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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (43 page)

BOOK: La quinta mujer
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Se reanudó la reunión. Hicieron un nuevo reparto de tareas de modo que Hamrén y los dos policías de Malmö entrasen inmediatamente en la investigación. A las once menos cuarto, Wallander decidió que era hora de levantar la sesión. Sonó un teléfono. Martinsson, que estaba cerca, cogió el auricular. Wallander tenía hambre. Tal vez aún tuviera tiempo de acercarse a Löderup a ver a Gertrud a última hora de la tarde. Entonces se fijó en que Martinsson había levantado la mano. Se hizo el silencio en torno a la mesa. Martinsson escuchaba con gran atención. Miró a Wallander, que se dio cuenta enseguida de que algo grave había ocurrido. «No otra vez», pensó. «No puede ser, no podemos más».

Martinsson colgó el auricular:

—Han encontrado un cadáver en el lago Krageholmssjön —dijo.

Wallander pensó por un instante que aquello no tenía que significar por fuerza que el asesino que buscaban hubiera vuelto a actuar. Los accidentes por ahogamiento no eran raros.

—¿Dónde? —preguntó.

—Hay un pequeño camping en la parte este. El cuerpo estaba muy cerca del embarcadero.

Wallander comprendió luego que se había sentido aliviado demasiado pronto. Martinsson aún tenía más cosas que decir:

—El cadáver está dentro de un saco. Un hombre.

«Entonces ha vuelto a ocurrir», pensó Wallander. El nudo del estómago reapareció.

—¿Quién ha llamado? —preguntó Svedberg.

—Un campista. Telefoneaba desde un móvil. Estaba muy alterado. Parecía que vomitaba en mi propia oreja.

—No debe de haber nadie que haga camping ahora —objetó Svedberg.

—Hay caravanas que están allí todo el año —añadió Hansson—. Yo sé dónde es.

De pronto, Wallander se sintió incapaz de dominar la situación. Deseó alejarse de todo. Tal vez Ann-Britt Höglund lo notara. Fue ella, en todo caso, quien le salvó al levantarse:

—Será mejor que vayamos.

—Sí —repuso Wallander—. Seguro que es mejor que vayamos ahora mismo.

Como Hansson sabía adónde tenían que ir, Wallander se sentó en su coche. Los otros les siguieron. Hansson conducía deprisa y no muy bien. Wallander frenaba con los pies. Sonó el teléfono del coche. Era Per keson, que quería hablar con Wallander.

—¿Qué es lo que me están diciendo? —preguntó—. ¿Otra vez?

—Es muy pronto para contestar. Pero el riesgo existe.

—¿Por qué existe el riesgo?

—Si hubiera sido un cadáver que flotara, podía haberse tratado de un accidente o un suicidio. Un cadáver metido en un saco es un asesinato. No puede ser nada más.

—¡Vaya putada! —dijo Per keson.

—Eso digo yo.

—Tenme informado. ¿Dónde estás ahora?

—Camino del lago Krageholmssjön. Supongo que estaremos allí dentro de unos veinte minutos.

La conversación se terminó. Wallander pensó que iban camino del mismo sitio donde habían encontrado la maleta. El lago estaba en las proximidades del triángulo que se había imaginado anteriormente.

Al parecer, Hansson estaba pensando en lo mismo.

—El lago está a mitad de camino entre Lödinge y el bosque de Marsvinsholm. No son grandes distancias.

Wallander cogió el teléfono y marcó el número de Martinsson. El coche iba justo detrás de ellos. Martinsson contestó.

—¿Qué más dijo el hombre que ha telefoneado? ¿Cómo se llamaba?

—Creo que no me dijo el nombre. Pero era de aquí, de Escania.

—Un cadáver en un saco. ¿Cómo supo que había un cadáver en el saco? ¿Lo había abierto?

—Salía un pie con el zapato puesto.

A pesar de que la comunicación era mala, Wallander pudo notar el desagrado de Martinsson. Terminó la conversación.

Llegaron a Sövestad y doblaron a la izquierda. Wallander pensó en la mujer que había sido clienta de Gösta Runfeldt. Por todas partes había recordatorios de los sucesos. Si había un centro geográfico, ése era Sövestad.

Se vislumbraba el lago entre los troncos de los árboles. Wallander trató de prepararse para lo que le esperaba.

Cuando doblaron para bajar hacia el desierto camping, se les acercó un hombre corriendo. Wallander se apeó del coche antes de que Hansson hubiese parado del todo.

—Allí abajo —indicó el hombre. Su voz era temblorosa y tartamudeaba.

Wallander fue bajando despacio hacia la pequeña cuesta que conducía al embarcadero. Ya de lejos divisó algo en el agua, a uno de los lados del embarcadero. Martinsson le dio alcance, pero se quedó en el estribo. Los otros esperaban detrás. Wallander caminó con cuidado por el embarcadero. Éste cedía a su paso. El agua era de color marrón y parecía muy fría. Sintió un escalofrío.

El saco era visible sólo en parte por encima de la superficie del agua. Asomaba un pie. El zapato era marrón y tenía cordones. Por un agujero de la pernera del pantalón se veía la piel blanca.

