Por la noche, Linda y él se quedaron hablando hasta muy tarde. Ella regresaría a Estocolmo al día siguiente a primera hora de la mañana. Wallander preguntó cautelosamente si ahora que su abuelo había muerto vendría con menos frecuencia a verle. Pero ella prometió hacerlo más a menudo que antes. Y Wallander prometió a su vez que no se olvidaría de Gertrud.
Esa noche, cuando Wallander fue a acostarse, sintió que tenía que volver a su trabajo inmediatamente. Con todas sus fuerzas. Había estado alejado de él una semana. Sólo cuando pudiera mantener a distancia la repentina muerte de su padre, podría tal vez empezar a entender su significado. Para conseguir esa distancia tenía que trabajar. Otro camino no había.
«Nunca llegué a saber por qué no quería que me hiciera policía», pensó antes de dormirse. «Y ahora es demasiado tarde. Ahora ya no lo sabré nunca.
»Si hay un mundo espiritual, cosa que dudo mucho, mi padre y Rydberg pueden hacerse amigos. Aunque se vieron muy poco en vida, creo que iban a encontrar muchas cosas de interés común de las que hablar».
Había dispuesto un minucioso y detallado horario para los últimos momentos de vida de Gösta Runfeldt. Vio que estaba ya tan débil que no podría oponer la menor resistencia. Le había ido destruyendo al mismo tiempo que él, en su interior, se iba destruyendo a sí mismo. «El gusano oculto en la flor presagia la muerte de la flor», pensó mientras abría las puertas de la casa de Vollsjö. Anotó en su horario que llegaría a las cuatro de la tarde. Llevaba tres minutos de adelanto. Luego esperaría a que oscureciera. Entonces le sacaría del horno. Para más seguridad pensaba ponerle esposas. Y también una mordaza. Pero nada en los ojos. Aunque le costara trabajo acostumbrar los ojos a la luz después de tantos días pasados en completa oscuridad, al cabo de unas horas empezaría a ver de nuevo. Entonces quería que la viera bien. Así como las fotografías que iba a mostrarle. Las fotografías que le harían comprender lo que le estaba pasando. Y por qué.
Había algunos componentes que no podía abarcar del todo y que podían influir en sus planes. Entre otras cosas, existía el riesgo de que estuviera tan débil que no pudiera sostenerse en pie. Por eso había tomado prestado un ligero carrito de equipaje de la estación central de ferrocarriles de Malmö. Nadie se fijó cuando lo metió en el coche. Todavía no había decidido si lo devolvería o no. Pero podría transportarle en él hasta el coche, si se hacía necesario.
El resto del horario era muy simple. Minutos antes de las nueve le conduciría al bosque. Le ataría al árbol que ya había elegido. Y le enseñaría las fotografías.
Luego le estrangularía. Le dejaría allí mismo. A las doce, como muy tarde, estaría en casa en su cama. El despertador sonaría a las cinco y cuarto de la mañana. A las siete y cuarto empezaba a trabajar.
Estaba encantada con su horario. Era perfecto. Nada podía salir mal. Se sentó en una silla y contempló el silencioso horno que se alzaba como una piedra sacrificial en medio de la habitación. «Mi madre me hubiera comprendido», pensó. «Lo que nadie hace se queda sin hacer. El mal tiene que combatirse con el mal. Donde no hay justicia, hay que crearla».
Sacó su horario del bolsillo. Miró el reloj. Dentro de tres horas y quince minutos Gösta Runfeldt iba a morir.
Lars Olsson no se sentía muy en forma la tarde del 11 de octubre. Dudó mucho entre salir a practicar su habitual entrenamiento o renunciar a él. No era sólo que se sintiera cansado. La segunda cadena daba, justamente aquella tarde, una película que quería ver. Sólo cuando decidió salir a correr después de la película, aunque fuera tarde, se quedó tranquilo. Lars Olsson vivía en una casa en las proximidades del lago Svarte. Había nacido en la finca y vivía aún con sus padres, a pesar de que tenía más de treinta años. Era copropietario de una máquina excavadora y nadie sabía manejarla como él. Aquella semana estaba excavando una zanja para poner un nuevo sistema de drenaje en una finca de Skarby.
