Authors: Paulo Coelho
Sacó de la bolsita el óleo sagrado, con el que se untó la frente y las muñecas. Después, con el bastón, dibujó en la arena el toro y la pantera, símbolos del Dios de la Tempestad y de la Gran Diosa. Recitó las oraciones rituales y al finalizar abrió los brazos hacia el cielo para recibir la revelación divina.
Los dioses ya no hablaban más. Ya habían dicho todo lo que querían, y ahora exigían solamente el cumplimiento de los rituales. Los profetas habían desaparecido en todo el mundo, excepto en Israel, que era un país atrasado y supersticioso, que todavía creía que los hombres pueden comunicarse con los creadores del Universo.
Recordó que, dos generaciones atrás, Tiro y Sidón habían comerciado con un rey de Jerusalén llamado Salomón. Él estaba construyendo un gran templo, y quería adornarlo con lo mejor que existiera en el mundo; entonces mandó comprar los cedros de Fenicia, que ellos llamaban Líbano. El rey de Tiro suministró el material necesario y recibió a cambio veinte ciudades de Galilea, pero éstas no le agradaron. Salomón, entonces, había ayudado a construir sus primeros barcos, y ahora Fenicia tenía la mayor flota comercial del mundo.
En aquella época, Israel aún era una gran nación, aun cuando adorase a un solo Dios, del cual ni siquiera sabían su nombre, y acostumbraban a llamarlo simplemente «el Señor». Una princesa de Sidón había conseguido hacer que Salomón retomase la verdadera fe, y él había edificado un altar a los dioses de la Quinta Montaña. Los israelitas insistieron en que «el Señor» había castigado al más sabio de sus reyes haciendo que las guerras lo alejasen del gobierno.
Su hijo Jeroboam, no obstante, continué el culto que su padre había iniciado. Mandó crear dos becerros de oro, que el pueblo israelita adoraba. Fue entonces cuando los profetas entraron en escena, y comenzaron una lucha sin tregua con el gobierno.
Jezabel tenía razón: la única manera de mantener viva la verdadera fe era acabando con los profetas. Aun cuando ella fuese una mujer suave, educada en la tolerancia y en el horror a la guerra, sabía que existe un momento en el cual la violencia es la única salida. La sangre que ahora manchaba sus manos seria perdonada por los dioses a los que servia.
«En breve mis manos también estarán manchadas de sangre —dijo el sacerdote a la montaña que se elevaba silenciosa frente a él—. Así como los profetas son la maldición de Israel, la escritura es la maldición de Fenicia. Ambos causan un mal que puede ser irremediable, y es preciso detener a los dos mientras aún es posible. El dios del Tiempo no puede partir ahora.»
Estaba preocupado con lo que había sucedido aquella mañana: el ejército enemigo no había atacado. El dios del Tiempo ya había abandonado a Fenicia en el pasado, irritado con sus habitantes. En consecuencia, se apagó el fuego de las lámparas, los carneros y vacas abandonaron a sus crías y el trigo y la cebada continuaron siempre verdes. El dios Sol mandó gente importante a buscarlo: el Águila y el dios de la Tempestad. Pero nadie conseguía encontrar al dios del Tiempo. Finalmente, la Gran Diosa envió a una abeja, que lo encontró durmiendo en un bosque, y lo picó. Él se despertó furioso y comenzó a destruir todo cuanto lo rodeaba. Fue necesario prenderlo y retirar el odio que había en su alma y, a partir de entonces, todo volvió a la normalidad.
Si se decidiese a partir otra vez, la batalla no tendría lugar. Los asirios quedarían para siempre a la entrada del valle y Akbar continuaría existiendo.
«El valor es la plegaria del miedo —se dijo—. Por eso estoy aquí; porque no puedo vacilar en el momento del combate. Tengo que mostrar a los guerreros de Akbar que existe una razón para defender la ciudad. No es el pozo, ni el mercado, ni el palacio del gobernador. Vamos a enfrentar el ejército asirio porque tenemos que dar el ejemplo.»
La victoria asiria acabaría para siempre con la amenaza del alfabeto. Los conquistadores impondrían su lengua y sus costumbres, aunque continuasen adorando a los mismos dioses en la Quinta Montaña. Y esto era lo importante.
«En el futuro, nuestros navegantes llevarán a otros países las hazañas de los guerreros. Los sacerdotes recordarán los nombres y la fecha en que Akbar intenté resistir la invasión asiria. Los pintores dibujarán caracteres egipcios en los papiros, los escribas de Biblos estarán muertos. Los textos sagrados continuarán exclusivamente en poder de aquellos que nacieron para aprenderlos. Entonces las próximas generaciones intentarán imitar lo que hicimos, y construiremos un mundo mejor.
»Pero ahora —continuó él— necesitamos perder esta batalla. Lucharemos con bravura, pero estamos en una situación inferior, y moriremos con gloria.»
