Entró en la vivienda y telefoneó a Ebba. Ella se emocionó y se entristeció, y a Wallander le resultó difícil hablar. Por último, le pidió simplemente que les dijera a los otros lo que había pasado. Que siguieran como siempre, sin él. Bastaba con que le mantuvieran informado si ocurría algo decisivo en la investigación. Él no volvería al trabajo ese día. No sabía aún si volvería al día siguiente. Luego llamó a su hermana Kristina y le dio la noticia de la muerte del padre. Hablaron largo rato. A Wallander le pareció que ella, a diferencia de él, sí estaba preparada para afrontar la posibilidad de que su padre pudiera fallecer de repente. Le ayudaría a localizar a Linda, pues él no tenía el número de teléfono del restaurante donde trabajaba. Luego llamó a Mona. Su ex mujer trabajaba en una peluquería de Malmö, pero no sabía muy bien cómo se llamaba. Una amable telefonista del servicio de información le ayudó a encontrar el número cuando él le dijo de qué se trataba. Notó que le sorprendía su llamada. Enseguida temió que le hubiera pasado algo a Linda. Cuando Wallander le dijo que su padre había muerto, notó que ella, de todos modos, experimentaba cierto alivio. Eso le indignó. Pero no dijo nada. Sabía que Mona y su padre siempre se habían entendido bien. Era natural que se preocupase por Linda. Se acordó de la mañana en que se hundió el Estonia.
—Me figuro cómo te sientes —aseguró ella—. Has temido este momento durante toda tu vida.
—Teníamos tantas cosas de las que hablar… —contestó él—. Ahora, cuando al fin habíamos vuelto a encontrarnos. Y ahora resulta demasiado tarde.
—Siempre es demasiado tarde.
Dijo que iría al entierro y que le ayudaría, si lo necesitaba. Después, una vez terminada la conversación, sintió dentro de sí un vacío espantoso. Marcó el número de Baiba en Riga. Pero ella no contestó. Llamó una y otra vez, pero ella no estaba allí.
Luego volvió al estudio. Se sentó en el viejo trineo de silla como solía, siempre con una taza de café en la mano. Se oía un ligero golpeteo sobre el tejado. Había empezado a llover otra vez. Wallander notó que tenía entre las manos su propio temor a la muerte. El estudio era ya una cripta funeraria. Se levantó con rapidez y se marchó de allí. Volvió a la cocina. Sonó el teléfono. Era Linda. Estaba llorando. Wallander también se echó a llorar. Su hija quería acudir inmediatamente y Wallander le preguntó si hacía falta que él hablara con el hombre para quien trabajaba ella. Pero Linda ya había hablado con el dueño. Iría al aeropuerto de Arlanda y trataría de coger un avión esa misma tarde. Él dijo que iría a buscarla. Pero ella prefirió que se quedara con Gertrud. Llegaría a Ystad y a Löderup por su cuenta.
Esa noche se reunieron todos en la casa de Löderup. Wallander notó que Gertrud estaba muy serena. Empezaron a hablar del entierro. Wallander no estaba muy seguro de que su padre quisiera tener a un sacerdote como oficiante. Pero era Gertrud quien tenía que decidir. La viuda era ella.
—No hablaba nunca de la muerte —dijo ella—. Si la temía o no, no sabría decirlo. Tampoco dijo dónde quería ser enterrado. Pero sí que quiero que venga un sacerdote.
Acordaron que el entierro sería en el Cementerio Nuevo de Ystad. Un entierro sencillo. El padre no había tenido muchos amigos. Linda dijo que ella quería leer un poema, Wallander prometió que él pronunciaría unas palabras y eligieron el salmo que cantarían todos juntos. Al día siguiente llegó Kristina. Ella se quedó en casa con Gertrud y Linda se fue a Ystad, con Wallander. Aquella semana, la muerte les acercó unos a otros. Kristina dijo que ahora que había muerto su padre era a ellos a los que les tocaba el próximo turno. Wallander sentía en todo momento cómo aumentaba su miedo a la muerte. Pero no hablaba de ello. Con nadie. Ni con Linda, ni tampoco con su hermana. Acaso lo hiciera alguna vez con Baiba. Ésta reaccionó con mucho sentimiento cuando por fin consiguió localizarla para contarle lo sucedido. Estuvieron hablando casi una hora. Ella le explicó lo que había sentido cuando murió su padre hacía diez años, y también cuando Karlis, su marido, fue asesinado. Wallander sintió alivio después de hablar con ella. Baiba vivía y no iba a desaparecer.
El mismo día que salió la esquela en el periódico
Ystads Allehanda
, Sten Widén telefoneó desde su finca de las afueras de Skurup. Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez que Wallander hablara con él. Habían sido muy buenos amigos. Compartían un gran interés por la ópera y habían alimentado grandes sueños comunes para el futuro. Sten Widén tenía una hermosa voz. Wallander iba a ser su agente. Pero todo cambió el día en que el padre de Widén murió de repente y él se vio en la obligación de hacerse cargo de la finca en la que entrenaban caballos de carreras. Wallander se hizo policía y su relación se fue espaciando. Pero Sten Widén llamó y le dio el pésame. Después de la conversación, Wallander se preguntó si habría visto alguna vez a su padre. Pero se sintió agradecido por su llamada. Pese a todo, alguien, aparte de los familiares más cercanos, se acordaba de él.