Pero Lars Olsson era también un entusiasta corredor de campo a través. Vivía para correr por los bosques suecos con mapa y brújula en mano. Corría en un equipo de Malmö y ahora se estaba preparando para una competición nacional de orientación nocturna. Se había preguntado muchas veces por qué dedicaba tanto tiempo a ello. ¿Qué sentido tenía correr por los bosques con un mapa y una brújula buscando controles ocultos? Muchas veces hacía frío y humedad, le dolía el cuerpo y le parecía que nunca acababa de hacerlo bien del todo. ¿Merecía aquello dedicarle la vida? Por otra parte, sabía que era un buen corredor de campo a través. Tenía buen sentido de la orientación y era rápido y resistente. En varias ocasiones había sido él el que había llevado a su equipo a la victoria haciendo un gran esfuerzo en el último tramo. Estaba justo debajo del nivel de la selección nacional. Y aún no había renunciado a la esperanza de dar alguna vez el salto que le permitiera representar al país en competiciones internacionales.
Vio la película en la tele, pero era peor de lo que esperaba. Poco después de las once emprendió su carrera. Corrió por una parte del bosque, al norte de la finca, en el límite de las extensas propiedades de Marsvinsholm. Si empezaba y terminaba en la puerta de su casa, podía escoger entre correr ocho o cinco kilómetros, según el camino que eligiera.
Como estaba cansado y tenía que salir temprano al día siguiente con la excavadora, eligió la carrera más corta. Se puso la lámpara frontal y echó a correr. Había llovido durante el día, chubascos fuertes seguidos de ratos de sol. Ahora, de noche, la temperatura era de seis grados sobre cero. La tierra húmeda exhalaba aromas. Corría por el sendero bosque adentro. Los troncos de los árboles relucían al resplandor de la lámpara frontal. En mitad de la parte más tupida del bosque se alzaba una pequeña colina. Si corría derecho sobre ella, era como un atajo. Decidió tomarlo. Se apartó del sendero y corrió hacia la loma.
De repente se paró en seco. A la luz de la lámpara había descubierto a una persona. Al principio no entendió qué era lo que estaba viendo. Luego se dio cuenta de que había un hombre medio desnudo atado a un árbol a unos diez metros delante de él. Lars Olsson se quedó completamente inmóvil. Respiraba con fuerza y tenía mucho miedo. Miró con rapidez a su alrededor. La lámpara proyectaba su luz sobre árboles y arbustos. Pero estaba solo en aquel lugar. Con toda prudencia dio unos pasos hacia delante. El hombre colgaba por encima de las cuerdas. El torso estaba desnudo.
Lars Olsson no necesitó acercarse más. Vio que el hombre amarrado al árbol estaba muerto. Sin saber muy bien por qué, echó una mirada al reloj. Marcaba las once y diecinueve minutos.
Luego dio la vuelta y corrió a casa. Nunca había corrido tan rápidamente en su vida. Sin quitarse siquiera la lámpara de la cabeza, llamó a la policía de Ystad desde el teléfono que colgaba en la pared de la cocina.
El agente que recibió la llamada escuchó con atención.
Luego no lo pensó dos veces. Buscó el nombre de Kurt Wallander en el ordenador y marcó el número de su casa.
Faltaban diez minutos para la medianoche.
12-17 de octubre de 1994
Wallander aún no se había dormido y estaba pensando que su padre y Rydberg descansaban ahora en el mismo cementerio, cuando sonó el teléfono. Cogió enseguida el auricular, que estaba al pie de la cama, temeroso de que Linda se despertase por la llamada. Con una sensación de impotencia creciente escuchó lo que el policía de guardia contaba. Las informaciones eran todavía escasas. La primera patrulla aún no había llegado al lugar del bosque situado al sur de Marsvinsholm. Cabía, naturalmente, la posibilidad de que el corredor nocturno se hubiera equivocado. Pero era poco probable.
