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Authors: Paulo Coelho

La quinta montaña (11 page)

BOOK: La quinta montaña
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Pero allí estaba Elías, cumpliendo lo que le había sido exigido, cargando sobre sus hombros el peso de la guerra por venir, la masacre de los profetas por Jezabel, el apedreamiento del general asirio, el miedo de su amor por una mujer de Akbar. El Señor le había dado un regalo, y él no sabía qué hacer con él.

En medio del valle surgió la luz. No era su ángel de la guarda, al que siempre escuchaba pero pocas veces veía. Era un ángel del Señor, que venía a consolarlo.

—Ya no puedo hacer nada más aquí —dijo Elías—. ¿Cuándo volveré a Israel?

—Cuando aprendas a reconstruir —respondió el ángel—. Pero acuérdate de lo que Dios enseñó a Moisés antes de una lucha. Disfruta cada momento, para que después no te arrepientas ni sientas que perdiste tu juventud. A cada edad de un hombre, el Señor le da sus propias inquietudes.

Dijo el Señor a Moisés:

«No tengáis miedo, ni desfallezca vuestro corazón antes del combate, ni os aterroricéis ante vuestros enemigos. El hombre que plantó una viña y aún no disfrutó de ella, que lo haga pronto, para que no muera en la lucha y otro la disfrute. El hombre que ama a una mujer y aún no la recibió, que vaya y regrese a su casa, para que no muera en la lucha, y otro hombre la reciba.»

Elías aún caminó algún tiempo, procurando entender lo que había escuchado. Cuando se preparaba para volver a Akbar, vio que la mujer que amaba estaba sentada sobre una piedra, delante de la Quinta Montaña, a algunos minutos de camino del lugar donde él se encontraba.

«¿Qué estará haciendo allí? ¿Se habrá enterado dcl juicio, de la condena a muerte y de los riesgos que vamos a correr?»

Tenía que avisarle inmediatamente. Decidió acercarse.

Ella notó su presencia y lo saludó. Elías parecía haber olvidado las palabras del ángel, porque la inseguridad retornó de golpe. Procuró fingir que estaba ocupado con los problemas de la ciudad para que ella no notase lo confusos que estaban tanto su mente como su corazón.

—¿Qué haces por aquí? —le preguntó en cuanto estuvo cerca.

—Vine en busca de un poco de inspiración. La escritura que estoy aprendiendo me hizo pensar en el diseño de los valles, de los montes, de la ciudad de Akbar. Algunos comerciantes me dieron tintas de todos los colores, porque desean que yo escriba para ellos. Pensé en usarlas para describir el mundo en que vivo, pero sé que es difícil: aunque tenga los colores, sólo el Señor consigue mezclarlos con tanta armonía.

Ella mantuvo su mirada fija en la Quinta Montaña. Era una persona completamente diferente de aquella que había encontrado unos meses atrás, juntando leña en la entrada de la ciudad. Su presencia solitaria en medio del desierto le inspiraba confianza y respeto.

—¿Por qué todas las otras montañas tienen nombre, excepto la Quinta Montaña, que es designada por un número? —preguntó Elías.

—Para no provocar una pelea entre los dioses —respondió ella—. La tradición cuenta que si el hombre le hubiera dado a aquella montaña el nombre de un dios especial, los otros se habrían puesto furiosos y habrían destruido la Tierra. Por eso se llama Quinta Montaña; porque es la quinta montaña que vemos más allá de las murallas. De esta manera no ofendemos a nadie y el Universo continúa en su lugar.

Se quedaron callados algún tiempo. La mujer rompió el silencio:

—Además de reflexionar sobre los colores, pienso también en el peligro de la escritura de Biblos. Puede ofender a los dioses fenicios y al Señor nuestro Dios.

—Sólo existe el Señor —interrumpió Elías—, y todos los países civilizados tienen su escritura.

—Pero es diferente. Cuando era niña, acostumbraba ir hasta la plaza para contemplar el trabajo que el pintor de palabras hacía para los mercaderes. Sus dibujos, basados en la escritura egipcia, exigían pericia y conocimiento. Ahora el antiguo y poderoso Egipto está en decadencia, sin dinero para comprar nada, y ya nadie usa su lenguaje; los navegantes de Tiro y Sidón, en cambio, están difundiendo la escritura de Biblos por el mundo entero. Las palabras y ceremonias sagradas pueden ser colocadas en tablillas de barro y transmitidas de un pueblo a otro. ¿Qué será del mundo si personas sin escrúpulos empiezan a usar los rituales para interferir en el Universo?

Elías entendía lo que la mujer estaba diciendo. La escritura de Biblos estaba basada en un sistema muy simple: bastaba transformar los dibujos egipcios en sonidos y después designar una letra para cada sonido. Colocando estas letras en orden, se podían crear todos los sonidos posibles y describir todo lo que existía en el Universo.

