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Authors: Paulo Coelho

La quinta montaña (18 page)

BOOK: La quinta montaña
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Pero ellos llevaban aquí varias generaciones. No se puede desistir tan fácilmente.

—Intenta explicar eso a alguien que perdió todo.

—¡Ayúdame! —dijo Elías, cargando otro cuerpo sobre los hombros y colocándolo en la pila—. Vamos a incinerarlos para que el dios de la peste no nos venga a visitar. Le horroriza el olor a carne quemada.

—Que venga el dios de la peste —dijo la mujer— y que nos lleve a todos lo más rápidamente posible.

Elías continuó su trabajo. La mujer se sentó al lado del niño y se quedó mirando lo que hacía. Algún tiempo después volvió a aproximarse.

—¿Por qué deseas salvar una ciudad condenada?

—Si me detengo a reflexionar, me sentiré incapaz de hacer lo que quiero —respondió él.

El viejo pastor tenía razón: su única salida era olvidar su pasado de inseguridades y crear una nueva historia para sí mismo. El antiguo profeta había muerto junto con una mujer, en las llamas de su casa; ahora era un hombre sin fe en Dios, y con muchas dudas. Pero continuaba vivo, incluso después de desafiar las maldiciones divinas. Si quería continuar su camino, tenía que cumplir lo que se proponía.

La mujer eligió el cuerpo más leve y lo arrastró por los pies hasta la pila que Elías había comenzado.

—No es por miedo al dios de la peste —dijo ella— ni por Akbar, ya que los asirios retornarán pronto. Es por el chico sentado allí, con la cabeza baja: él necesita entender que aún tiene una vida por delante.

—¡Gracias! —dijo Elías.

—No me agradezcas. En algún lugar de estas ruinas encontraremos el cuerpo de mi hijo. Tenía más o menos la misma edad que ese chico.

Ella se cubrió el rostro con las manos y lloró copiosamente. Elías la tomó delicadamente por el brazo.

—El dolor que tú y yo sentimos no acabará nunca, pero el trabajo nos ayudará a soportarlo. El sufrimiento no tiene fuerzas para herir a un cuerpo cansado.

Pasaron el día entero dedicados a la macabra tarea de recoger y apilar muertos. La mayor parte eran jóvenes a los que los asirios habían identificado como integrantes del ejército de Akbar. Más de una vez reconoció a algún amigo y lloró, pero no interrumpió su tarea.

 

Al atardecer estaban exhaustos. Aun así, el trabajo realizado distaba mucho de ser suficiente; y ningún otro habitante de Akbar los había ayudado.

Los dos volvieron junto al niño. Por primera vez, él levantó la cabeza.

—¡Tengo hambre! —dijo.

—Voy a buscar algo —respondió la mujer—. Hay bastante comida escondida en varias casas de Akbar, porque la gente se había preparado para un sitio prolongado.

—Trae comida para mí y para ti, porque cuidamos de la ciudad con el sudor de nuestra frente —dijo Elías—. Pero si este niño quiere comer, tendrá que cuidar de sí mismo.

La mujer lo comprendió. Habría actuado del mismo modo con su propio hijo. Fue hasta el lugar donde antes había estado su casa; casi todo había sido revuelto por los saqueadores en busca de objetos de valor, y su colección de jarros, creada por grandes maestros vidrieros de Akbar, yacía hecha pedazos por el suelo. Pero encontró la harina y las frutas secas que había almacenado.

Regresó a la plaza y dividió parte de la comida con Elías. El niño no dijo nada.

Un anciano se aproximó.

—He visto que habéis pasado el día entero recogiendo cuerpos —dijo—. Estáis perdiendo el tiempo. ¿No sabéis que los asirios volverán después de haber conquistado Tiro y Sidón? Es mejor que venga el dios de la peste a habitar aquí, para destruirlos.

—No hacemos esto por ellos ni por nosotros —respondió Elías—. Ella trabaja para demostrar a un niño que aún existe un futuro y yo para demostrar que ya no existe el pasado.