Wallander miró hacia la orilla y llamó a Nyberg con la mano. Hansson hablaba con el hombre que había telefoneado, Martinsson esperaba más arriba, Ann-Britt Höglund estaba sola. Wallander pensó que era como una fotografía. La realidad congelada, captada.

La vivencia se interrumpió cuando Nyberg pisó el embarcadero. Volvía la realidad. Wallander se puso en cuclillas y Nyberg hizo lo propio.

—Un saco de yute —dijo éste—. Suelen ser resistentes. Y, sin embargo, se le ha abierto un agujero. Debe de ser viejo.

Wallander deseó que Nyberg tuviera razón. Pero sabía ya que no era ése el caso.

El saco no tenía ningún agujero. Se notaba que el hombre lo había hecho a patadas. Las fibras del saco habían sido separadas y luego desgarradas.

Wallander sabía lo que significaba aquello.

El hombre estaba vivo cuando le metieron en el saco y le tiraron al lago.

Wallander respiró hondo, tenía ganas de vomitar y mareos. Nyberg le miró inquisitivamente, pero no dijo nada. Se limitó a esperar.

Wallander siguió respirando hondo una y otra vez. Luego dijo lo que pensaba, lo que sabía que era verdad.

—El agujero lo ha hecho a patadas. Eso significa que estaba vivo cuando le tiraron al lago.

—¿Ejecución? —preguntó Nyberg—. ¿Ajuste de cuentas entre diferentes grupos criminales?

—A lo mejor es eso —contestó Wallander—. Pero yo no lo creo.

—¿El mismo hombre?

Wallander asintió con la cabeza.

—Eso parece.

Wallander se incorporó con esfuerzo. Le flaqueaban las rodillas. Volvió a la orilla. Nyberg se quedó fuera, en el embarcadero. Los técnicos acababan de llegar con su coche. Wallander subió y se acercó a Ann-Britt Höglund. Ahora estaba en compañía de Lisa Holgersson. Los otros fueron llegando. Finalmente se reunieron todos. El hombre que encontró el saco se había sentado en una piedra y apoyaba la cabeza en las manos.

—Puede ser el mismo asesino —afirmó Wallander—. Si es así, esta vez ha ahogado a una persona en un saco.

El malestar recorrió el grupo como un estremecimiento.

—Tenemos que parar a ese loco —exclamó Lisa Holgersson—. ¿Qué es lo que está pasando realmente en este país?

—Un foso con estacas. Un hombre estrangulado atado a un árbol. Y, ahora, un hombre ahogado —enumeró Wallander.

—¿Sigues pensando que una mujer sería capaz de hacer algo así? —preguntó Hansson. Su tono era manifiestamente agresivo.

Wallander se hizo a su vez la pregunta a sí mismo en silencio. ¿Qué creía él en realidad? En el curso de unos segundos, desfilaron por su mente todos los sucesos.

—No —contestó luego—. No lo pienso. Porque no quiero pensarlo. Pero, a pesar de todo, puede ser una mujer la que lo ha hecho. O la que, al menos, ha sido cómplice.

Miró a Hansson.

—La pregunta está mal formulada —continuó—. No se trata de lo que yo crea. Se trata de lo que ocurre en este país hoy día.

Wallander bajó de nuevo hasta el borde del lago. Un cisne solitario se acercaba al embarcadero, deslizándose sin ruido por la oscura superficie del agua.

Wallander se quedó mirándolo un buen rato.

Luego, se subió la cremallera de la chaqueta y volvió junto a Nyberg, que ya había empezado a trabajar.

Escania

17 de octubre-3 de noviembre de 1994

25

Nyberg fue cortando el saco con cuidado. Wallander volvió al embarcadero para ver la cara del cadáver, junto con un médico que acababa de llegar.

No le conocía. No le había visto nunca. Lo que, como es natural, tampoco esperaba. Wallander pensó que la víctima tendría entre cuarenta y cincuenta años.

Miró el cadáver, que acababan de extraer del saco, menos de un minuto. No podía más, sencillamente. El mareo persistía en su cabeza. Nyberg terminó de registrar los bolsillos del hombre.

—Lleva un traje caro —afirmó—. Los zapatos tampoco son baratos.

No encontraron nada en los bolsillos. Alguien se había tomado la molestia, pues, de retrasar la identificación. Con lo que sí tuvo que contar, en cambio, el asesino era con que pronto encontrarían el cadáver en el lago. De modo que la intención no había sido ocultarlo. El cadáver estaba a un lado. El saco, en un plástico. Nyberg llamó a Wallander, que se había apartado.

—Está todo perfectamente calculado. Se podría pensar que el asesino se ha servido de una balanza. O, si no, que tiene conocimientos acerca de la distribución del peso y la resistencia del agua.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Wallander.

Nyberg señaló unos gruesos rebordes que había en el interior del saco.

—Todo está minuciosamente preparado. El saco lleva cosidos unos pesos que le han garantizado al autor dos cosas. Por una parte, que haya flotado con un pequeño cojín de aire por encima de la superficie del agua. Y por otra, los pesos no han sido tantos como para que, sumados al del hombre, hayan arrastrado el saco hasta el fondo. Como todo está tan bien calculado, la persona que haya preparado el saco debe saber cuánto pesaba el muerto. Por lo menos, con alguna aproximación. Y un margen de error de unos cuatro o cinco kilos.

