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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (46 page)

BOOK: La quinta mujer
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Ann-Britt Höglund hizo una anotación. Luego, dejaron por el momento a Holger Eriksson.

—Gösta Runfeldt era un hombre brutal —empezó Wallander—. Podemos afirmarlo sin la menor duda. En eso recuerda, pues, a Holger Eriksson. Ahora sabemos que eso vale también para Eugen Blomberg. Además, Gösta Runfeldt maltrataba a su mujer. Igual que Blomberg. ¿Adónde nos lleva eso?

—A que tenemos a tres hombres dados a la violencia. De los cuales, por lo menos dos han maltratado a sus mujeres.

—No. No exactamente. Tenemos a tres hombres. De los cuales sabemos que dos han maltratado a sus mujeres. Pero puede valer también para el tercero, Holger Eriksson. Aún no lo sabemos.

—¿A la polaca? ¿Krista Haberman?

—Por ejemplo. También puede ser que Gösta Runfeldt asesinara en realidad a su esposa. Que hiciera de antemano el agujero en el hielo y la obligara a caer y ahogarse.

Los dos sintieron que se acercaban a algo que quemaba. Wallander volvió atrás en la investigación.

—El foso de estacas. ¿Qué era?

—Una trampa mortal, bien planeada.

—Era más que eso. Era una manera de matar lentamente a una persona.

Wallander buscó un papel en su mesa.

—Según el médico forense de Lund, Holger Eriksson puede haber estado colgando allí, atravesado por las estacas de bambú, varias horas antes de morir.

Apartó el papel con repugnancia.

—Gösta Runfeldt —dijo a continuación—. En los huesos, estrangulado, atado a un árbol. ¿Qué indica eso?

—Que ha estado preso, no colgado en un foso de estacas.

Wallander levantó una mano. Ella se calló mientras él pensaba. Se acordaba de la visita al lago Stångsjön. La encontraron bajo el hielo.

—Ahogarse bajo el hielo. Siempre me he imaginado eso como una de las cosas más espantosas que le pueden pasar a una persona. Caer debajo del hielo. No poder atravesarlo. Divisar tal vez la luz a través del hielo.

—Un cautiverio bajo el hielo —dijo ella.

—Eso es. Eso es exactamente lo que pienso.

—¿Quieres decir que el asesino se ha vengado de manera que recuerda a lo que le sucedió a quien él venga?

—Más o menos. Es, de todas maneras, una posibilidad.

—En ese caso lo que le pasó a Eugen Blomberg recuerda más a la mujer de Runfeldt.

—Ya. A lo mejor entendemos eso también si seguimos un poco más.

Siguieron. Hablaron de la maleta. Él volvió a mencionar la uña postiza que Nyberg encontró en el bosque de Marsvinsholm. Llegaron a Blomberg. El examen se repitió.

—Iba a morir ahogado. Pero no demasiado deprisa. Tenía que ser consciente de lo que le estaba pasando.

Wallander se echó hacia atrás en la silla y la contempló al otro lado de la mesa.

—Cuéntame lo que ves.

—Empieza a tomar forma un motivo de venganza. En todo caso se repite como un posible denominador común. Hombres que ejercen la violencia contra mujeres son objeto, a su vez, de una refinada violencia masculina. Como si se les obligara a sentir sus propias manos en el cuerpo.

—Ésa es una buena formulación —observó Wallander—. Sigue.

—Puede ser también una manera de disimular que ha sido una mujer la que ha hecho todo esto. Tardamos mucho en admitir siquiera la idea de que pudiera estar implicada una mujer. Cuando se nos ocurrió, la desechamos enseguida.

—¿Qué es lo que habla en contra de que haya una mujer implicada?

—Sabemos muy poco todavía. Además, las mujeres recurren a la violencia casi únicamente cuando se defienden a sí mismas o a sus hijos. No es una violencia planificada. Sólo reflejos instintivos de protección. Normalmente, una mujer no cava un foso de estacas. Ni mantiene a un hombre encarcelado. Ni le tira al agua en un saco.

Wallander la miró apremiante.

—Normalmente —apuntó luego—. Son tus palabras.

—Si hay una mujer envuelta en esto, tiene que tratarse de una enferma, desde luego.

Wallander se levantó y se acercó a la ventana.

—Hay otra cosa, además —dijo—. Pero puede echar abajo toda esta casa que tratamos de edificar. Ella no se venga a sí misma. Ella venga a otras mujeres. La esposa de Gösta Runfeldt está muerta. La de Eugen Blomberg no lo ha hecho. De eso estoy seguro. Holger Eriksson no tiene ninguna mujer en su entorno. Si es venganza y si es una mujer, es una mujer que venga a otras. Y eso no resulta verosímil. Si fuera así, yo no he visto jamás nada parecido.

—Pueden ser más de una —dijo Ann-Britt Höglund dudosa.

—¿Unos cuantos ángeles de la muerte? ¿Un grupo de mujeres? ¿Una secta?

—No parece convincente.

—No —reiteró Wallander—. No lo parece.

Volvió a sentarse.

