—Yo me mantengo en segundo plano —dijo Birch—. Lleva tú el interrogatorio.
Svedberg llamó al timbre. La puerta se abrió casi enseguida. Una mujer en bata estaba ante ellos. Tenía grandes ojeras de cansancio. Wallander pensó que le recordaba a Ann-Britt Höglund.
Wallander saludó esforzándose por parecer lo más amable posible. Pero en cuanto dijo que era policía y que venía de Ystad, vio que ella reaccionaba. El piso daba la impresión de ser pequeño y atestado. Por todas partes había señales de que acababa de dar a luz. Wallander recordó la situación de su propia casa cuando Linda acababa de nacer. Se hallaban en un cuarto de estar con muebles claros de madera. En la mesa había un folleto que captó la atención de Wallander: TAXELL PRODUCTOS PARA EL PELO. Eso le dio una posible explicación de su trabajo como empresaria.
—Lamento venir tan temprano —dijo una vez sentados—. Pero es que nuestro asunto no puede esperar.
Dudó acerca de cómo continuar. Ella estaba sentada frente a él y no apartaba los ojos de su cara.
—Acabas de tener un hijo en la Maternidad de Ystad, ¿no es así?
—Un niño —contestó Katarina—. Nació el día quince. A las tres de la tarde.
—Pues, recibe mi enhorabuena —dijo Wallander.
Svedberg y Birch se sumaron con un murmullo.
—Aproximadamente dos semanas antes —continuó Wallander—, con más exactitud la noche entre el treinta de septiembre y el primero de octubre, ¿recibiste una visita, esperada o no, en algún momento después de la medianoche?
Ella le miró sin comprender.
—¿Quién iba a ser?
—¿Una enfermera que quizá no habías visto antes?
—Conocía a todas las que trabajaban por la noche.
—Esta mujer de la que hablo volvió dos semanas más tarde. Y creemos que fue a visitarte a ti.
—¿Por la noche?
—Sí. En algún momento después de las dos.
—No me visitó nadie. Además, estaría durmiendo.
Wallander asintió lentamente. Birch estaba detrás del sofá, Svedberg, sentado en una silla junto a la pared. Todo se quedó súbitamente en profundo silencio.
Esperaban a que Wallander continuara.
No tardaría en hacerlo.
Primero quería concentrarse. Estaba todavía cansado. En realidad debía preguntar por qué había estado tanto tiempo en la Maternidad. ¿Había tenido un embarazo complicado? Pero lo dejó estar.
Otra cosa era más importante.
No se le había escapado que ella no decía la verdad.
Estaba convencido de que había recibido una visita. Y de que sabía quién era la mujer.
Un bebé empezó a llorar de repente.
Katarina Taxell se levantó y salió de la habitación. En ese mismo instante Wallander decidió cómo iba a continuar la conversación. Estaba convencido de que no decía la verdad. Desde el primer momento percibió en ella algo impreciso y escurridizo. Sus largos años de policía en los que había tenido que aprender a percibir la diferencia entre mentira y verdad le habían proporcionado un sentido casi infalible para detectar cuando alguien faltaba a la verdad. Se levantó y se acercó a la ventana donde estaba Birch. Svedberg hizo lo mismo. Se acercaron y Wallander habló en voz baja, vigilando todo el tiempo la puerta por la que ella había desaparecido.
—No dice la verdad.
Los otros al parecer no habían notado nada. O estaban menos convencidos. Pero no hicieron ninguna objeción.
—Es posible que esto lleve tiempo —siguió Wallander—. Pero como, a mi juicio, ella tiene un significado decisivo para nosotros, no voy a conformarme. Ella sabe quién es esa mujer. Y yo estoy más convencido que nunca de que esa mujer es relevante.
Birch pareció empezar a comprender la relación.
—¿Quieres decir que es una mujer la que está detrás de todo esto? ¿Qué la autora es una mujer?
Parecía casi horrorizado de sus propias palabras.
—No tiene que ser necesariamente el asesino —contestó Wallander—. Pero en algún lugar de las cercanías del centro de esta investigación hay una mujer. De eso estoy convencido. Si no otra cosa, lo que hace es ocultar lo que, a su vez, puede estar detrás. Por eso tenemos que llegar a ella lo antes posible. Tenemos que averiguar quién es.
El bebé dejó de llorar. Svedberg y Wallander regresaron con rapidez a sus posiciones anteriores en la habitación. Pasó un minuto. Luego, Katarina Taxell volvió y se sentó en el sofá. Wallander advirtió que estaba muy en guardia.
—Volvamos a la Maternidad de Ystad —dijo Wallander con amabilidad—. Dices que dormías. Y que nadie te visitó esas noches.
—Nadie.
—Tú vives aquí, en Lund. Entonces, ¿por qué eliges Ystad para dar a luz?
—Los métodos que practican allí me atraen.
—Ya sé, ya. Mi propia hija, además, nació en Ystad.
Ella no reaccionó. Wallander se dio cuenta de que sólo quería contestar a sus preguntas. Aparte de eso, no estaba dispuesta a decir nada voluntariamente.