En ese momento el sacerdote escuchó a la noche y vio que tenía razón. El silencio anticipaba el momento de un combate importante, pero los habitantes de Akbar lo interpretaban de una manera equivocada; bajaron sus lanzas, y se divertían cuando tenían que vigilar. No prestaban atención al ejemplo de la naturaleza; los animales permanecen silenciosos cuando el peligro está próximo.
«Que se cumplan los designios de los dioses. Que los cielos no caigan sobre la Tierra, porque hicimos todo como es debido, y obedecimos a la tradición», concluyó él.
Elías, la mujer y el niño iban en dirección oeste, hacia donde estaba Israel. No había necesidad de pasar por el campamento asirio, que se encontraba al sur. La luna llena facilitaba la caminata pero, al mismo tiempo, proyectaba sombras extrañas y dibujos siniestros en las rocas y piedras del valle.
En medio de la oscuridad, surgió el ángel del Señor. Traía una espada de fuego en su mano derecha.
—¿Adónde vais? —preguntó.
—A Israel.
—¿El Señor te llamó?
—Ya conozco el milagro que Dios espera que haga. Y ahora sé dónde debo ejecutarlo.
—¿El Señor te llamó? —repitió el ángel.
Elías permaneció en silencio.
—¿El Señor te llamó? —dijo el ángel por tercera vez.
—No.
—Entonces vuelve al lugar de donde saliste, porque aún no has cumplido tu destino. El Señor aún no te llamó.
—¡Deja al menos que ellos partan, porque nada tienen que hacer aquí! —imploró Elías.
Pero el ángel ya no estaba más allá. Elías dejó en el suelo el saco que cargaba. Se sentó en medio del camino y lloró amargamente.
—¿Qué ha pasado? —preguntaron la mujer y el niño, que no habían visto nada.
—Vamos a volver —dijo él—. El Señor así lo desea.
No consiguió dormir bien. Se despertó en medio de la noche y percibió la tensión del aire a su alrededor un viento maligno soplaba por las calles, sembrando miedo y desconfianza.
«En el amor de una mujer descubrí el amor por todas las criaturas —rezaba en silencio—. La necesito. Sé que el Señor no se olvidará de que soy uno de Sus instrumentos, quizás el más débil de los que escogió. Ayúdame, Señor, porque necesito reposar tranquilo en medio de las batallas.»
Se acordó del comentario del gobernador acerca de la inutilidad del miedo. A pesar de eso, no conseguía conciliar el sueño. «Necesito energía y tranquilidad; dadme reposo mientras sea posible.»
Pensó en llamar a su ángel, conversar un poco con él; pero podía oír cosas que no deseaba y cambió de idea. Para relajarse, bajó hasta la sala; las alforjas que la mujer había preparado para la fuga aún no estaban deshechas.
Pensó en ir a su habitación. Se acordé de lo que el Señor había dicho a Moisés antes de una batalla:
El hombre que ama a una mujer y aún no la recibió, que retorne a su casa para que no muera en la lucha y otro hombre la reciba.
Aún no habían dormido juntos. Pero había sido una noche extenuante, y no era éste el momento de hacerlo.
Resolvió deshacer las alforjas y colocar cada cosa en su lugar. Descubrió que ella se había llevado, además de las pocas ropas que poseía, los instrumentos para dibujar los caracteres de Biblos.
Tomó un estilete, mojó una pequeña tablilla de barro y comenzó a garabatear algunas letras; había aprendido a escribir mientras miraba trabajar a la mujer.
«¡Qué cosa tan simple y genial!», pensó, tratando de distraerse. Muchas veces, cuando iba a buscar un poco de agua, escuchaba los comentarios de las mujeres: «Los griegos robaron nuestra invención más importante». Elías sabía que no era así: la adaptación que ellos habían hecho, al incluir las vocales, había transformado el alfabeto en algo que todos los pueblos y naciones podrían usar. Además, llamaban a sus colecciones de pergaminos
biblias,
en homenaje a la ciudad donde había ocurrido la invención.
Las biblias griegas eran escritas en cuero de animales. Elías pensaba que era una manera muy frágil de guardar las palabras; el cuero no era tan resistente como las tablillas de barro, y podía ser robado fácilmente. Los papiros se rompían después de algún tiempo de uso, y eran destruidos por el agua.
«Las biblias y papiros no resultarán; sólo las tablillas de barro están destinadas a permanecer para siempre», reflexiono.
En el caso de que Akbar sobreviviese por algún tiempo más, recomendaría al gobernador que mandase escribir toda la historia de su país y guardase las tablillas de barro en una sala especial, de modo que las generaciones futuras pudiesen consultarlas. De esta manera, si por cualquier causa los sacerdotes fenicios, que guardaban en la memoria la historia de su pueblo, desaparecieran algún día, las gestas de los guerreros y de los poetas no serían olvidadas.
Jugó durante algún tiempo, dibujando las mismas letras en orden diferente y formando varias palabras, y quedó maravillado con el resultado. Esa tarea le calmó los nervios y volvió a la cama.