En medio de todo esto, Wallander se obligaba también a seguir siendo policía. Al día siguiente del óbito, el martes 4 de octubre, volvió al trabajo. Había pasado una noche desvelada en su casa. Linda durmió en su antigua habitación. Mona fue a verles y les llevó la cena para, según dijo, hacerles pensar en otra cosa durante un rato. Wallander, por primera vez desde el doloroso divorcio cinco años antes, comprobó que su matrimonio estaba definitivamente superado, también por su parte. Durante demasiado tiempo le había pedido que volviera y había alimentado sueños, que tenían escasos visos de realidad, de que todo volviera a ser como antes. Pero no había camino de regreso. Y ahora era a Baiba a quien quería.
La muerte de su padre le hizo ver que la vida al lado de Mona pertenecía ya al pasado.
Que durmiera mal esta semana antes del entierro no era quizá de extrañar. Pero a sus colegas les dio la impresión de estar como siempre. Ellos le dieron el pésame y él se lo agradeció. Luego se puso enseguida a trabajar en la investigación en curso. Lisa Holgersson le llevó aparte en el pasillo para proponerle que se tomara unos días libres. Pero él rechazó la propuesta. Notaba que, durante las horas del día que pasaba trabajando, el dolor por la muerte del padre era menos intenso.
Era difícil afirmar si dependía de que Wallander no estaba allí, impulsando todo el tiempo el trabajo, pero lo cierto es que la investigación fue muy despacio la semana anterior al entierro. El otro asunto que reclamaba su interés y que proyectaba sin cesar su sombra sobre el asesinato de Holger Eriksson, era la desaparición de Gösta Runfeldt. Nadie entendía lo que había pasado. Se había esfumado. Ninguno de los policías creía ya que hubiera una explicación natural de su desaparición. Por otro lado, no habían logrado encontrar nada que apuntase a una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Lo único que parecía completamente claro en lo que al último se refería era que su mayor interés en la vida eran las orquídeas.
—Deberíamos investigar qué pasó cuando se ahogó su mujer —observó Wallander en una de las reuniones en las que participó la semana antes del entierro. Ann-Britt Höglund dijo que se ocuparía de ello.
—¿Y la empresa de venta por correo de Borås? —preguntó Wallander a continuación—. ¿Qué ha pasado con ellos? ¿Qué dice la policía de allí?
—Se pusieron a ello inmediatamente —contestó Svedberg—. Parece que no es la primera vez que esa empresa se dedica a la importación ilegal de equipos de escucha. Según la policía de Borås, la empresa aparece y desaparece para volver a aparecer con otro nombre y otra dirección. A veces también con otros dueños. Si no me equivoco, ya han practicado un registro. Estamos a la espera de un informe escrito.
—Lo más importante para nosotros es saber si Gösta Runfeldt ha comprado allí algo anteriormente —dijo Wallander—. Del resto no necesitamos ocuparnos por ahora.
—El registro de clientes era muy deficiente. Pero la policía ha encontrado material prohibido y muy avanzado en sus locales. Si les he entendido bien, Runfeldt habría podido ser, prácticamente, un espía.
Wallander meditó un momento acerca de lo que acababa de afirmar Svedberg.
—¿Por qué no? No podemos descartar nada. Runfeldt debía tener un propósito para comprar ese material.
Así que se tomaban la desaparición de Runfeldt muy en serio. Pero por lo demás, estaban completamente concentrados en la búsqueda del asesino o asesinos de Holger Eriksson. Buscaban a Harald Berggren sin encontrar el más leve rastro. El Museo de Estocolmo les había informado de que la cabeza reducida, encontrada junto con el diario en la caja fuerte de Holger Eriksson, procedía con mucha seguridad del Congo —Zaire en la actualidad— y que se trataba, sí, de una cabeza humana. Hasta ahí estaba todo claro. Pero ¿quién era ese Harald Berggren? Hablaron con muchas personas que habían conocido a Holger Eriksson en diferentes momentos de su vida. Pero nadie había oído hablar nunca de Berggren. Nadie había oído hablar tampoco de que Holger Eriksson hubiera tenido contacto con el mundo clandestino en el que los mercenarios se movían como ratas esquivas haciendo sus contratos con los diferentes emisarios del diablo. Por fin fue Wallander el que aportó una idea que dio un nuevo impulso a la investigación.
—Hay muchas cosas raras en torno a Holger Eriksson. Especialmente el hecho de que no exista ni una sola mujer en su entorno. En ninguna parte, nunca. Eso hace que haya empezado a preguntarme si puede haber una relación homosexual entre Holger Eriksson y el hombre llamado Harald Berggren. En su diario tampoco hay ninguna mujer.
Se hizo el silencio en la sala de reuniones. Nadie parecía haber considerado la posibilidad que Wallander acababa de exponer.
—Resulta un poco extraño que hombres homosexuales elijan una actividad tan varonil como la de ser soldado —objetó Ann-Britt Höglund.