Algunos de estos sonidos eran muy difíciles de pronunciar. La dificultad fue resuelta por los griegos, que añadieron cinco letras más, llamadas
vocales,
a los veintitantos caracteres de Biblos. A esta adaptación la llamaron
alfabeto,
nombre que ahora se utiliza para designar al conjunto de la nueva escritura.

Esto había facilitado notablemente el contacto comercial entre las diversas culturas. El sistema egipcio exigía mucho espacio y habilidad para dar forma gráfica a las ideas, y un profundo conocimiento para interpretarlas; había sido impuesto a los pueblos conquistados, pero no consiguió sobrevivir a la decadencia del imperio. El sistema de Biblos, en cambio, se propagaba rápidamente por el mundo, y ya no dependía de la fuerza económica de Fenicia para ser adoptado.

El método de Biblos, con la adaptación griega, había agradado a los mercaderes de las diversas naciones; como venía sucediendo desde tiempos antiguos, eran ellos quienes decidían lo que debía permanecer en la Historia y lo que desaparecería con la muerte de tal rey o tal personaje. Todo indicaba que la invención fenicia estaba destinada a ser la lengua común de los negocios, sobreviviendo a sus navegantes, sus reyes, sus princesas seductoras, sus productores de vino y sus maestros vidrieros.

—¿Dios desaparecerá de las palabras? —preguntó la mujer.

—Continuará en ellas —respondió Elías— pero cada persona será responsable ante Él por todo lo que escriba.

Ella sacó de la manga de su ropa una tablilla de barro, con alguna cosa escrita.

—¿Qué significa? —preguntó Elías.

—Es la palabra
amor.

Elías mantuvo la tablilla en las manos, sin valor para preguntar por qué le había entregado aquello. En aquel pedazo de arcilla, unos cuantos trazos resumían la causa de que las estrellas continuaran en el cielo y los hombres caminaran por la tierra.

Hizo un gesto de intentar devolverla, pero ella lo rechazó.

—Lo escribí para ti. Conozco tu responsabilidad, sé que un día tendrás que partir y que te transformarás en un enemigo de mi país, ya que deseas aniquilar a Jezabel. Ese día es posible que yo esté a tu lado, dándote apoyo para que cumplas bien tu tarea, o puede ser que luche contra ti, porque la sangre de Jezabel es la sangre de mi país. Esta palabra que ahora tienes en tus manos está repleta de misterios. Nadie puede saber lo que ella despierta en el corazón de una mujer, ni siquiera los profetas que conversan con Dios.

—Conozco la palabra que escribiste —dijo Elías guardando la tablilla en un borde de su manto—. He luchado día y noche contra ella porque, aunque no sepa lo que ella despierta en el corazón de una mujer, sé lo que es capaz de hacer con un hombre. Tengo valor suficiente para enfrentar al rey de Israel, a la princesa de Sidón y al Consejo de Akbar, pero esta única palabra,
amor,
me causa un terror profundo. Antes de que tú la dibujaras en la tablilla, tus ojos ya la habían escrito en mi corazón.

Los dos quedaron en silencio. Estaban la muerte del asirio, el clima de tensión en la ciudad, el llamado del Señor que podía ocurrir en cualquier momento; pero la palabra que ella había escrito era más poderosa que todo.

Elías extendió su mano y ella la tomó. Se quedaron así hasta que el sol se escondió detrás de la Quinta Montaña.

—Gracias —dijo ella en el camino de regreso—. Hacía mucho tiempo que deseaba pasar un atardecer contigo.

Cuando llegaron a la casa, los aguardaba un emisario del gobernador. Pedía que Elías fuera inmediatamente a verlo.

—Has pagado mi apoyo con tu cobardía —dijo el gobernador—. ¿Qué tengo que hacer con tu vida?

—No viviré un segundo más de lo que el Señor desee —respondió Elías—. Es Él quien decide, no tú.

El coraje de Elías causó admiración en el gobernador.

—Puedo decapitarte ahora. O puedo arrastrarte por las calles de la ciudad, diciendo que trajiste la maldición a nuestro pueblo —dijo—, y no será una decisión de tu Dios único.

—Lo que esté escrito en mi destino, así sucederá. Pero quiero que sepas que no me escondí; los soldados del comandante me impidieron acercarme. Él desea la guerra, y hará cualquier cosa para conseguir que estalle.

El gobernador decidió no perder más tiempo en aquella discusión inútil. Necesitaba explicar su plan al profeta israelita.

—No es el comandante quien desea la guerra; como buen militar, tiene conciencia de que su ejército es inferior, sin experiencia, y será diezmado por el ejército enemigo. Como un hombre de honor, sabe que se arriesga a ser motivo de vergüenza para sus descendientes. Pero el orgullo y la vanidad endurecieron su corazón.

»Él cree que el enemigo tiene miedo. No sabe que los guerreros asirios están bien entrenados: en cuanto entran en el ejército, plantan un árbol, y todos los días saltan por encima del lugar donde está la semilla. La semilla se transforma en brote, y ellos saltan por encima. El brote se transforma en planta, y ellos continúan saltando. No les molesta ni lo consideran una pérdida de tiempo. Poco a poco el árbol va creciendo, y los guerreros van saltando más alto. Así, ellos se preparan con paciencia y dedicación para superar los obstáculos.