Wallander se obligó a reflexionar, a pesar de que todos los pensamientos acerca de cómo había sido asesinado el hombre le provocaban vómitos y mareos.

—La estrecha franja de aire garantizaba, pues, que el hombre se ahogase realmente, ¿no es eso?

—Yo no soy médico —dijo Nyberg—. Pero seguro que estaba vivo cuando le tiraron al agua. Este hombre ha sido, sin duda, asesinado.

El médico que, de rodillas, estaba reconociendo el cadáver había oído la conversación. Se incorporó y se acercó a ellos. El embarcadero se balanceaba bajo sus pies.

—Es, naturalmente, muy pronto para hacer una declaración definitiva sobre cualquier cosa —dijo—. Pero sí se puede partir de la base de que se ha ahogado.

—Que se ha ahogado, no —dijo Wallander—. Que le han ahogado.

—Es la policía la que determina si esto es un accidente o un asesinato. Si se ha ahogado o si le han ahogado. Yo sólo puedo hablar de lo que ha sucedido en su cuerpo.

—¿Algún daño exterior? ¿Algún golpe o herida?

—Tenemos que quitarle la ropa para poder contestar a eso. Pero en las partes del cuerpo que están a la vista, no he podido apreciar nada. El reconocimiento forense puede llegar a otras conclusiones, por supuesto.

Wallander asintió.

—Quisiera saber cuanto antes si encuentras alguna señal de que ha sido objeto de violencia.

El médico volvió a su trabajo. Aunque Wallander le había visto varias veces, no podía acordarse de su nombre.

Abandonó el embarcadero y reunió en la playa a sus colaboradores más próximos. Hansson acababa de dar por terminada la conversación con la persona que había descubierto el saco en el agua.

—No encontramos papeles de identificación —empezó Wallander—. No sabemos quién es. Eso es lo más importante en este momento. Tenemos que enterarnos de su identidad. Antes de eso, no podemos hacer nada. Podéis empezar por repasar las denuncias de desapariciones.

—Hay un riesgo grande de que aún no le hayan echado en falta —dijo Hansson—. Nils Göransson, el hombre que le encontró, asegura que estuvo aquí ayer por la tarde. Trabaja por turnos en un taller de maquinaria de Svedala y suele venir por aquí porque le cuesta dormirse. Acaba justamente de empezar un turno. Estuvo aquí ayer. Va siempre hasta el final del embarcadero. Y entonces no había ningún saco. Así que deben de haberlo tirado al agua durante la noche. O ayer, a última hora de la tarde.

—O esta mañana —replicó Wallander—. ¿A qué hora llegó él?

Hansson repasó sus notas.

—A las ocho y cuarto. Terminó su turno a las siete y vino aquí en el coche, directamente. Por el camino, se paró a desayunar.

—Bueno, pues ya lo sabemos. No ha pasado mucho tiempo. Eso nos puede dar alguna ventaja. La dificultad será identificarle.

—El saco puede haber sido tirado al lago en otro lugar —sugirió Nyberg. Wallander movió negativamente la cabeza.

—No ha estado mucho tiempo en el agua. Y aquí tampoco hay corrientes de entidad.

Martinsson, preocupado, pateaba la arena como si tuviera frío.

—¿Tiene que ser necesariamente la misma persona? —preguntó—. A mí me parece que esto es diferente.

Wallander tenía una seguridad completa en lo que dijo:

—No. Es el mismo asesino. En cualquier caso, lo más sensato es partir de esa base. Y contemplar otras posibilidades cuando haga falta.

Luego les dijo que se pusieran en marcha. Ya no hacían nada de utilidad allí, en la playa de Krageholmssjön.

Los automóviles partieron. Wallander miró al agua. El cisne había desaparecido. Contempló a los hombres que trabajaban en el embarcadero. La ambulancia, los coches de policía, las cintas de acordonamiento. El conjunto de todo aquello le provocó de repente una sensación de irrealidad total. Tenía ante sí una naturaleza rodeada de cintas de plástico que delimitaban el lugar del crimen. Adondequiera que iba, encontraba personas muertas. Podía buscar con la mirada un cisne en la superficie del agua. Pero en el primer plano yacía una persona que acababa de ser extraída, muerta, de un saco.

Pensó que su trabajo, en el fondo, no era nada más que un mal pagado tormento. Le pagaban para que aguantase. Las cintas de acordonamiento se enroscaban en su vida como una serpiente.

Se acercó a Nyberg, que enderezaba la espalda.

—Hemos encontrado una colilla —señaló—. Eso es todo. Por lo menos aquí en el embarcadero. Pero hemos tenido tiempo de hacer un reconocimiento, si bien superficial, de la arena. Buscando las huellas de arrastre. No hay ninguna. Quienquiera que haya transportado el saco ha tenido que ser un forzudo. A no ser que le haya atraído hasta aquí y le haya metido luego en el saco.

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