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Authors: Paulo Coelho

La quinta montaña (12 page)

BOOK: La quinta montaña
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—Ven a comer algo —fue su único comentario. Su hijo también se despertó. Los tres se sentaron a la mesa y comieron.

—Me hubiera gustado quedarme contigo ayer —dijo Elías—, pero el gobernador me necesitaba.

—No te preocupes por él —dijo ella, sintiendo que su corazón empezaba a tranquilizarse—. Su familia gobierna Akbar desde muchas generaciones, y sabrá qué hacer ante la amenaza.

—También conversé con un ángel. Y él me exigió una decisión muy difícil.

—Tampoco debes inquietarte por causa de los ángeles; quizás sea mejor pensar que los dioses cambian con el tiempo. Mis antepasados adoraban a los dioses egipcios, que tenían forma de animales. Estos dioses partieron y, hasta que tú llegaste, fui educada para hacer sacrificios a Astarté, El, Baal y todos los habitantes de la Quinta Montaña. Ahora conocí al Señor, pero puede ser que él también nos deje un día, y los próximos dioses sean menos exigentes.

El niño pidió un poco de agua. No había.

—Iré a buscarla —dijo Elías.

—Quiero ir contigo —dijo el niño.

Los dos salieron en dirección al pozo. En el camino pasaron por el lugar donde el comandante entrenaba, desde temprano, a sus soldados.

—Vamos a mirar un poco —dijo el chico—. Yo seré soldado cuando crezca.

Elías hizo lo que le pedía.

—¿Cuál de nosotros es mejor en el uso de la espada? —preguntaba un guerrero.

—Ve hasta el sitio donde el espía fue lapidado ayer —dijo el comandante—; agarra una piedra e insúltala.

—¿Por qué tengo que hacer eso? La piedra no me responderá.

—Entonces, atácala con la espada.

—Mi espada se romperá —dijo el soldado—. Y no fue eso lo que pregunté; yo quiero saber quién es mejor en el uso de la espada.

—El mejor es el que se parece a una piedra —respondió el comandante—. Sin desenvainar la espada, consigue probar que nadie podrá vencerlo.

«El gobernador tiene razón: el comandante es un sabio —pensó Elías—. Pero toda sabiduría es completamente ofuscada por el brillo de la vanidad.»

Continuaron su caminata. El niño preguntó por qué los soldados se entrenaban tanto.

—No solamente los soldados. También tu madre, y yo, y aquellos que siguen a su corazón. Todo en la vida exige entrenamiento.

—¿También para ser profeta?

—También para entender a los ángeles. Queremos tanto hablar con ellos que no escuchamos lo que nos están diciendo. No es fácil escuchar: en nuestras plegarias siempre procuramos decir dónde nos equivocamos y lo que nos gustaría que nos sucediera. Pero el Señor ya sabe todo esto, y a veces nos pide apenas que escuchemos lo que el Universo nos dice. Y que tengamos paciencia.

El niño miraba, sorprendido. No debía de estar entendiendo nada y, aun así, Elías sentía la necesidad de continuar la conversación. Podía ser que, cuando creciera, alguna de sus palabras pudiese ayudarlo en una situación difícil.

—Todas las batallas en la vida sirven para enseñarnos algo, inclusive aquellas que perdemos. Cuando crezcas, descubrirás que ya defendiste mentiras, te engañaste a ti mismo o sufriste por tonterías. Si eres un buen guerrero, no te culparás por ello, pero tampoco dejarás que tus errores se repitan.

Resolvió callarse; un niño de aquella edad no podía comprender lo que estaba diciendo. Caminaban lentamente y Elías contemplaba las calles de la ciudad que un día lo había acogido y que ahora estaba próxima a desaparecer. Todo dependía de la decisión que él tomase.

Akbar estaba más silenciosa que de costumbre. En la plaza central, las personas conversaban en voz baja, como si tuviesen temor de que el viento llevase sus palabras hasta el campamento asirio. Los más viejos aseguraban que no pasaría nada, los jóvenes estaban animados con la posibilidad de lucha, los mercaderes y artesanos hacían planes para trasladarse a Tiro y Sidón hasta que las cosas se calmasen.

«Para ellos es fácil partir —pensó—. Los mercaderes pueden transportar sus bienes a cualquier parte del mundo. Los artesanos pueden trabajar incluso en los lugares donde se habla una lengua extraña. Yo, no obstante, necesito el permiso del Señor.»

Llegaron al pozo y llenaron dos vasijas de agua. Generalmente aquel lugar estaba muy concurrido; las mujeres se reunían para lavar, teñir los tejidos y comentar todo lo que pasaba en la ciudad. Ningún secreto podía subsistir cerca del pozo; las novedades sobre el comercio, las traiciones familiares, los problemas entre vecinos, la vida íntima de los gobernantes, todos los asuntos (serios o superficiales) eran discutidos, comentados, criticados o aplaudidos allí. Incluso durante los meses en que la fuerza enemiga había ido creciendo sin parar, Jezabel, la princesa que había conquistado al rey de Israel, continuaba siendo el tema preferido. Elogiaban su entereza, su coraje, y estaban seguros de que si algo le pasara a la ciudad, ella retornaría a su país para vengarlos.