»Están acostumbrados a conocer bien un desafío. Hace meses que nos observan.

Elías interrumpió al gobernador:

—¿A quién le interesa la guerra?

—Al sacerdote. Me di cuenta durante el juicio al prisionero asirio.

—¿Por qué razón?

—No lo sé. Pero fue lo suficientemente hábil para convencer al comandante y al pueblo. Ahora la ciudad entera está de su lado, y yo sólo veo una salida para la difícil situación en que nos encontramos.

Hizo una larga pausa y miró al israelita fijamente a los ojos:

—Tú.

El gobernador comenzó a andar de un lado a otro, hablando rápidamente y demostrando su nerviosismo.

—Los comerciantes también desean la paz, pero no pueden hacer nada. Además, se han enriquecido lo suficiente como para instalarse en otra ciudad y esperar a que los conquistadores empiecen a comprar sus productos. El resto de la gente ha perdido la razón, y pide que ataquemos a un enemigo infinitamente superior. Lo único que puede hacerlos cambiar de idea es un milagro.

Elías se puso tenso.

—¿Un milagro?

—Tú resucitaste a un niño que la muerte ya se había llevado. Has ayudado al pueblo a encontrar su camino y, aunque eres extranjero, casi todos te quieren.

—La situación era así hasta esta mañana —dijo Elías—. Pero ahora cambió. En el ambiente que acabas de describir, todo aquel que defienda la paz será considerado un traidor.

—No quiero que defiendas nada. Quiero que hagas un milagro tan grande como la resurrección del niño. Entonces dirás al pueblo que la paz es la única salida y ellos te escucharán. El sacerdote perderá por completo el poder que posee.

Hubo un momento de silencio. El gobernador continuó:

—Estoy dispuesto a hacer un trato: si haces lo que te pido, la religión del Dios Único será obligatoria en Akbar. Tú agradarás a Aquel a quien sirves y yo conseguiré negociar las condiciones de paz.

Elías subió hasta el piso superior de la casa, donde estaba su habitación. Tenía en sus manos, en aquel momento, una oportunidad que ningún profeta había tenido antes: convertir una ciudad fenicia. Sería la manera más dolorosa para Jezabel de mostrarle que tenía que pagar un precio por lo que había hecho en su país.

Estaba excitado por la proposición del gobernador, y hasta llegó a pensar en despertar a la mujer que dormía abajo, pero cambió de idea: ella debía de estar soñando con la hermosa tarde que habían pasado juntos.

Invocó a su ángel, y éste apareció:

—Has escuchado la propuesta del gobernador —dijo Elías—. Es una oportunidad única.

—Nada es una oportunidad única —respondió cl ángel—. El Señor concede a los hombres muchas oportunidades. Además, recuerda lo que te fue dicho: no se te permitirá ningún otro milagro hasta que retornes al seno de tu patria.

Elías bajó la cabeza. En ese momento, el ángel del Señor surgió y silenció a su ángel de la guarda. Y dijo:

He aquí tu próximo milagro:
Reunirás al pueblo delante de la montaña. De un lado, mandarás que sea erigido un altar a Baal, y un novillo le será entregado. Del otro lado, erigirás un altar al Señor tu Dios, y sobre él también colocarás un novillo.
Y dirás a los adoradores de Baal: «invocad el nombre de vuestro dios, que yo invocaré el nombre del Señor». Deja que ellos lo hagan primero; y que pasen toda la mañana rezando y clamando, pidiendo que Baal descienda para recibir lo que le está siendo ofrecido.
Ellos clamarán en voz alta, y se herirán con sus puñales y pedirán que el novillo sea recibido por el dios, pero nada sucederá.
Cuando se cansen, tú llenarás cuatro vasijas con agua y la derramarás sobre tu novillo. Harás esto una segunda vez. Y harás esto aun una tercera vez. Entonces invocarás al Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, pidiendo que muestre todo Su poder.
En este momento, el Señor enviará el fuego del cielo, y consumará tu sacrificio.

Elías se arrodilló y dio las gracias.

No obstante
—continuó el ángel—,
este milagro sólo puede ser realizado una única vez en tu vida. Escoge si quieres hacerlo aquí, para evitar una batalla, o si quieres realizarlo en tu tierra, para librar a los tuyos de la amenaza de Jezabel.

Y el ángel del Señor se fue.

La mujer se despertó temprano y vio a Elías sentado en la solera de la puerta. Sus ojos estaban hundidos, como si no hubiera dormido.

Le hubiera gustado preguntarle qué había pasado la noche anterior, pero temía su respuesta. Era posible que la noche en vela hubiese sido provocada por la conversación con el gobernador y por la amenaza de guerra; pero también podía tener otra causa: la tablilla de barro que le había entregado. Entonces, si suscitase el tema, se arriesgaba a escuchar que el amor de una mujer no era compatible con los designios de Dios.

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