Hizo una pausa para dejar paso a posibles comentarios. Nadie tenía nada que decir.
—Tenemos que seguir en un frente amplio —continuó—. Abiertos a todo, pero con determinación. Tenemos que localizar a Harald Berggren. Tenemos que enterarnos de por qué Gösta Runfeldt no viajó a Nairobi. Tenemos que enterarnos de por qué, justo antes de desaparecer y después morir, encargó un equipo de escucha avanzado. Tenemos que encontrar una relación entre estos dos hombres que parecen haber vivido su vida totalmente aislados uno de otro. Como las víctimas no han sido elegidas por casualidad, no tiene más remedio que haber una relación.
Nadie tenía ningún comentario que hacer. Wallander pensó que lo mejor era terminar la reunión. Lo que más necesitaban en aquellos momentos era unas horas de sueño. Volverían a reunirse a la mañana siguiente.
Se separaron rápidamente en cuanto Wallander terminó de hablar.
La lluvia y el viento eran más intensos. Mientras cruzaba deprisa el mojado aparcamiento en dirección a su vehículo, Wallander pensó en Nyberg y en sus técnicos.
Pero también pensó en lo que había dicho Vanja Andersson.
Que Gösta Runfeldt había enflaquecido durante las tres semanas que había estado desaparecido.
Wallander sabía que eso era importante.
No podía imaginarse ningún otro motivo que no fuera el cautiverio.
La cuestión era dónde había estado preso. ¿Por qué? Y ¿de quién?
Esa noche Wallander durmió en el sofá del cuarto de estar con una manta por encima, puesto que se iba a levantar pocas horas más tarde. En el cuarto de Linda no se oía nada cuando llegó a casa después de la reunión nocturna que tuvieron en la sede de la policía.
Se había despertado abruptamente, empapado en sudor, después de una pesadilla que recordaba muy vagamente. Había soñado con su padre, estaban otra vez en Roma, y algo había ocurrido que le había asustado. Lo que era se perdía en tinieblas. ¿Y si la muerte del sueño hubiera estado ya presente durante su viaje a Roma, como una premonición? Se sentó en el sofá envuelto en la manta. Eran las cinco. El despertador no tardaría en sonar. Se quedó allí sentado, torpe, inmóvil. El cansancio era como un dolor incesante en el cuerpo. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para poder levantarse e ir al cuarto de baño. Después de haberse duchado, se sintió algo mejor. Preparó el desayuno y despertó a Linda a las seis menos cuarto. Antes de las seis y media ya estaban camino del aeropuerto. Ella tenía pereza por las mañanas y no habló mucho por el camino. Sólo cuando salieron de la autopista y recorrían los últimos kilómetros hasta el aeropuerto de Sturup, pareció despertar.
—¿Qué ha pasado esta noche? —preguntó.
—Alguien ha encontrado a un hombre muerto en un bosque.
—¿No puedes decir nada más?
—Fue un corredor de campo a través que estaba entrenándose. Casi tropieza con el muerto.
—¿Quién era?
—¿El corredor o el muerto?
—El muerto.
—Un comerciante de flores.
—¿Se había suicidado?
—Desgraciadamente, no.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Por qué desgraciadamente?
—Porque ha sido asesinado. Y eso significa un montón de trabajo para nosotros.
Ella se quedó callada un rato. Ya se veía el edificio amarillo del aeropuerto.
—No sé cómo puedes aguantar —dijo ella.
—Tampoco yo —contestó él—. Pero no tengo más remedio. Alguien tiene que hacerlo.
La pregunta que vino a continuación le sorprendió.
—¿Tú crees que yo podría llegar a ser un buen policía?
—Pensaba que tenías otros planes muy distintos, ¿no?
—Y los tengo. Anda, contéstame.
—No sé —dijo él—. Pero seguro que podrías.
Más, no se habló. Wallander se detuvo en el aparcamiento. Ella llevaba sólo una mochila que él sacó del maletero. Cuando se disponía a acompañarla, ella movió la cabeza negativamente.
—Vete a casa. Estás tan cansado que casi no puedes tenerte en pie.
—Tengo que ir al trabajo —contestó él—. Pero tienes razón, estoy cansado.
Luego hubo un momento de melancolía. Hablaron de su padre y abuelo. Que ya no existía.
—Es raro —dijo ella—. Lo venía pensando en el coche. Que haya que estar muerto tanto tiempo.
Su padre murmuró algo como respuesta. Luego se despidieron. Ella prometió comprar un contestador automático. El la vio desaparecer por las puertas de cristal que se abrieron ante ella. Ya no estaba.
Se quedó sentado en el coche pensando en las palabras de su hija. ¿Era eso lo que hacía tan aterradora a la muerte? ¿Qué hubiera que estar muerto tanto tiempo?