—Me gustaría que hicieras lo contrario. Que repasaras de nuevo todo el material. Y que luego me des todas las buenas razones que encuentres para sostener que no es una mujer la que lo ha hecho.

—¿No sería mejor esperar hasta que sepamos algo más de lo que le ha sucedido a Blomberg?

—Quizá —contestó Wallander—, pero no creo que tengamos tiempo.

—¿Piensas que puede volver a ocurrir?

Wallander quería darle una respuesta sincera. Estuvo callado un rato antes de contestar.

—No hay un comienzo. Un comienzo que podamos ver, al menos. Eso hace poco probable que haya un final. Puede volver a ocurrir. Y no sabemos en absoluto en qué dirección mirar.

No siguieron adelante. Wallander estaba impaciente porque ni Martinsson ni Svedberg habían telefoneado. Luego se acordó de que tenía el teléfono descolgado. Llamó a la central. No había noticias de ninguno de los dos. Wallander indicó que le pasaran sus llamadas. Pero sólo las suyas.

—Los robos —preguntó Ann-Britt Höglund de pronto—. En la floristería y en casa de Eriksson. ¿Dónde encajan?

—No sé. Tampoco sé dónde encaja la mancha de sangre que había en el suelo. Creí tener una explicación, pero ya no sé.

—Yo he estado dándole vueltas.

Wallander observó que ella estaba ansiosa y le hizo un gesto para que siguiera.

—Hablamos de que hay que discernir lo que realmente vemos en lo que ha pasado —empezó—. Holger Eriksson denunció un robo en el que no habían robado nada. ¿Por qué lo denunció entonces?

—Yo también he pensado en ello —contestó Wallander—. Puede haberse sentido inquieto porque alguien haya entrado en su casa.

—En ese caso, eso encaja en el cuadro.

Wallander tardó un poco en entender a qué se refería.

—Es posible que alguien entrara para asustarle —explicó ella—. No para robar.

—¿Un primer aviso? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Sí.

—¿Y en la floristería?

—Gösta Runfeldt sale de su piso. O se le incita a salir o, si no, sale temprano por la mañana. Baja a la calle a esperar el taxi. Ahí desaparece sin dejar rastro. Quizás haya ido a la tienda. Está a sólo unos minutos. La maleta puede haberla dejado en el portal. O llevarla. No pesaba mucho.

—¿Por qué iba a ir a la tienda?

—No lo sé. A lo mejor había olvidado algo.

—¿Quieres decir que le habrían atacado en la tienda?

—Ya sé que no es una buena idea, pero, en todo caso, es lo que se me ha ocurrido.

—No es peor que otras —contestó Wallander. La miró—. ¿Sabes si se ha investigado siquiera si la sangre del suelo era de Runfeldt?

—Me parece que no se ha llegado a hacer. En ese caso, es culpa mía.

—Si uno se preguntara quién es el responsable de todos los errores que se cometen en las investigaciones criminales, no quedaría tiempo para otra cosa —repuso Wallander—. Es de suponer que no quede ninguna huella, ¿no?

—Puedo hablar con Vanja Andersson.

—Hazlo. Podemos investigarlo. Simplemente para estar seguros.

Ella se levantó y abandonó la habitación. Wallander estaba cansado. Habían mantenido una buena conversación, pero su preocupación había aumentado. Estaban por completo alejados de un centro. La investigación seguía careciendo de una fuerza de gravitación que les llevara en una determinada dirección.

Alguien levantó la voz con enfado en el pasillo. Luego empezó a pensar en Baiba. Pero se obligó a regresar a la investigación. Entonces vio en su fuero interno al perro que le gustaría comprar. Se levantó y fue a buscar café. Alguien le preguntó si había tenido tiempo de escribir una declaración acerca de la conveniencia de que una asociación local tomase el nombre de Los Amigos del Hacha. Contestó que no y volvió al despacho. Había dejado de llover. El edredón de nubes permanecía inmóvil sobre la torre del agua.

Sonó el teléfono. Era Martinsson. Wallander trató de adivinar en su voz signos de que algo importante había ocurrido, pero no oyó nada.

—Svedberg acaba de regresar de la universidad. Eugen Blomberg parece haber sido una persona de ese tipo del que se suele decir, con cierta maldad, que se confunde con una pared. Tampoco ha debido de ser un investigador muy relevante en lo de las alergias lácteas. De alguna manera, aparentemente muy imprecisa, tenía relación con la clínica infantil de Lund, pero eso está estancado desde hace muchos años. El trabajo al que se dedicaba debía de ser bastante elemental. Eso dice, en todo caso, Svedberg. Pero ¿qué sabe él, por otra parte, de alergias lácteas?

—Sigue —dijo Wallander sin ocultar su impaciencia.

—Me cuesta entender que una persona carezca por completo de intereses. Parece haberse dedicado exclusivamente a su maldita leche. Y, aparte de eso, nada. Salvo una sola cosa.

Wallander esperó a que el otro continuara.

—Da la impresión de que mantuvo una relación con una mujer que no es la suya. He encontrado algunas cartas. Aparecen las iniciales K. A. Lo que resulta interesante en todo ello es que ella debía de estar esperando un hijo.