—El profeta ya no constituye una amenaza para la gran princesa de Tiro. ¡Qué sorpresa! Jezabel gobernará Israel hasta el fin de sus días y siempre tendremos un lugar hacia donde huir si los asirios no fueran generosos con los vencidos.

Elías no dijo nada. El nombre que antes le suscitaba tanto odio ahora le sonaba extrañamente distante.

—Akbar será reconstruida, de cualquier manera —insistió cl anciano—. Son los dioses los que escogen los lugares donde se levantan las ciudades, y no la abandonarán. Pero podemos dejar ese trabajo para las generaciones futuras.

—Podemos. Pero no lo haremos.

Y Elías le dio la espalda al viejo, clausurando la conversación.

Los tres durmieron a la intemperie. La mujer abrazó al niño y notó que su barriga roncaba de hambre. Pensó en darle un poco de comida, pero pronto cambió de idea; el cansancio físico realmente disminuía el dolor y aquel niño, que parecía estar sufriendo mucho, necesitaba ocuparse con algo. Quizás el hambre lo impulsara a trabajar.

Al día siguiente, Elías y la mujer reanudaron la tarea. El anciano que se había acercado la noche anterior, volvió a buscarlos.

—No tengo nada que hacer y podría ayudaros —dijo—. Pero no tengo casi fuerzas para cargar cuerpos.

—Entonces junta las maderas pequeñas y los ladrillos. Barre las cenizas.

El viejo comenzó a hacer lo que le pedían.

Cuando el sol alcanzó el medio del cielo, Elías se sentó en el suelo, exhausto. Sabía que su ángel estaba a su lado, pero ya no podía escucharlo.

«¿De qué sirve? Fue incapaz de ayudarme cuando lo necesité, y ahora no quiero sus consejos; todo lo que tengo que hacer es dejar esta ciudad en orden, mostrar a Dios que puedo ser capaz de enfrentarlo y después partir hacia donde se me ocurra.»

Jerusalén no estaba lejos; apenas siete días de camino, sin lugares demasiado difíciles de atravesar, pero allí era buscado como traidor. Quizás fuera mejor ir a Damasco, o conseguir un empleo como escriba en alguna ciudad griega.

Sintió que alguien lo tocaba. Se dio vuelta y vio al niño con un pequeño jarro.

—Lo encontré en una de las casas —dijo el chico ofreciéndoselo.

Estaba lleno de agua. Elías bebió hasta el final.

—Come algo —dijo—. Estás trabajando, y mereces tu recompensa.

Por primera vez desde la noche de la invasión, una sonrisa apareció en los labios del chico, que salió corriendo hacia el lugar donde la mujer había dejado las frutas y la harina.

Él volvió al trabajo. Entraba en las casas destruidas, apartaba los escombros, cogía los cuerpos y los llevaba a la pila en el centro de la plaza. El vendaje que el pastor había hecho en su brazo se había caído, pero no tenía importancia; necesitaba demostrarse a sí mismo que era lo bastante fuerte para recuperar su dignidad.

El anciano (que ahora juntaba la basura desparramada por la plaza) tenía razón; pronto los enemigos estarían devuelta, recogiendo los frutos de lo que no habían plantado. Elías estaba ahorrando trabajo a los asesinos de la única mujer que había amado en toda su vida, puesto que los asirios eran supersticiosos y reconstruirían Akbar de cualquier manera. Según las creencias, los dioses habían distribuido las ciudades de manera organizada, en armonía con los valles, los animales, los ríos y los mares. En cada una de ellas conservaron un espacio sagrado para descansar durante sus largos viajes por el mundo. Cuando una ciudad era destruida, había siempre un gran riesgo de que los cielos cayesen sobre la Tierra.