Puso el motor en marcha y se fue de allí. El paisaje era gris y parecía tan sombrío como toda la investigación que tenían entre manos. Wallander pensó en los sucesos de las últimas semanas. Un hombre atravesado por estacas en un foso. Otro hombre atado a un árbol. ¿Podía haber una muerte más repugnante? Claro que tampoco fue grato ver a su padre caído entre los cuadros. Pensó que tenía que ver a Baiba lo antes posible. La llamaría esa misma noche. Ya no aguantaba más la soledad. Le acorralaba. Ya había durado lo suficiente. Llevaba divorciado cinco años. Estaba camino de convertirse en un viejo sabueso, hosco y huraño. Y no quería.
Poco después de las ocho llegó al edificio de la policía. Lo primero que hizo fue ir en busca de café y llamar a Gertrud. Por la voz, ella parecía inesperadamente serena. Su hermana Kristina seguía con ella. Como Wallander estaba tan ocupado con las investigaciones en curso, habían acordado ocuparse ellas dos de inventariar las pocas cosas que dejaba el padre. Los bienes eran, sobre todo, la casa de Löderup. Pero no había apenas deudas. Gertrud le preguntó si había alguna cosa especial que Wallander quisiera llevarse. Al principio, él dijo que no. Luego cambió rápidamente de opinión y se puso a buscar un cuadro con urogallo entre los montones de telas terminadas colocadas junto a las paredes del estudio. Por alguna razón que no podía explicarse a sí mismo, no quería quedarse con el cuadro que su padre estaba a punto de terminar cuando le sobrevino la muerte. El cuadro que había elegido estaba, por ahora, en su despacho. Todavía no había decidido dónde colgarlo. Si es que lo colgaba.
Luego, volvió a ser policía.
Empezó por leer deprisa un informe sobre la conversación que Ann-Britt Höglund había mantenido con la mujer cartero que le llevaba el correo a Holger Eriksson. Observó que Ann-Britt escribía bien, sin frases difíciles ni detalles superfluos. Era evidente que los policías de ahora, en todo caso, aprendían a escribir los informes mejor que los de su generación.
Pero allí no había nada que pareciera tener directamente importancia para la investigación. La última vez que Holger Eriksson colgó el letrerito que indicaba que quería hablar con la cartero había sido varios meses antes. Por lo que ésta podía recordar, se trataba de algunos pagos sin mayores complicaciones. No había observado nada especial en los últimos tiempos. En la finca, todo daba la impresión habitual. Tampoco se había fijado en coches o personas ajenas a esa zona. Wallander dejó a un lado el informe. Luego cogió su cuaderno e hizo unas anotaciones sobre las cosas más importantes que había que hacer primero. Alguien debería hablar a fondo con Anita Lagergren, en la agencia de viajes de Malmö. ¿Cuándo había hecho Gösta Runfeldt la reserva de su viaje? ¿En qué consistía en realidad ese viaje de orquídeas? Ahora había que hacer con él lo mismo que con Holger Eriksson. Había que investigar su vida. Y, sobre todo, se verían obligados a hablar largamente con sus hijos. Wallander quería también saber más acerca del equipo técnico que Gösta Runfeldt había comprado en la empresa Secur de Borås. ¿Para qué iba a usarlo? ¿Para qué quería un vendedor de flores esas cosas? Estaba convencido de que se trataba de una cuestión decisiva para comprender lo ocurrido. Wallander apartó el cuaderno y se quedó dudando, con la mano sobre el teléfono. Eran las ocho y cuarto. Corría el riesgo de que Nyberg estuviera durmiendo. Pero no había otro remedio. Marcó el número de su móvil. Nyberg contestó inmediatamente. Todavía estaba en el bosque, muy lejos de su cama. Wallander preguntó cómo iba la inspección técnica del lugar del crimen.
—Tenemos perros aquí ahora mismo —contestó Nyberg—. Han encontrado un rastro de la cuerda abajo, donde estaba la tala. Pero no es de extrañar ya que es el único camino hasta aquí. Supongo que partimos de la base de que Gösta Runfeldt no llegó caminando. Tuvo que haber un coche.
—¿Hay huellas de neumáticos?
—Hay bastantes. Pero qué es qué, comprenderás que no puedo asegurarlo todavía.
—¿Algo más?
—En realidad no. La cuerda es de una cordelería de Dinamarca.
—¿De Dinamarca?
—Supongo que se puede comprar en cualquier sitio donde vendan cuerdas. Parece completamente nueva. Comprada con este objeto.
Wallander reaccionó con desagrado. Luego hizo la pregunta que le había movido a telefonear a Nyberg.
—¿Has podido encontrar el menor indicio de que intentara resistirse cuando le ataron al árbol? ¿O de que tratara de soltarse?
La respuesta de Nyberg fue contundente:
—No. No lo parece. En primer lugar, no he encontrado la menor señal de lucha en el entorno. El terreno estaría removido. Algo se hubiera podido ver. En segundo lugar, no hay ninguna rozadura ni en la cuerda ni en el tronco del árbol. Le han atado ahí. Y él se ha estado quieto.
—¿Cómo interpretas tú eso?
—No debe de haber en realidad más que dos posibilidades —contestó Nyberg—. O ya estaba muerto, o por lo menos inconsciente, cuando le ataron, o ha preferido no resistirse. Cosa que no parece muy verosímil.