Aquella mañana, sin embargo, no había casi nadie. Las pocas mujeres que estaban allí decían que era preciso ir al campo y recoger el máximo posible de cereales porque los asirios cerrarían en breve las entradas y salidas de la ciudad. Dos de ellas hacían planes para ir a la Quinta Montaña a ofrecer sacrificios a los dioses, pues no querían que sus hijos muriesen en combate.

—El sacerdote dijo que podemos resistir durante muchos meses —le comenté una de ellas a Elías—. Basta tener el valor necesario para defender el honor de Akbar y los dioses nos ayudarán.

El niño se asustó.

—¿Nos van a atacar?

Elías no respondió; dependía de la elección que el ángel le había propuesto la noche anterior.

—Tengo miedo —insistió el chico.

—Esto prueba que te gusta vivir. Es normal sentir miedo en los momentos de peligro.

Elías y el niño regresaron a la casa antes de que terminara la mañana. La mujer estaba rodeada de pequeñas vasijas, con tintas de diversos colores.

—Tengo que trabajar —dijo ella mirando las letras y frases inacabadas—. A causa de la sequía, la ciudad está llena de polvo. Los pinceles están siempre sucios, la tinta se mezcla con el polvo y todo se hace más difícil.

Elías permaneció callado: no quería compartir sus preocupaciones con ella. Se sentó en un rincón de la sala y quedó absorto en sus pensamientos. El niño salió a jugar con sus amigos.

«Necesita silencio», se dijo la mujer y procuro concentrarse en su trabajo.

Tardó el resto de la mañana para completar algunas palabras que podrían haberse escrito en la mitad de tiempo; y se sintió culpable por no poder estar haciendo lo que se esperaba de ella. Al fin y al cabo, por primera vez en su vida tenía la oportunidad de mantener a su familia.

Volvió al trabajo. Estaba usando el papiro, material que un mercader llegado de Egipto le había traído unos días atrás, pidiéndole que anotase algunos mensajes comerciales que tenía que enviar a Damasco. La hoja no era de la mejor calidad, y la tinta se diluía a cada momento. «Aun con estas dificultades, es mejor que dibujar en el barro», se dijo.

Los países vecinos tenían la costumbre de mandar sus mensajes en placas de arcilla o en cuero de animales. Aunque Egipto fuera un país en decadencia, con una escritura que había quedado anticuada, por lo menos había descubierto una manera práctica y ligera de registrar su comercio y su historia; cortaban en finas tajadas una planta que nacía en las márgenes del Nilo y conseguían, por un proceso simple, pegar esas tajadas una al lado de la otra, formando una hoja levemente amarillenta. Akbar necesitaba importar el papiro, porque era imposible cultivarlo en el valle. Aunque fuese caro, los mercaderes preferían usarlo, pues podían llevar las hojas escritas en su bolso, lo que les resultaba imposible con las tablillas de arcilla o las pieles de animales.

«Todo se está simplificando», pensó. Lástima que fuera necesaria la autorización del gobierno para usar el alfabeto de Biblos sobre el papiro. Alguna ley desfasada aún continuaba obligando a pasar todos los textos escritos por la fiscalización del Consejo de Akbar.

En cuanto terminó el trabajo se lo mostró a Elías, que había pasado todo el tiempo mirándola sin comentar nada.

—¿Te gusta? —le preguntó.

Él pareció salir de un trance.

—Sí, es bonito —respondió, sin prestar atención a lo que decía.

Debía de estar conversando con el Señor. Y ella no quería interrumpirlo. Salió y fue a llamar al sacerdote.

Cuando volvió acompañada por él, Elías aún continuaba sentado en el mismo lugar. Los dos hombres se miraron cara a cara, en silencio. Fue el sacerdote quien, al cabo de un tiempo, lo rompió.

—Eres un profeta y hablas con los ángeles. Yo sólo interpreto las leyes antiguas, ejecuto rituales y procuro defender a mi pueblo de los errores que comete. Por eso sé que ésta no es una lucha entre hombree. Es una batalla de los dioses, y no debo evitarla.

—Admiro tu fe, aun cuando adores a dioses que no existen —respondió Elías—. Si la situación actual es, como dices, digna de una batalla celestial, el Señor me usará como instrumento para derrotar a Baal y a sus compañeros de la Quinta Montaña. Te habría convenido más ordenar mi muerte.

—Ya pensé en ello, pero no fue necesario. En el momento justo, los dioses actuaron en mi favor.

Elías no respondió. El sacerdote se volvió y tomó el papiro donde la mujer acababa de escribir su texto.

—Está bien hecho —comentó.

Después de leerlo cuidadosamente, se sacó su anillo del dedo, lo mojó en una de las pequeñas vasijas de tinta y aplicó su sello en el canto izquierdo. Si alguien fuese descubierto llevando un papiro sin el sello del sacerdote, podría ser condenado a muerte.

