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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (42 page)

BOOK: La quinta mujer
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—¿Qué todo parecía muy exhibicionista?

—El lenguaje del asesino. Olía a guerra en lo que veíamos. Holger Eriksson había sido ejecutado en una trampa para animales depredadores.

—A lo mejor es una guerra —dijo ella pensativamente.

Wallander la miró con atención.

—¿Qué quieres decir?

—No sé. A lo mejor debemos interpretar lo que vemos exactamente como lo que es. Los fosos de estacas son para cazar animales depredadores. A veces, se usan también en la guerra.

Wallander comprendió inmediatamente que lo que estaba afirmando podía ser importante.

—Sigue.

Ella se mordió el labio.

—No puedo —contestó—. La mujer que cuida de mis hijos tiene que irse. No puedo retenerla más. La última vez que la llamé, estaba enfadada. Y entonces no sirve de mucho lo bien que le pago su trabajo.

Wallander no quería acabar la conversación que habían empezado. Por un instante, sintió irritación por sus hijos. O por el marido que nunca estaba en casa. Pero se arrepintió enseguida.

—Puedes venir conmigo a casa —dijo ella—. Podemos seguir hablando allí.

Vio que estaba muy pálida y muy cansada. No debía presionarla. Y sin embargo, aceptó. Atravesaron la ciudad, desierta por la noche, en el coche de ella. La cuidadora de los niños esperaba en la puerta. Ann Britt Höglund vivía en una casa nueva junto a la entrada izquierda de la ciudad. Wallander saludó y asumió, excusándose, la culpa de que ella volviese tan tarde. Luego se sentaron en el cuarto de estar. Él ya había estado allí algunas veces. Se podía apreciar que allí vivía una persona que viajaba mucho. Había recuerdos de muchos países en las paredes. Lo que no se notaba era que allí también vivía un policía. Wallander experimentaba una sensación de hogar que faltaba por completo en su casa, en Mariagatan. Ella le preguntó si quería tomar algo, pero él rechazó el ofrecimiento.

—Una trampa para animales dañinos y guerra —empezó Wallander—. Habíamos llegado hasta ahí.

—Son hombres que cazan, hombres que son soldados. Vemos lo que vemos, además encontramos una cabeza reducida y un diario escrito por un mercenario. Vemos lo que vemos y lo interpretamos.

—¿Cómo lo interpretamos?

—Lo interpretamos bien. Si el asesino tiene un lenguaje, podemos leer claramente lo que escribe.

Wallander se acordó de repente de algo que Linda había dicho en una ocasión en que intentaba explicarle en qué consiste, verdaderamente, el trabajo de un actor. En leer entre líneas, en buscar el texto subyacente.

Él expuso lo que estaba pensando. Lo que Linda había dicho y ella asintió.

—Tal vez me expreso mal —declaró la mujer—. Pero es más o menos eso lo que pienso yo también. Lo hemos visto todo, lo hemos interpretado todo y, a pesar de ello, nos equivocamos.

—¿Vemos lo que el asesino quiere que veamos?

—Quizá nos hacen mirar en dirección equivocada.

Wallander reflexionó. Tenía la cabeza completamente despejada. El cansancio había desaparecido. Estaban siguiendo una pista que podía resultar decisiva. Una pista que había existido en su conciencia, pero que nunca había llegado a controlar.

—El aspecto exhibicionista sería, pues, una maniobra de distracción. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Sí.

—¡Sigue!

—La verdad, a lo mejor, es precisamente lo contrario.

—¿Cómo es la verdad?

—Yo no sé. Pero si creemos pensar bien y es un error, lo que es un error, al final, resultará verdad.

—Entiendo. Entiendo y estoy de acuerdo.

—Una mujer jamás atravesaría a un hombre con estacas en un foso. Tampoco ataría a un hombre a un árbol para luego estrangularle con sus propias manos.

Wallander no dijo nada en un buen rato. Ella subió al piso de arriba y regresó después de unos minutos. Él se fijó en que se había puesto otros zapatos.

—Hemos tenido todo el tiempo la sensación de que los crímenes han sido perfectamente planeados —replicó Wallander—. La cuestión es si no han sido tan perfectamente planeados en varios sentidos.

—Yo no puedo imaginarme, desde luego, que una mujer haya hecho esto. Pero ahora empiezo a darme cuenta de que tal vez sea así.

—Tu resumen va a ser importante. Creo que debemos hablar también con Mats Ekholm acerca de esto.

—¿Con quién?

—El psicólogo forense que estuvo aquí este verano.

Ella movió la cabeza con desaliento.

—Debo de estar muy cansada —dijo—. Había olvidado su nombre.

Wallander se levantó. Era la una.

—Nos vemos mañana. ¿Puedes pedirme un taxi?

—Llévate mi coche. Mañana por la mañana voy a necesitar un buen paseo para despejar la cabeza.

Le dio las llaves.

—Mi marido no tardará en regresar. Todo será más fácil entonces.