—Voy a hacerte ahora unas preguntas de índole personal. Como esto no es un interrogatorio, puedes decidir no contestar. Pero entonces debo advertirte de que puede resultar necesario para nosotros llevarte a la comisaría y someterte a un interrogatorio formal. Hemos venido porque estamos buscando informaciones sobre varios crímenes extraordinariamente brutales.
Siguió sin reaccionar. Su mirada estaba clavada en el rostro de Wallander. Era como si quisiera escudriñarle el cerebro. Había algo en sus ojos que le desazonaba.
—¿Has entendido lo que he dicho?
—He entendido. No soy tonta.
—¿Permites que te haga algunas preguntas de índole personal?
—No lo sabré hasta que las haya oído.
—Da la impresión de que vives aquí sola. ¿No estás casada?
—No.
La respuesta fue rápida y firme. «Dura», pensó Wallander. «Como si le pegase a algo».<
—¿Puedo preguntar quién es el padre de tu hijo?
—No pienso contestar. Eso no puede tener interés para nadie más que para mí. Y para el niño.
—Si el padre del niño ha sido objeto de un delito violento, hay que reconocer que sí tiene que ver.
—Eso significaría que usted sabe quién es el padre de mi hijo. Pero no lo sabe. Así que la pregunta es absurda.
Wallander comprendió que ella tenía razón. Su cabeza regía a la perfección.
—Voy a hacerte otra pregunta. ¿Conoces a un hombre llamado Eugen Blomberg?
—Sí.
—¿De qué manera le conoces?
—Le conozco.
—¿Sabes que ha sido asesinado?
—Sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo vi en el periódico esta mañana.
—¿Es él el padre de tu hijo?
—No.
«Miente bien», se dijo Wallander. «Pero no lo bastante».
—¿No es cierto que Eugen Blomberg y tú teníais una relación?
—Así es.
—Y, sin embargo, él no es el padre de tu hijo.
—No.
—¿Cuánto tiempo duró la relación?
—Dos años y medio.
—Habrá tenido que ser en secreto, porque él estaba casado.
—Me mintió. Yo lo supe mucho más tarde.
—¿Qué pasó entonces?
—Rompí con él.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará aproximadamente un año.
—¿Después de eso ya no volvisteis a veros?
—No.
Wallander aprovechó la ocasión para pasar al ataque.
—Hemos encontrado cartas en su casa escritas no hace más que un par de meses.
Ella no se dejó perturbar.
—Nos escribimos cartas. Pero no nos vimos.
—Todo eso resulta muy raro.
—Él me escribía. Yo le contesté. Quería que volviéramos a vernos, y yo no.
—¿Porque habías encontrado a otro hombre?
—Porque iba a tener un hijo.
—¿Y el nombre del padre no quieres decirlo?
—No.
Wallander echó una mirada a Svedberg, que tenía los ojos clavados en el suelo. Birch miraba por la ventana. Wallander sabía que los dos estaban en tensión.
—¿Quién piensas tú que puede haber matado a Eugen Blomberg?
Wallander lanzó la pregunta con toda su fuerza. Birch se movió junto a la ventana. El suelo crujió bajo su peso. Svedberg pasó a mirarse las manos.
—Yo no sé quién puede haber querido matarle.
El niño volvió a hacer ruido. Ella se levantó rápidamente y se ausentó de nuevo. Wallander miró a los otros. Birch movió la cabeza. Wallander intentó evaluar la situación. Iba a crear grandes problemas llamar a declarar a una mujer con un hijo de tres días. Además, no era sospechosa de nada. Tomó una decisión rápida. Volvieron a juntarse delante de la ventana.
—Voy a dejarlo aquí —dijo Wallander—. Pero quiero que la vigilen. Y quiero saber todo lo que se pueda conseguir sobre ella. Parece que tiene una empresa que vende productos para el pelo. Quiero saberlo todo de sus padres, de sus amigos, a qué se ha dedicado anteriormente. Todo. Hay que investigarla en todos los registros que haya. Tenemos que ponerla en claro.
—Nosotros nos encargamos de eso —dijo Birch.
—Svedberg se quedará aquí en Lund. Necesitamos a alguien que esté al tanto de los otros asesinatos.
—En realidad, yo preferiría volver. Ya sabes que no me encuentro muy bien fuera de Ystad.
—Lo sé —dijo Wallander—. Pero ahora mismo, no tenemos otro remedio. En cuanto llegue a Ystad le pediré a alguien que te sustituya. Pero no podemos tener a la gente viajando de un lado para otro sin necesidad.
De pronto apareció ella en la puerta. Llevaba al niño. Wallander sonrió. Se acercaron a ver al bebé. Svedberg, a quien le gustaban los niños aunque no tenía hijos, empezó a hacerle arrumacos.
Wallander notó algo que le resultaba raro. Se acordó de cuando Linda estaba recién nacida. Mona y él andaban con ella en brazos. Cuando la llevaba él, siempre tenía miedo de que se le cayera.
