estaba despejado. La noche iba a ser fría. Tal vez estarían a varios grados bajo cero. Aparcó el coche delante de la floristería. Fue andando hacia la casa en la que había vivido Runfeldt. Vio luz en las ventanas. Supuso que serían los hijos de Runfeldt revisando el piso. La policía ya lo había dejado. Ellos ya podían empezar a recoger y a tirar cosas. El último resumen de una persona muerta. Se acordó de repente de su padre. De Gertrud y de su hermana Kristina. Él no había estado en Löderup para ayudarlas a revisar las pertenencias del padre. Aunque no fuera mucho y no le necesitaran, debería haberse dejado ver por allí. No acababa de estar seguro de no haberlo hecho porque le disgustaba o porque no había tenido tiempo.
Se detuvo delante de la puerta de Runfeldt. La calle estaba desierta. Tenía la necesidad de figurarse el posible curso de los acontecimientos. Se colocó ante la puerta y miró a su alrededor. Luego fue al lado opuesto de la calle e hizo lo mismo. «Runfeldt está en la calle. La hora aún no está clara. Puede haber salido por la puerta a última hora de la tarde o por la noche. Entonces no llevaba la maleta. Alguna otra cosa le ha hecho dejar el piso. Si, por el contrario, ha salido por la mañana, llevaría la maleta consigo. La calle está desierta. Deja la maleta en la acera. ¿En qué dirección viene el taxi? ¿Espera delante de su puerta o cruza la calle? Algo sucede. Runfeldt y la maleta desaparecen. La maleta aparece junto a la carretera que va a Höör. Runfeldt aparece muerto, colgando de un árbol en las proximidades del castillo de Marsvinsholm».allander observó las entradas de las puertas en los dos lados de la casa. Ninguna de ellas era tan profunda que permitiera esconderse a una persona. Miró los faroles de la calle. Los que iluminaban la puerta de Runfeldt estaban intactos. «Un coche», pensó. «Un coche ha estado aquí, junto a la puerta. Runfeldt baja a la calle. Alguien se apea. Si Runfeldt se hubiera asustado, habría gritado. Su atento vecino lo hubiera oído. Si era una persona desconocida quizá Runfeldt sólo se sorprendió. El hombre se ha acercado a Runfeldt. ¿Le derriba de un golpe? ¿Le amenaza?».allander pensó en la reacción de Vanja Andersson en el bosque. Runfeldt había enflaquecido muchísimo durante el breve tiempo que estuvo desaparecido. Wallander estaba convencido de que ello fue a causa de que estuvo preso y pasando hambre. Por la fuerza, inconsciente o bajo amenaza, Runfeldt es llevado al coche. Luego, desaparece. Encuentran la maleta en la carretera de Höör. Junto al arcén.
La primera reacción de Wallander cuando llegó al lugar donde estaba la maleta fue pensar que la habían puesto allí para que la encontraran. De nuevo el aspecto demostrativo.
Wallander volvió a la puerta. Empezó de nuevo. «Runfeldt sale a la calle. Va a iniciar un viaje que desea mucho. Va a visitar África para ver orquídeas».
Un coche que pasaba interrumpió los pensamientos de Wallander. Empezó a andar arriba y abajo delante de la puerta.
Pensó en la posibilidad de que Runfeldt matara a su esposa diez años antes. Que hubiera preparado un agujero en el hielo y que la hubiera empujado. Era una persona brutal. Maltrataba a la mujer, que era la madre de sus hijos. En apariencia es un comerciante de flores corriente que tiene pasión por las orquídeas. Y ahora va a viajar a Nairobi. Todos los que han hablado con él los días anteriores a su viaje confirman al unísono su sincera alegría. Un hombre amable que era, al mismo tiempo, un monstruo.
Wallander alargó su paseo hasta la floristería. Pensó en el atraco. La mancha de sangre en el suelo. Dos o tres días después de que Runfeldt fuera visto por última vez, alguien entra en la tienda. No roban nada. Ni siquiera una flor. En el suelo hay sangre.
Wallander movió la cabeza desanimado. Había algo que no veía. Una superficie ocultaba otra superficie. Gösta Runfeldt. Amante de las orquídeas y un monstruo. Holger Eriksson. Ornitólogo, poeta y vendedor de coches. También él con fama de tratar brutalmente a otras personas.
«La brutalidad les une», pensó Wallander.
Mejor dicho, la brutalidad oculta. En el caso de Runfeldt más claramente que en el de Eriksson. Pero hay semejanzas.
Fue hasta la puerta de nuevo. «Runfeldt sale a la calle. Deja la maleta. Si es por la mañana, ¿qué hace luego? Espera un taxi. Pero cuando éste llega ya ha desaparecido».
Wallander detuvo sus pasos. «Runfeldt espera un taxi.» ¿Puede haber llegado otro taxi? ¿Un falso taxi? Runfeldt sólo sabe que ha encargado un coche, no qué coche llega. Tampoco sabe quién es el chofer. Se monta en el coche. El chofer le ayuda con la maleta. Luego van hacia Malmö. Pero no pasan de Marsvinsholm.
¿Pudo haber ocurrido así? ¿Pudo haber estado cautivo Runfeldt en algún lugar cercano a la parte del bosque donde fue hallado? Pero la maleta aparece camino de Höör. En dirección totalmente diferente. En dirección a Holger Eriksson.