—En absoluto —contestó Wallander—. No es nada raro que hombres homosexuales sean soldados. Puede ser para ocultar su condición. O por otras razones.
Martinsson estudiaba la fotografía de los tres hombres junto al termitero.
—Me da la sensación de que puedes estar en lo cierto —señaló—. En estos tres hombres hay un no sé qué femenino.
—¿El qué? —preguntó Ann-Britt Höglund con curiosidad.
—No sé —respondió Martinsson—. Quizá la forma en que se apoyan en el termitero. El pelo.
—No vale la pena seguir aquí haciendo cábalas —interrumpió Wallander—. Lo único que hago es señalar esta posibilidad. Hay que tenerla presente, lo mismo que otras cosas.
—Es decir, que buscamos a un mercenario homosexual —concluyó Martinsson sombríamente—. ¿Dónde se encuentra a alguien así?
—Eso es justamente lo que no debemos hacer —replicó Wallander—. Pero tenemos que valorar esta posibilidad al igual que el resto.
—De todas las personas a las que he entrevistado, nadie ha insinuado siquiera la posibilidad de que Holger Eriksson fuera homosexual —intervino Hansson, que había permanecido callado hasta este momento.
—No es una cosa de la que se hable abiertamente —replicó Wallander—. En todo caso, no hombres de esa generación. Si Holger Eriksson era homosexual, lo fue en una época en que, en este país, se les hacía chantaje a personas de esa condición.
—¿Quieres decir, pues, que tenemos que empezar a preguntar a la gente si Holger Eriksson puede haber sido homosexual? —preguntó Svedberg, que tampoco había hablado mucho durante la reunión.
—La manera de hacerlo tenéis que decidirla vosotros —contestó Wallander—. No sé siquiera si será acertado. Pero no podemos descartar la posibilidad.
Más adelante, Wallander vería claramente que en ese preciso instante la investigación entró en otra fase. Fue como si todos hubieran entendido que nada iba a ser fácil ni accesible en el asesinato de Holger Eriksson. Tenían que vérselas con uno o con varios autores, y cabía la sospecha de que el motivo del crimen estuviera escondido en el pasado. Un pasado bien oculto a miradas ajenas. Continuaron con el laborioso trabajo de base. Esclarecieron todo lo que pudieron encontrar sobre la vida de Holger Eriksson. Svedberg se pasó incluso varias noches leyendo a fondo y muy atentamente los nueve libros de poemas que Holger Eriksson había publicado. Finalmente, Svedberg pensó que se estaba volviendo loco con todas las complicaciones anímicas que, al parecer, existían en el mundo de las aves. Pero no le pareció haber aprendido algo más acerca de Holger Eriksson. Martinsson llevó a su hija Terese a Falsterbo una tarde de mucho viento y hablaron con varios observadores de pájaros que, con la cabeza echada hacia atrás, escudriñaban las nubes grises. Lo único que sacó en limpio, aparte de estar con su hija, que había manifestado interés por hacerse miembro de la Asociación de Biólogos de Campo, fue que la noche en que Holger Eriksson había sido asesinado, grandes bandadas de zorzales alirrojos habían salido de Suecia. Martinsson habló después con Svedberg, quien afirmó que no había ni un solo poema sobre zorzales alirrojos en ninguno de los nueve libros.
—En cambio, hay tres largos poemas sobre agachadizas comunes —dijo Svedberg con cierta inseguridad—. ¿Hay algo que se llame agachadiza real?
Martinsson lo ignoraba. Y la investigación siguió su curso.
Por fin llegó el día del entierro. La reunión sería en el crematorio. Unos días antes, para su sorpresa, Wallander se enteró de que el oficiante sería una mujer. Además, no era un sacerdote cualquiera. Él la había conocido en una ocasión memorable el verano pasado. Después se alegraría de que hubiera sido ella la oficiante. Sus palabras fueron sencillas, sin caer en ningún momento ni en la grandilocuencia ni en el patetismo. La víspera le había telefoneado para preguntarle si su padre había sido creyente. Wallander contestó que no. Pero le habló en cambio de su pintura. Y del viaje a Roma. El entierro resultó menos insoportable de lo que había temido Wallander. El ataúd de madera, de color castaño, tenía una sencilla decoración de rosas. La que manifestó sus sentimientos con más intensidad fue Linda. Nadie puso en duda tampoco que su dolor fuera auténtico. Acaso fuera ella la que más echase en falta al hombre que había muerto.
Tras la ceremonia, fueron a Löderup. Ahora que ya había tenido lugar el entierro, Wallander sentía alivio. No sabía cómo serían sus reacciones más tarde. Aún parecía como si no acabara de comprender lo que había pasado. Pensó que pertenecía a una generación muy mal preparada para aceptar que la muerte siempre está cerca. En su caso, esa sensación se reforzaba, curiosamente, por el hecho de que en su trabajo como policía tenía que ocuparse de muchas personas muertas. Pero ahora se había demostrado que estaba tan indefenso como cualquiera. Pensó en la conversación que había tenido con Lisa Holgersson la semana anterior.