El policía tenía la impresión de que era un hombre notablemente claro aunque estaba, por supuesto, impresionado. Wallander prometió acudir enseguida. Trató de vestirse lo más silenciosamente que pudo. Pero Linda salió en camisón cuando él estaba escribiéndole una nota en la mesa de la cocina.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Han encontrado a un hombre muerto en el bosque —contestó él—. Por eso me han llamado.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Nunca tienes miedo?
Él la miró perplejo.
—¿Por qué iba a tener miedo?
—Por todos lo que mueren.
Más que entender, lo que hizo fue intuir lo que ella quería decir.
—No puedo tenerlo —respondió—. Es mi trabajo. Alguien tiene que ocuparse de esto.
Prometió volver a tiempo para llevarla al aeropuerto al día siguiente. Aún no era la una cuando se sentó en el coche. Y sólo cuando ya iba camino de Marsvinsholm se le ocurrió la idea de que muy bien podía ser Gösta Runfeldt el que estaba en el bosque. Acababa de salir de la ciudad cuando sonó el móvil. Era de la comisaría. La patrulla enviada había confirmado el informe. Era cierto que había un hombre muerto en el bosque.
—¿Le han identificado? —preguntó Wallander.
—Dicen que no llevaba papeles encima. Parece que apenas llevaba ropa. Debe de tener mal cariz.
Wallander sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Pero no dijo nada más.
—Saldrán a tu encuentro en el cruce. En la primera salida a Marsvinsholm.
Wallander puso fin a la conversación y pisó el acelerador. Se angustiaba ya pensando en la visión que le esperaba.
Vio el coche de la policía de lejos y frenó. Había un agente fuera del coche. Wallander reconoció a Peters. Bajó la ventanilla y le miró interrogante.
—No es un espectáculo agradable —dijo Peters.
Wallander se dio cuenta de lo que eso significaba. Peters era un policía de larga experiencia. No emplearía tales palabras si no hubiera motivo.
—¿Le han identificado?
—Casi no lleva ropa encima. Ya lo verás.
—¿Y el que le encontró?
—Está allí.
Peters volvió al otro coche. Wallander condujo tras él. Llegaron a una parte del bosque al sur del castillo. El camino terminaba en un sitio en el que había restos de una tala de árboles.
—El último tramo tenemos que hacerlo a pie —dijo Peters.
Wallander cogió sus botas del maletero. Peters y el joven policía, que Wallander casi no conocía pero del que sabía que se llamaba Bergman, tenían linternas potentes. Siguieron un sendero que llevaba a la cima de una pequeña loma en el interior del bosque. El otoño olía intensamente. Wallander lamentó no haberse puesto un jersey más grueso. Si se veía obligado a pasar toda la noche en el bosque iba a tener frío.
—Llegamos enseguida —anunció Peters.
Wallander comprendió que lo decía para prepararle ante lo que le esperaba.
Y sin embargo la visión apareció de repente. Las dos linternas alumbraron con macabra precisión a un hombre que colgaba medio desnudo, amarrado a un árbol. Los conos de luz temblaban. Wallander estaba completamente inmóvil. En algún lugar próximo graznó un ave nocturna. Wallander se acercó con cuidado. Peters alumbraba para que pudiera ver dónde ponía los pies. La cabeza del hombre le colgaba sobre el pecho. Wallander se puso de rodillas para poder verle la cara. Ya le parecía saber. Cuando vio la cara obtuvo la confirmación. Aunque las fotografías que había visto en el piso de Gösta Runfeldt eran de varios años atrás, no cabía la menor duda. Gösta Runfeldt no llegó a viajar nunca a Nairobi. Ahora por lo menos sabían el final de lo ocurrido. Estaba muerto, atado a un árbol.
Wallander se levantó y dio un paso atrás. En su cabeza tampoco había ya la menor duda acerca de otra cosa: la existencia de una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. El lenguaje del asesino era el mismo. Aunque la elección de palabras esta vez fuera diferente. Un foso con estacas y un árbol. No podía ser una casualidad.
Se volvió hacia Peters.
—Hay que convocar una movilización urgente —indicó Wallander.
Peters asintió. Wallander advirtió que había olvidado su teléfono en el coche. Le pidió a Bergman que fuese a buscarlo y que cogiese la linterna de la guantera.
—¿Dónde está la persona que lo ha encontrado? —preguntó a continuación.