Luego descubrió lo que era: Katarina Taxell no llevaba al crío apretado contra su propio cuerpo. Era como si el niño en realidad no le perteneciera.
Experimentó desagrado. Pero no lo manifestó.
—No te molestamos más —dijo—. Con toda seguridad volveremos a hablar contigo.
—Espero que cojáis a quien asesinó a Eugen.
Wallander la miró. Luego asintió con la cabeza.
—Sí. Resolveremos esto. Te lo aseguro.
Salieron a la calle. El viento había arreciado.
—¿Qué piensas de ella? —preguntó Birch.
—Está claro que no dice la verdad —respondió Wallander—. Pero era como si tampoco mintiera.
Birch le miró inquisitivo.
—¿Cómo quieres que interprete eso? ¿Cómo que mentía y decía la verdad al mismo tiempo?
—Más o menos. Lo que eso significa, no lo sé.
—Me he fijado en un pequeño detalle —señaló Svedberg de repente—. Ha dicho «a quien». No «al que».
Wallander asintió. También él lo había observado. Ella esperaba que cogieran a «quien» había matado a Eugen Blomberg.
—¿Puede tener eso algún significado? —preguntó Birch, un tanto escéptico.
—No lo sé. Pero tanto Svedberg como yo lo registramos. Y eso, a su vez, tal vez signifique algo.
Acordaron que Wallander regresaría a Ystad en el automóvil de Svedberg. Prometió también enviar a alguien que le sustituyera en Lund lo más pronto posible.
—Esto es importante —volvió a remacharle luego a Birch—. Katarina Taxell ha recibido la visita de esa mujer en el hospital. Tenemos que enterarnos de quién es. La comadrona a la que atacó ha dado una descripción bastante buena de su aspecto.
—Dámela —pidió Birch—. Puede ocurrir que vaya a verla a su casa también.
—Es muy alta. Ylva Brink mide un metro setenta y cuatro. Piensa que la mujer medirá un metro ochenta. Pelo oscuro, no muy largo, lacio. Ojos azules, nariz afilada, labios delgados. Robusta, sin dar la impresión de estar gorda. Pecho no muy pronunciado. La potencia del golpe indica que tiene fuerza. Posiblemente está bien entrenada.
—Es una descripción que sirve para bastantes personas.
—Eso pasa con todas las descripciones. Pero cuando se encuentra a la persona buscada uno se da cuenta enseguida.
—¿Dijo alguna cosa? ¿Cómo era la voz?
—No dijo ni una palabra. No hizo más que golpearla.
—¿Se fijó en los dientes?
Wallander miró a Svedberg, que negó con la cabeza.
—¿Iba maquillada?
—No más de lo normal.
—¿Cómo eran las manos? ¿Llevaba uñas postizas?
—Eso, sabemos con seguridad que no llevaba. Ylva dijo que se hubiera dado cuenta.
Birch había tomado algunas notas. Movió la cabeza.
—Veremos lo que podemos hacer. La vigilancia de la casa la haremos con toda discreción. Ella va a estar muy alerta.
Se separaron. Svedberg le dio a Wallander las llaves de su coche. Durante el viaje a Ystad, Wallander trató de entender por qué no quiso revelar Katarina Taxell que había tenido visita dos veces durante las noches pasadas en la Maternidad de Ystad. ¿Quién era la mujer? ¿Qué relación tenía con Katarina Taxell y con Eugen Blomberg? ¿Cómo se entretejían los hilos? ¿Cómo era la cadena que llevaba al asesinato?
Abrigaba también una inquietud en su interior. La inquietud de estar equivocándose completamente. Podía ser que estuviera haciendo perder el rumbo a la investigación, llevándola a una zona de invisibles arrecifes subacuáticos que al final harían que todo se fuera a pique.
Nada podía atormentarle más o quitarle el sueño, o darle dolor de estómago. Navegar a toda vela hacia el fracaso de una investigación criminal. Le había pasado en otras ocasiones. Ver cómo, de pronto, las pistas se dispersaban hasta parecer irreconocibles. No había quedado más remedio que empezar de nuevo por el principio. Y la culpa había sido suya.
A las nueve y media aparcó ante el edificio de la policía de Ystad. Al entrar en la recepción, le detuvo Ebba:
—Tenemos un caos total.
—¿Qué ha pasado?
—Lisa Holgersson quiere hablar contigo ahora mismo. Se trata del hombre que Svedberg y tú habéis encontrado esta noche en la carretera.
—Voy a hablar con ella.
—Ve enseguida.
Wallander fue directamente al despacho de Lisa Holgersson. La puerta estaba abierta. Hansson estaba allí sentado, muy pálido.
A todas luces, ella estaba más alterada de lo que jamás la había visto. Le indicó que se sentara.
—Creo que debes escuchar a Hansson.
Wallander se despojó de la chaqueta y se sentó.
—Åke Davidsson —comenzó Hansson—. He tenido una larga conversación con él esta mañana.