Wallander reflexionó.
—Hay una tercera posibilidad —dijo luego—. Que Gösta Runfeldt, simplemente, no tuviera fuerzas para resistirse.
Nyberg estuvo de acuerdo. Era también una posibilidad. Tal vez la más verosímil.
—Déjame preguntar otra cosa —continuó Wallander—. Ya sé que no puedes contestarme, pero uno siempre se figura cómo han ocurrido los hechos. No hay nadie que adivine tanto y con tanta frecuencia como los policías. Aunque lo neguemos siempre con mucha energía. ¿Ha habido más de una persona?
—He pensado en ello. Hay muchas cosas que indican que debería haber más de una. Arrastrar a una persona por el bosque y atarla no puede ser tan sencillo. Pero lo dudo.
—¿Por qué?
—Sinceramente, no lo sé.
—Si volvemos al foso de Lödinge, ¿qué impresión tuviste allí?
—La misma. Debería haber más de una. Pero no estoy seguro.
—Yo tengo la misma impresión —dijo Wallander—, y no deja de incordiarme.
—De todas maneras me parece que tenemos que vérnoslas con una persona físicamente muy fuerte. Hay mucho que apunta a eso.
Wallander ya no tenía más preguntas.
—Por lo demás, ¿nada?
—Un par de latas de cerveza viejas y una uña postiza. Eso es todo.
—¿Una uña postiza?
—Las mujeres suelen usar esas cosas. Pero puede llevar aquí mucho tiempo.
—Procura dormir unas horas —dijo Wallander.
—¿De dónde quieres que saque el tiempo para eso? —preguntó Nyberg.
Wallander notó que, de repente, parecía irritado. Se apresuró a terminar la conversación. Inmediatamente sonó el teléfono. Era Martinsson.
—¿Puedo pasar? —preguntó—. ¿Cuándo era que teníamos la reunión?
—A las nueve. Tenemos tiempo.
Wallander colgó el auricular. Comprendió que Martinsson había dado con algo. Sentía la tensión. Lo que más falta les hacía en ese momento era un buen avance en la investigación.
Martinsson entró y se sentó en la silla que tenía Wallander para las visitas. Fue derecho al grano.
—He estado dándole vueltas a eso de los mercenarios —dijo—. Y al diario de Harald Berggren sobre el Congo. Esta mañana al despertarme me acordé de que conozco a una persona que estuvo en el Congo al mismo tiempo que Harald Berggren.
—¿Cómo mercenario? —preguntó Wallander sorprendido.
—No como mercenario, pero sí como participante del batallón sueco de Naciones Unidas. Eran los que iban a desarmar a las fuerzas belgas en la provincia de Katanga.
Wallander asintió con la cabeza.
—Yo tenía doce o trece años cuando ocurrió. Me acuerdo muy poco de todo aquello. En realidad de nada, salvo de que Dag Hammarskjöld murió en un accidente de avión.
—Yo casi ni había nacido entonces —repuso Martinsson—. Pero me acuerdo de haber estudiado algo en la escuela.
—Dijiste que conocías a alguien.
—Hace unos años participé en algunas reuniones del Partido Liberal. Al final, solía formarse una especie de tertulia mientras tomábamos café. Se me estropeó el estómago de tanto café como tomé entonces.
Wallander golpeteaba impaciente el tablero de la mesa con los dedos.
—En una de las reuniones me tocó estar sentado junto a un hombre de unos sesenta años. No sé cómo empezamos a hablar de eso. Pero me contó que había sido capitán y ayudante del general Von Horn que mandaba el batallón sueco de la ONU en el Congo. Y me acuerdo de que también dijo que allí hubo mercenarios.
Wallander le escuchaba con interés creciente.
—Hice varias llamadas telefónicas esta mañana cuando me desperté. Y al fin obtuve una respuesta positiva. Uno de mis antiguos camaradas del partido sabía quién era ese capitán. Se llama Olof Hanzell y está jubilado. Vive en Nybrostrand.
—Bien. Le haremos una visita cuanto antes.
—Ya le he llamado. Dijo que con mucho gusto hablaría con la policía si creíamos que podía ser de alguna ayuda. Parecía lúcido y preciso y aseguró que tenía muy buena memoria.
Martinsson puso un papel con un número de teléfono sobre la mesa de Wallander.
—Tenemos que probar todo lo que salga —dijo Wallander—. Y la reunión que vamos a tener ahora será corta.
Martinsson se levantó para irse. Una vez en la puerta se detuvo.
—¿Has visto los periódicos? —preguntó.
—¿Cómo voy a tener tiempo?
—Björk se hubiera subido por las paredes. Gente de Lödinge y de otros lugares ha hecho declaraciones. Después de lo que le ha pasado a Holger Eriksson, han empezado a hablar de la necesidad de formar una milicia ciudadana.
—Eso lo han hecho siempre —contestó Wallander con tono de rechazo—. No es para preocuparse.
—Yo no estoy tan seguro de ello. Lo que dicen hoy los periódicos ofrece una clara diferencia.