Transcurrido algún tiempo, se despertó al oír un estruendo; la puerta de su cuarto estaba siendo derribada.
«No es un sueño. No son los ejércitos del Señor en combate.»
Salían sombras de todos los rincones, gritando como dementes en un lenguaje que él no entendía...
«¡Los asirios!»
Se oían ruidos de otras puertas que caían, paredes que eran derribadas con potentes golpes de martillo; los gritos de los invasores se mezclaban con los pedidos de socorro que subían de la plaza. Intenté ponerse en pie, pero una de las sombras lo derribé al suelo. Un ruido sordo sacudió el piso de abajo.
«Fuego —pensó Elías—. Han incendiado la casa.»
—Y tú —escuchó a alguien decir en fenicio—, tú eres el jefe. Escondido como un cobarde en la casa de una mujer.
Miró el rostro de quien había acabado de hablar; las llamas iluminaban el cuarto, y él pudo ver a un hombre, de barba larga, en uniforme militar. Sí, los asirios habían llegado.
—¿Habéis invadido de noche? —preguntó, desorientado.
Pero el hombre no respondió. Vio el brillo de las espadas desenvainadas, y uno de los guerreros lo hirió en el brazo derecho.
Elías cerró los ojos; las escenas de toda su vida pasaron frente a él en una fracción de segundo. Volvió a jugar en las calles de la ciudad donde había nacido, viajé por primera vez hasta Jerusalén, sintió el olor de la madera cortada en la carpintería, se deslumbré nuevamente con la vastedad del mar y con la ropa que usaban en las grandes ciudades de la costa. Se vio a sí mismo paseando por los valles y montañas de la tierra prometida, se acordó de que había conocido a Jezabel, que aún parecía una niña y encantaba a todos cuantos se le aproximaban. Asistió otra vez a la masacre de los profetas, volvió a escuchar la voz del Señor que le ordenaba ir al desierto. Volvió a ver los ojos de la mujer que lo esperaba en la entrada de Sarepta (ciudad a la que sus habitantes llamaban Akbar) y se dio cuenta de que la había amado desde el primer momento. Volvió a subir a la Quinta Montaña, a resucitar al niño, a ser recibido por el pueblo como sabio y juez. Miró hacia el cielo que cambiaba rápidamente sus constelaciones de lugar, se deslumbré con la luna que mostraba sus cuatro fases en un mismo instante, sintió el frío, el calor, el otoño y la primavera, la lluvia y el fulgor del rayo. Las nubes volvieron a pasar en millones de formas diferentes y los ríos hicieron correr sus aguas por segunda vez en el mismo lecho. Revivió el día en que había notado cómo estaba siendo armada la primera tienda asiria, después la segunda, las varias, las múltiples, los ángeles que iban y venían, la espada de fuego en el camino hacia Israel, el insomnio, los dibujos en las tablillas, y....
Estaba otra vez en el presente. Pensaba en lo que estaría sucediendo en el piso de abajo. Era preciso salvar a cualquier precio a la viuda y a su hijo.
—¡Fuego! —decía a los soldados enemigos—. ¡La casa se está quemando!
No tenía miedo. Su única preocupación eran la viuda y su hijo. Alguien empujó su cabeza contra el suelo y él sintió el sabor de la tierra en su boca. La besó, le dijo cuánto la amaba y le explicó que había hecho lo posible para evitar aquello. Quería librarse de sus captores, pero alguien mantenía el píe en su pescuezo.
«Debe de haber huido —pensó—. No harían daño a una mujer indefensa.»
Una profunda calma invadió su corazón. Tal vez el Señor se había dado cuenta de que él no era el hombre adecuado y había descubierto otro profeta para rescatar a Israel del pecado. La muerte había llegado, por fin, de la manera esperada, a través del martirio. Aceptó su destino y se quedó esperando el golpe mortal.
Pasaron algunos segundos; las voces continuaban gritando, la sangre chorreaba de su herida, pero el golpe fatal no llegaba.
—¡Pide que me maten ya! —gritó, sabiendo que por lo menos uno de aquellos hombres hablaba su lengua.
Pero nadie le hizo caso. Discutían acaloradamente, como si hubiera surgido alguna complicación. Algunos soldados empezaron a darle patadas y, por primera vez, Elías notó que el instinto de conservación retornaba, lo que le produjo pánico.
«No puedo desear ya la vida —pensó desesperado—, porque no conseguiré salir de este cuarto.»
No obstante, nada sucedía y el mundo parecía eternizarse en aquella confusión de gritos, ruidos y polvo. Quizás el Señor había hecho lo mismo que con Josué, y el tiempo se había detenido en medio del combate.
Fue entonces cuando escuchó los gritos de una mujer en el piso de abajo. En un esfuerzo sobrehumano consiguió empujar a uno de los guardias y levantarse, pero pronto lo volvieron a derribar. Un soldado le pegó una patada en la cabeza, y él se desmayó.
Algunos minutos después recuperé el sentido. Los asirios lo habían llevado al medio de la calle.