Peters movió la linterna hacia un lado. En una piedra, un hombre con chándal estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos.
—Se llama Lars Olsson. Vive en una finca cerca de aquí.
—¿Qué hacía en el bosque en mitad de la noche?
—Parece que es corredor de campo a través.
Wallander cogió la linterna que le tendió Peters. Se acercó al hombre, que alzó la vista hacia él cuando el cono de luz le dio en la cara. Estaba muy pálido. Wallander se presentó y se sentó en otra piedra a su lado. Notó que estaba fría. Se estremeció sin querer.
—Así que fuiste tú quien le encontró —dijo.
Lars Olsson empezó a hablar. De la mala película de la tele. De sus entrenamientos nocturnos. De cómo se había decidido a tomar un atajo. Y de cómo el hombre había surgido de pronto a la luz del foco que llevaba en la frente.
—Has dado una hora muy precisa —apuntó Wallander, que recordaba su conversación con el policía de guardia.
—Miré el reloj —contestó Lars Olsson—. Tengo la costumbre. O la mala costumbre. Cuando pasa algo, siempre miro el reloj. Si hubiera podido habría mirado el reloj en el momento de nacer.
Wallander asintió.
—Si no te he entendido mal, corres por aquí casi todas las noches —siguió—. Cuando te entrenas en la oscuridad.
—Corrí por aquí anoche. Pero más temprano. Di dos vueltas. La larga primero. Luego la corta. Entonces fui por el atajo.
—¿Qué hora sería entonces?
—Entre las nueve y media y las diez.
—Y entonces no notaste nada.
—No.
—¿Es posible que estuviera ya en el árbol y no le vieras?
Lars Olsson reflexionó. Luego negó con la cabeza.
—Paso siempre junto a ese árbol. Le hubiera visto.
«Entonces, eso al menos lo sabemos», pensó Wallander. Durante casi tres semanas Gösta Runfeldt había estado en otro lugar. Y había estado vivo. El asesinato se cometió durante las últimas veinticuatro horas.
Wallander no tenía más cosas que preguntar. Se levantó de la piedra. Por el bosque se veían conos de luz.
—Deja tu dirección y tu teléfono. Volveremos a ponernos en contacto contigo.
—¿Quién es capaz de hacer algo así? —preguntó Lars Olsson.
—Eso me pregunto yo también —contestó Wallander.
Luego se alejó de aquel hombre. Devolvió la linterna a Peters cuando le dieron la suya y el teléfono. Mientras Bergman anotaba el nombre y el teléfono de Olsson, Peters llamó por teléfono a la comisaría. Wallander aspiró profundamente y se acercó al hombre que colgaba de las cuerdas. Por un instante se sorprendió de no pensar en absoluto en su padre ahora que volvía a encontrarse cerca de la muerte. Pero en el fondo sabía por qué no se acordaba. Lo había experimentado muchas veces antes. Las personas muertas no estaban tan sólo muertas. Es que no les quedaba nada de humanidad dentro. Era como acercarse a una cosa muerta, una vez superado el primer rechazo. Wallander tocó con mucho cuidado la nuca de Gösta Runfeldt. Había desaparecido todo el calor corporal. Tampoco esperaba encontrarlo. Saber cuándo ha ocurrido una muerte, al aire libre, con temperaturas variables, era un proceso complicado. Wallander observó el pecho desnudo del hombre. El color de la piel no le dijo nada acerca de cuánto tiempo llevaba allí. Tampoco había señales de heridas. Sólo cuando Wallander alumbró el cuello vio las marcas azules. Eso podía indicar que Gösta Runfeldt había sido ahorcado. Wallander pasó luego a estudiar las cuerdas. Estaban atadas alrededor del cuerpo, desde los muslos hasta las costillas superiores. El nudo era sencillo. Las cuerdas no estaban tampoco muy apretadas. Eso le sorprendió. Dio un paso atrás y alumbró todo el cuerpo. Luego dio la vuelta en torno al árbol. En todo momento estaba atento al lugar donde ponía los pies. Sólo dio una vuelta. Supuso que Peters le habría advertido a Bergman de que no pisara por allí sin necesidad.