—Me parece que hasta ahora no me he dado cuenta de lo complicada que es tu situación. Cuando Linda era pequeña, Mona siempre estaba con ella. Creo que ni una sola vez he tenido que dejar de ir al trabajo cuando era pequeña.

Ella le acompañó hasta la puerta. La noche era despejada. La temperatura era de unos grados bajo cero.

—Pero no me arrepiento —dijo ella de pronto.

—No te arrepientes ¿de qué?

—De haberme hecho policía.

—Eres un buen policía. Un policía excelente. Por si no lo sabías. Supuso que se alegraba de oírlo. Saludó con la cabeza, se sentó en el coche y se alejó de allí.

Al día siguiente, lunes 17 de octubre, Wallander se despertó con un sordo dolor de cabeza. Todavía acostado, se preguntó si no estaría a punto de coger un resfriado, pero no se notó ningún otro síntoma. Se preparó café y tomó unas tabletas para el dolor. Por la ventana de la cocina vio que hacía viento. Un frente nublado había entrado en Escania durante la noche. La temperatura era más elevada: el termómetro marcaba cuatro grados sobre cero.

A las siete y cuarto, estaba en la comisaría. Fue a buscar un café y se sentó en su despacho. En la mesa tenía una nota del agente de Gotemburgo con el que colaboraba en el caso del contrabando de coches de Suecia a los antiguos países del Este. Se quedó un instante con el papel en la mano. Luego lo puso en un cajón. Cogió el cuaderno y empezó a buscar un lápiz. En uno de los cajones encontró el papel de Svedberg. No sabía cuántas veces había olvidado devolvérselo.

Molesto consigo mismo, se levantó y salió al pasillo. La puerta del despacho de Svedberg estaba abierta. Entró y dejó el papel en la mesa, volvió a su despacho, cerró la puerta y dedicó la media hora siguiente a escribir todas las preguntas a las que quería tener respuesta inmediata. También decidió poner ya sobre el tapete el contenido de su conversación nocturna con Ann-Britt Höglund esa misma mañana, cuando se reuniera el equipo de investigación.

A las ocho menos cuarto llamaron a la puerta. Era Hamrén, de la policía criminal de Estocolmo, que acababa de llegar. Se saludaron. Wallander le tenía simpatía. Habían desarrollado una excelente colaboración durante el verano.

—¿Ya estás aquí? Creí que llegarías más tarde.

—Vine en coche ayer —contestó Hamrén—. No podía aguantarme.

—¿Qué tal por Estocolmo?

—Como aquí. Sólo que más grande.

—No sé dónde vas a trabajar —dijo Wallander.

—En el despacho de Hansson. Ya está arreglado.

—Nos reuniremos dentro de una media hora.

—Tengo mucho que leer.

Hamrén abandonó el despacho. Wallander puso distraídamente la mano en el teléfono para llamar a su padre. Se estremeció. El dolor fue intenso e instantáneo y llegó de un vacío.

No había un padre ya a quien pudiera llamar. Ni hoy, ni mañana. Nunca.

Se quedó inmóvil en el sillón, asustado de que empezara a dolerle algo.

Luego se inclinó hacia delante y marcó el número. Contestó Gertrud casi al momento. Parecía cansada y se echó a llorar cuando él le preguntó cómo estaba. Sintió un nudo en la garganta.

—Tomo los días conforme vienen —dijo ella cuando se calmó.

—Voy a intentar pasar por ahí un rato esta tarde. No podrá ser mucho. Pero, de todas formas, lo intentaré.

—He estado pensando en muchas cosas… De ti y de tu padre. Cosas de las que sé muy poco.

—También yo he pensado mucho. Ya veremos si podemos llenar los huecos que nos faltan.

Terminó la conversación y supo que con toda probabilidad no tendría tiempo de ir a Löderup durante el día. ¿Por qué había dicho entonces que lo intentaría? Ahora iba a estar esperándole inútilmente.

«Me paso la vida defraudando a la gente», pensó con desaliento. Furioso, rompió el lápiz que tenía en la mano y tiró los pedazos a la papelera. Uno cayó fuera. Lo apartó de una patada. Por un instante le asaltaron ganas de huir. Se preguntó cuánto hacía que no hablaba con Baiba. Ella tampoco había llamado. ¿Estaría agonizando su relación? ¿Cuándo iba a tener tiempo de buscar una casa?, ¿de comprar un perro?

Había momentos en los que aborrecía su profesión. Éste era uno de ellos.

Se acercó a la ventana. Viento y nubes de otoño. Aves migratorias camino de países más cálidos. Pensó en Per keson que, finalmente, había decidido marcharse. Había decidido que la vida podía ser algo más.

Baiba dijo en una ocasión, a finales de verano, cuando paseaban por las playas de Skagen, que era como si todo el opulento mundo occidental soñara con un inmenso barco de vela capaz de transportar todo el continente a las islas del Caribe. Dijo también que el colapso sufrido por los antiguos países del Este le había abierto los ojos. En la pobre Letonia había islas de riqueza, de sencilla alegría. Había descubierto que la pobreza era muy grande también en los países ricos que ahora podía visitar. Todo un mar de insatisfacción y de vacío. Ahí era donde aparecía el barco de vela.