Contaba la leyenda que el fundador de Akbar había pasado por allí, centenares de años atrás, proveniente del Norte. Decidió dormir en el lugar y, para marcar el sitio donde había dejado sus cosas, clavó un palo en el suelo. Al día siguiente, no consiguió arrancarlo y entendió la voluntad del Universo; marcó con una piedra el punto donde el milagro había sucedido y descubrió una naciente de agua cerca de allí. Poco a poco, algunas tribus se fueron instalando en torno a la piedra y al pozo; Akbar había nacido.

El gobernador le había explicado cierta vez que, según la tradición fenicia, toda ciudad era un
tercer punto,
el elemento de unión entre la voluntad del Cielo y la voluntad de la Tierra. El Universo hacia que la simiente se transformase en planta, el suelo permitía que la planta se desarrollara, el hombre la recogía y la llevaba a la ciudad, donde consagraban las ofrendas a los dioses que después eran dejadas en las montañas sagradas... Aun sin haber viajado mucho, Elías sabía que esta visión era compartida por muchas naciones del mundo.

Los asirios tenían miedo de dejar a los dioses de la Quinta Montaña sin alimento; no deseaban acabar con el equilibrio del Universo.

«¿Por qué pienso todo esto, si ésta es una lucha entre mi voluntad y la de mi Señor, que me abandonó en medio de las tribulaciones?»

Volvió a sentir la misma sensación que había tenido el día anterior, cuando desafiaba a Dios: se estaba olvidando de algo muy importante, y no conseguía recordar de qué, incluso forzando su memoria.

Un nuevo día pasó, y ya habían recogido la mayor parte de los cuerpos cuando se aproximó otra mujer.

—No tengo qué comer —dijo.

—Ni nosotros —respondió Elías—. Ayer y hoy hemos dividido entre tres lo que había sido guardado para uno. Busca en dónde puedes conseguir alimento y si encuentras, avísame.

—¿Cómo voy a encontrarlo?

—Pregunta a los niños. Ellos lo saben todo.

Desde que le había ofrecido el agua, el niño parecía recobrar un poco de gusto por la vida. Elías le mandó ayudar al viejo en la recogida de basura y destrozos, pero no había conseguido mantenerlo trabajando por mucho tiempo; ahora jugaba con los otros chicos, en una esquina de la plaza.

«Mejor así. Ya le tocará sudar cuando sea adulto.» Pero no se arrepentía de haberle hecho pasar hambre una noche entera, bajo el pretexto de que necesitaba trabajar. Silo hubiera tratado como a un pobre huérfano, víctima de la maldad de guerreros asesinos, jamás habría salido de la depresión en que estaba sumido cuando entraron en la ciudad. Ahora tenía la intención de dejarlo algunos días solo, encontrando sus propias respuestas para lo que había sucedido.

—¿Cómo es que los niños pueden saber algo? —insistió la mujer que pedía alimento.

—Compruébalo tú misma.

La mujer y el anciano que ayudaban a Elías la vieron conversar con los niños que jugaban en la calle. Ellos le dijeron algo, después de lo cual ella sonrió y desapareció por una esquina de la plaza.

—¿Cómo descubriste que los niños sabrían? —preguntó el viejo.

—Porque ya fui niño un día, y sé que la infancia olvida el pasado —dijo, acordándose otra vez de la conversación con el pastor—. Ellos se quedaron horrorizados la noche de la invasión, pero ya no se preocupan más por esto; la ciudad se ha transformado en un inmenso parque donde pueden entrar y salir de cualquier sitio sin ser molestados, y es lógico que terminen descubriendo la comida que los habitantes almacenaron para resistir el cerco de Akbar.

»Un niño siempre puede enseñar tres cosas a un adulto: a ponerse contento sin motivo, a estar siempre ocupado con algo y a saber exigir con todas sus fuerzas aquello que desea. Fue por causa de este muchacho que yo regresé a Akbar.

Aquella tarde, algunos viejos y mujeres se incorporaron a la tarea de recoger a los muertos. Los niños alejaban a las aves de rapiña y traían pedazos de madera y tejido. Cuando cayó la noche, Elías prendió fuego a la inmensa pila de cuerpos. Los supervivientes de Akbar contemplaron en silencio la humareda que subía hacia el cielo.