—¿Por qué tiene usted que hacer esto siempre? —preguntó ella.

—Porque estos papiros transportan ideas —respondió él—. Y las ideas tienen poder.

—Son sólo transacciones comerciales.

—Pero podrían ser planes de batalla. O una lista de nuestras riquezas. O nuestras plegarias secretas. Hoy en día, con las letras y los papiros se ha hecho fácil robar la inspiración de un pueblo. Es difícil esconder las tablillas de barro o el cuero de animales; pero la combinación de papiro con el alfabeto de Biblos puede acabar con la cultura de cada país, y destruir el mundo.

Una mujer entró corriendo.

—¡Sacerdote, sacerdote! ¡Venga a ver lo que está pasando!

Elías y la viuda lo siguieron. De todas las esquinas salía gente que se dirigía hacia el mismo lugar, levantando una polvareda que hacía el aire prácticamente irrespirable. Los niños corrían delante, riendo y haciendo ruido. Los adultos caminaban despacio, en silencio.

Cuando llegaron a la puerta Sur de la ciudad una pequeña multitud ya estaba allí reunida. El sacerdote se abrió paso hasta llegar al motivo de todo aquel desorden.

Un centinela de Akbar estaba arrodillado, con los brazos abiertos, las manos clavadas en una madera colocada sobre sus hombros. Sus ropas estaban hechas harapos y el ojo izquierdo había sido vaciado por una astilla de madera.

En su pecho, escrito con golpes de puñal, estaban grabados algunos caracteres asirios. El sacerdote entendía el egipcio, pero la lengua asiria aun no era lo suficientemente importante como para ser aprendida y memorizada; fue necesario pedir la ayuda de un comerciante que asistía a la escena.

—«Declaramos la guerra»,
eso es lo que está escrito —tradujo el hombre.

Las personas a su alrededor no pronunciaron una palabra. Pero Elías pudo ver el pánico estampado en sus rostros.

—Entrégame tu espada —dijo el sacerdote a uno de los soldados presentes.

El soldado obedeció. El sacerdote pidió que avisaran al gobernador y al comandante lo que había ocurrido. Luego, con un golpe rápido, clavé la espada en el corazón del centinela arrodillado.

El hombre dio un gemido y cayó al suelo. Estaba muerto, libre del dolor y de la vergüenza de haberse dejado capturar.

—Mañana iré a la Quinta Montaña a ofrecer sacrificios —dijo al pueblo asustado—y los dioses volverán a acordarse de nosotros.

Antes de partir se dirigió a Elías:

—Lo estás viendo con tus propios ojos. Los cielos continúan ayudando.

—Sólo una pregunta —dijo Elías—. ¿Por qué quieres ver sacrificar al pueblo de tu país?

—Porque es necesario matar una idea.

Al verlo conversar con la mujer aquella mañana, Elías ya había percibido cuál era esa idea: el alfabeto.

—Es demasiado tarde. Ya está difundido por el mundo, y los asirios no pueden conquistar la tierra entera.

—¿Quién te ha dicho que no? Al fin y al cabo, los dioses de la Quinta Montaña están del lado de sus ejércitos.

Durante horas caminó por el valle, como había hecho la tarde anterior. Sabía que habría por lo menos una tarde y una noche más de paz; ninguna guerra era librada en la oscuridad, porque los guerreros no podían distinguir al enemigo. Sabía que, aquella noche, el Señor le daba la oportunidad de cambiar el destino de la ciudad que lo había recibido.

—Salomón sabría qué hacer ahora —comentó con su ángel—. Y David, y Moisés e Isaac. Ellos eran hombres de confianza del Señor, pero yo soy apenas un siervo indeciso. El Señor me exige una elección que debería ser de Él.

—La historia de nuestros antepasados parece estar llena de hombres adecuados en los lugares adecuados —respondió el ángel—. No creas en eso: el Señor sólo exige de las personas aquello que está dentro de las posibilidades de cada uno.

—Entonces Él se equivocó conmigo.

—Toda aflicción que llega acaba por irse. Así sucede con las glorias y las tragedias del mundo.

—No lo olvidaré —dijo Elías—. Pero cuando parten, las tragedias dejan marcas eternas, y las glorias dejan recuerdos inútiles

El ángel no respondió.

—¿Por qué, durante todo este tiempo que he estado en Akbar, he sido incapaz de conseguir aliados para luchar por la paz? ¿Cuál es la importancia de un profeta solitario?

—¿Cuál es la importancia del sol, que camina por el cielo sin compañía? ¿Cuál es la importancia de una montaña que surge en medio de un valle? ¿Cuál es la importancia de un pozo aislado? Son ellos los que indican el camino que la caravana debe seguir.

—Mi corazón está sofocado por la tristeza—dijo Elías arrodillándose y elevando sus brazos al cielo—. Ojalá pudiese morir aquí, sin tener jamás las manos manchadas con la sangre de mi pueblo, o de un pueblo extranjero. Mira hacia atrás, ¿qué es lo que ves?

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