Wallander trató de pensar en sí mismo como una olvidada o, tal vez, dubitativa ave migratoria. Pero la idea le pareció tan estúpida y absurda que la rechazó.

Anotó que tenía que acordarse de telefonear a Baiba esa misma noche. Luego vio que eran las ocho y cuarto. Fue a la sala de reuniones. Además de Hamrén, que acababa de llegar, vio también a dos agentes de Malmö. Wallander no les conocía. Les saludó: uno se llamaba Augustsson y el otro Hartman. Llegó también Lisa Holgersson y se sentaron. Ella dio la bienvenida a los recién llegados. No había tiempo para más. Luego miró a Wallander y le hizo una señal con la cabeza.

Empezó como había acordado consigo mismo: resumiendo la conversación mantenida con Ann-Britt Höglund después del experimento de la maleta. Notó enseguida que la reacción era de duda. Era, también, lo que esperaba. Él compartía esas dudas.

—No presento esto más que como una posibilidad entre varias. Puesto que nada sabemos, tampoco podemos prescindir de nada.

Señaló en dirección a Ann-Britt Höglund.

—Le he pedido un resumen de la investigación con sus observaciones como mujer. Nunca hemos hecho una cosa así, pero en este caso no podemos dejar ningún cabo suelto.

Siguió una intensa discusión. También con eso había contado Wallander. Hansson, que aquella mañana parecía estar mejor, era el que llevaba la voz cantante. Aproximadamente a mitad de la reunión, llegó Nyberg. Andaba sin muleta.

Wallander se encontró con su mirada. Tuvo la impresión de que Nyberg tenía algo que decir. Le miró interrogante, pero Nyberg negó con la cabeza.

Wallander escuchaba la discusión sin participar en ella muy activamente. Notó que Hansson se expresaba con claridad y exponía muy bien sus argumentos. Era importante también que, sin demora, encontraran todas las alternativas que pudieran aparecer.

A las nueve, hicieron una pausa. Svedberg le enseñó el periódico a Wallander con una foto de la recién creada milicia ciudadana de Lödinge. Varias ciudades y pueblos de Escania parecían seguir el ejemplo. Lisa Holgersson vio una noticia sobre ello en el telediario de la tarde de la segunda cadena el día anterior.

—Vamos a tener milicias ciudadanas en todo el país muy pronto —dijo ella—. Figuraos una situación con diez veces más policías de juguete que nosotros.

—Posiblemente, es inevitable —dijo Hamrén—. Sin duda el delito siempre es rentable. En todo caso, la diferencia, hoy, es que eso se puede probar. Si a nosotros nos dieran un diez por ciento de todo el dinero que desaparece por los delitos económicos, seguro que podíamos crear tres mil puestos de policía nuevos.

La cifra le pareció a Wallander muy exagerada. Pero Hamrén no dio su brazo a torcer.

—El único problema es si queremos una sociedad así —siguió diciendo—, médicos de cabecera es una cosa, pero ¿policías de cabecera? ¿Policías por todas partes? ¿Una sociedad dividida en diferentes zonas dotadas de alarma? ¿Llaves y códigos para ir a visitar a los padres ancianos?

—No necesitamos nuevos policías —señaló Wallander—. Lo que necesitamos es otra clase de policías.

—Posiblemente necesitamos una sociedad distinta —opinó Martinsson—. Con menos contratos blindados y más solidaridad.

Sus palabras tenían, sin querer, un eco de discurso político electoral. Pero Wallander creyó comprender lo que quería decir Martinsson. Sabía que tenía una preocupación constante por sus hijos. Por que no se acercaran lo más mínimo al mundo de la droga. Por que pudiera ocurrirles algo.

Wallander se sentó al lado de Nyberg, que no se había alejado de la mesa.

—Me pareció que querías decir algo.

—Es sólo un pequeño detalle. ¿Te acuerdas de que encontré una uña postiza en el bosque de Marsvinsholm?

Wallander se acordaba.

—¿La que creías que había estado allí mucho tiempo?

—Yo no creía nada. Pero no lo descartaba. Ahora creo que se puede establecer que no ha permanecido allí mucho tiempo.

Wallander asintió. Le hizo un gesto a Ann-Britt Höglund para que se acercara.

—¿Usas tú uñas postizas? —preguntó.

—No a diario —contestó ella—. Pero sí que las he llevado.

—¿Se pegan bien?

—Se rompen con mucha facilidad.

Wallander asintió.

—Pensé que debías saberlo —añadió Nyberg.

Svedberg entró en la sala.

—Gracias por el papel. Pero podías haberlo tirado.

—Rydberg solía decir que tirar las notas de los colegas era un pecado imperdonable —respondió Wallander.

—Rydberg decía muchas cosas.

—Con frecuencia se demostraba que eran verdad.

Wallander sabía que Svedberg nunca se había llevado bien con Rydberg. Lo que le sorprendía era que aún durase aquello, a pesar de que Rydberg había muerto varios años atrás.

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