Cuando terminó su tarea, se desmayó de cansancio. Antes de dormir, sin embargo, reapareció la sensación que había tenido por la mañana de que algo muy importante luchaba desesperadamente por regresar a su memoria. No era nada que hubiera aprendido durante el tiempo que vivió en Akbar, sino una historia antigua, que parecía dar sentido a todo lo que estaba sucediendo.

Durante aquella noche, un hombre entró en la tienda de Jacob y luchó con él hasta el amanecer. Viendo que no podía vencerlo, le dijo: «Déjame ir».

Respondió Jacob: «No te dejaré ir si no me bendices».

Entonces el hombre le dijo: «Como príncipe, luchaste contra Dios, ¿cómo te llamas?».

Jacob dijo su nombre, y el hombre respondió: «De ahora en adelante, te llamarás Israel».

Elías se levantó de un salto y miró el firmamento. ¡Era ésta la historia que faltaba!

Mucho tiempo atrás, el patriarca Jacob había acampado durante la noche. Alguien entró en su tienda y luchó con él hasta el nacimiento del sol. Jacob aceptó el combate aun sabiendo que su adversario era el Señor. Al amanecer, aún no había sido vencido; y sólo detuvo el combate cuando Dios aceptó bendecirlo.

Esa historia había sido transmitida de generación en generación para que nadie jamás olvidara que a veces
era necesario luchar contra Dios.
Todo ser humano, en algún momento, veía una tragedia cruzar por su vida; podía ser la destrucción de una ciudad, la muerte de un hijo, una acusación sin pruebas, una enfermedad que los dejaba inválidos para siempre. En ese momento, Dios lo desafiaba a enfrentarlo y a responder a Su pregunta: «¿Por qué te aferras tanto a una existencia tan corta y tan llena de sufrimiento? ¿Cuál es el sentido de tu lucha?».

Entonces, el hombre que no sabía responder a esta pregunta se conformaba. Mientras que el otro, que buscaba un sentido para la existencia, consideraba que Dios había sido injusto y decidía desafiar su propio destino. Era en este momento que otro fuego de los cielos descendía: no aquel que mata, sino el que destruye las antiguas murallas y da a cada ser humano sus verdaderas posibilidades. Los cobardes nunca dejan que su corazón sea incendiado por ese fuego; todo lo que desean es que la nueva situación vuelva rápidamente a ser lo que era antes, para poder continuar viviendo y pensando de la manera a la que estaban habituados. Los valientes, en cambio, prenden fuego a lo que era viejo y, aunque a costa de un gran sufrimiento interior, abandonan todo y siguen adelante.

«Los valientes siempre son obstinados.»

Desde el cielo, el Señor sonríe de contento, porque era esto lo que Él quería, que cada uno tuviese en sus manos la responsabilidad de su propia vida. Al fin y al cabo, había dado a sus hijos el mayor de todos los dones: la capacidad de escoger y decidir sus actos.

Sólo los hombres y mujeres con la sagrada llama en el corazón tenían el valor de enfrentarlo. Y sólo éstos conocían el camino de vuelta hasta Su amor, pues entendían finalmente que la tragedia no era un castigo, sino un desafío.

Elías revivió cada uno de sus pasos.

Desde que dejó la carpintería, había aceptado su misión sin discutir. Aunque ésta fuera verdadera (y él consideraba que lo era), jamás tuvo oportunidad de ver lo que sucedía en los caminos que se había negado a recorrer, porque tenía miedo a perder su fe, su dedicación, su voluntad. Consideraba que era muy arriesgado probar el camino de las personas comunes; podía terminar acostumbrándose, y hasta gustándole. No entendía que también él era una persona igual a todas las otras, aunque escuchase ángeles y recibiese de vez en cuando órdenes de Dios. Estaba tan convencido dc saber lo que quería, que se había comportado igual que aquellos que nunca habían tomado una decisión importante en su vida.

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