Wallander notó que no podía avanzar más. La idea de que se hubiera presentado otro taxi le resultaba difícil de creer hasta a él. Por otro lado, no sabía qué pensar. Lo único que resultaba completamente evidente era que lo sucedido delante de la puerta de Runfeldt había sido muy bien planeado. Planeado por alguien que sabía que iba a viajar a Nairobi.
Wallander condujo de vuelta a la comisaría. Vio que el coche de Nyberg estaba aparcado de cualquier manera delante de la puerta. Así pues, ya había llegado la maleta.
Colocaron un plástico sobre la mesa de reuniones y, encima, la maleta. Todavía no la habían abierto. Nyberg estaba tomando café con Svedberg y con Hansson. Wallander se dio cuenta de que estaban esperando su regreso. Martinsson hablaba por teléfono. Wallander pudo oír que era alguno de sus hijos. Le dio las llaves del coche.
—¿Cuánto tiempo ha estado allí la maleta? —preguntó Wallander.
La respuesta de Nyberg le sorprendió. Se había figurado otra cosa.
—A lo sumo, un par de días —contestó—. En todo caso, no más de tres.
—Dicho de otro modo, ha estado guardada en otro sitio durante bastante tiempo —dedujo Hansson.
—Eso da lugar también a otra pregunta —replicó Wallander—. ¿Por qué no se ha deshecho el asesino de la maleta hasta ahora?
Nadie tenía respuesta. Nyberg se puso unos guantes de plástico y abrió la cerradura. Iba a empezar a sacar las prendas de ropa que estaban encima de todo cuando Wallander le pidió que esperase. Se inclinó sobre la mesa. No sabía qué era lo que le había llamado la atención.
—¿Tenemos alguna fotografía de esto? —preguntó.
—De la maleta abierta, no —contestó Nyberg.
—Hazla —dijo Wallander.
Estaba convencido de que había algo en cómo estaba hecha la maleta que le había obligado a reaccionar. Aunque, por el momento, no sabía decir qué era.
Nyberg abandonó la habitación y regresó con una cámara. Como le dolía la pierna, le dio instrucciones a Svedberg para que se subiera a una silla e hiciera las fotos.
A continuación, deshicieron la maleta. Wallander veía ante sí a un hombre que pensaba viajar a África ligero de equipaje. No había ningún objeto ni ninguna ropa inesperada en la maleta. En los bolsillos laterales encontraron los documentos del viaje. También había una suma importante de dinero en dólares. En el fondo de la maleta descubrieron unos cuadernos, libros sobre orquídeas y una cámara. Estaban todos en silencio, contemplando los diferentes objetos. Wallander perseguía intensamente en su cerebro la explicación de qué era lo que le había llamado la atención al abrir la cerradura. Nyberg había abierto la bolsa de aseo y estudiaba el nombre de un bote de pastillas.
—Antimalaria. Gösta Runfeldt sabía lo que hace falta en África.
Wallander contemplaba la maleta vacía. Notó que un objeto se había deslizado en el forro de la cubierta. Nyberg lo desprendió. Era una pinza de plástico azul para tarjetas de identificación.
—A lo mejor Gösta Runfeldt asistía a congresos —propuso Nyberg.
—En Nairobi iba a asistir a un safari fotográfico —dijo Wallander—. Eso puede haberse quedado ahí de algún viaje anterior.
Cogió una servilleta de papel de la mesa y sujetó la aguja por la parte de atrás de la pinza. Se la puso cerca del ojo. Entonces sintió el olor del perfume. Se quedó pensativo. La levantó hacia Svedberg, que estaba junto a él.
—¿Sabes a qué huele?
—¿A loción para el afeitado?
Wallander sacudió negativamente la cabeza.
—No. Esto es perfume.
Fueron oliendo uno tras otro, aunque Hansson, que estaba acatarrado, se abstuvo. Estuvieron de acuerdo en que aquello olía a perfume. A perfume de mujer. Wallander se preguntaba más y más cosas. Creía reconocer también la placa.
—¿Alguien ha visto una placa como ésta antes? —preguntó. Martinsson tenía la respuesta:
—¿No son ésas las que usa la Diputación de Malmö? Todos los que trabajan en hospitales las llevan así.
Wallander se dio cuenta de que tenía razón.
—Esto no es normal —dijo—. Una placa de plástico, que huele a perfume, en la maleta de Gösta Runfeldt, preparada para ir a África.
En ese preciso instante recordó lo que le había llamado la atención al abrir la cerradura de la maleta.
—Quisiera que viniera Ann-Britt Höglund. Con hijos enfermos o no. A lo mejor su fantástica vecina se presta a ayudarla durante una media hora. Lo que cueste, que lo pague la policía.
Martinsson marcó el número. La conversación fue muy breve.
—Enseguida viene.
—¿Por qué quieres que venga ella? —preguntó Hansson.
—Sólo quiero que haga una cosa con esta maleta. Nada más.
—¿Volvemos a poner las cosas? —preguntó Nyberg.
—Eso es precisamente lo que no vamos a hacer. Es para eso para lo que quiero que venga. Para que haga la maleta.