—¿De dónde has sacado eso?

—De las cartas. De la última, se deduce que estaba al final del embarazo.

—¿Cuándo está fechada?

—No hay fecha. Pero dice que ha visto una película en la televisión que le ha gustado. Y si no recuerdo mal, la pusieron hace un mes o dos. Eso lo sabremos, por supuesto, con toda exactitud.

—¿Hay alguna dirección de ella?

—No aparece.

—¿Ni siquiera si es Lund?

—No. Pero seguro que ella es de aquí, de Escania. Emplea una serie de expresiones que lo indican.

—¿Le has preguntado algo de esto a la viuda?

—De eso es de lo que quería hablar contigo. De si sería oportuno o si debería esperar.

—Pregúntale —pidió Wallander—. No podemos esperar. Además, tengo la impresión de que ya lo sabe. Necesitamos el nombre y la dirección de esa mujer. A una velocidad de vértigo. Infórmame en cuanto sepas algo más.

Wallander se quedó luego con la mano puesta en el auricular. Una fría sensación de malestar le recorrió el cuerpo. Lo que había dicho Martinsson le hacía recordar algo.

Tenía que ver con Svedberg.

Pero no podía acordarse de lo que era.

Se quedó a la espera de que Martinsson volviera a llamar. Hansson se asomó a la puerta y dijo que esa misma noche iba a tratar de revisar parte del material de investigación que había llegado de Östersund.

—Son once kilos —dijo—. Para que lo sepas.

—¿Es que lo has pesado? —preguntó Wallander, sorprendido.

—Yo no. Lo han hecho los mensajeros. Once kilos y trescientos gramos desde la policía de Östersund. ¿Quieres saber lo que costó?

—Mejor no.

Hansson se fue. Mientras se limpiaba las uñas, Wallander se imaginó un perro labrador negro, durmiendo junto a su cama. Eran las ocho menos veinte. Martinsson seguía sin dar señales de vida. Nyberg llamó para anunciar que se iba a casa.

Wallander pensó después qué había querido decir al informarle de ello: ¿qué podía encontrársele en su casa, o que quería que le dejaran en paz?

Por fin llamó Martinsson.

—Estaba durmiendo. En realidad, yo no quería despertarla. Por eso he tardado.

Wallander no dijo nada. Sabía que él no hubiera dudado lo más mínimo en despertar a Kristina Blomberg.

—¿Qué dijo?

—Tenías razón. Sabía que el marido andaba con otras mujeres. Ésta no era la primera. Ha habido otras. Pero no sabía quién era. Las iniciales K. A. no le decían nada.

—¿Sabía dónde vivía?

—Dijo que no. Yo me inclino a creerla.

—Pero sabría si él viajaba fuera de Lund.

—Se lo pregunté. Dijo que no. Además, él no tenía coche. No tenía ni siquiera permiso de conducir.

—Eso indica que esa otra mujer vive por aquí.

—Eso es lo que yo creo.

—Una mujer con las iniciales K. A. Hay que encontrarla. Que todo lo demás espere por el momento. ¿Está ahí Birch?

—Se fue hace un rato.

—¿Y Svedberg?

—Iba a hablar con una persona que se supone que es la que mejor conoce a Eugen Blomberg.

—Debe concentrarse en tratar de saber quién es la mujer cuyas iniciales son K. A.

—No sé si podré localizarle. Ha dejado olvidado su móvil aquí.

Wallander soltó un juramento.

—La viuda tiene que saber quién era el mejor amigo de su marido. Es importante que Svedberg esté informado.

—Voy a ver qué puedo hacer.

Wallander colgó el auricular. Casi logró detenerse. Pero fue demasiado tarde. De pronto se acordó de qué era lo que había olvidado. Buscó el número de la policía de Lund. Tuvo suerte y pudo hablar con Birch casi enseguida.

—Quizás hayamos dado con algo —dijo Wallander.

—Martinsson ha hablado con Ehrén, que trabaja con el de la calle Siriusgatan. Según parece, estamos buscando a una mujer desconocida cuyas iniciales pueden ser K. A.

—No
pueden ser
—contestó Wallander—.
Son
. Karin Andersson, Katarina Alström, da lo mismo; tenemos que encontrarla, se llame como se llame. Hay un detalle que me parece importante.

—¿El dato, en una de las cartas, de que pronto va a dar a luz?

Birch pensaba rápido.

—Justamente. Tenemos que ponemos en contacto con la Maternidad de Lund. Saber qué mujeres han tenido hijos en los últimos tiempos. O van a tenerlos. Con las iniciales K. A.

—Me ocuparé personalmente de ello. Esas cosas son siempre un poco delicadas.

Wallander dio por terminada la conversación. Estaba sudoroso. Algo empezaba a moverse. Salió al desierto pasillo. Cuando sonó el teléfono, se sobresaltó. Ann-Britt Höglund le llamaba desde la floristería de Runfeldt.

—No queda nada de sangre —informó—. Vanja Andersson la limpió.

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