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Authors: Paulo Coelho

La quinta montaña (6 page)

BOOK: La quinta montaña
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El sacerdote hubiera querido preguntar qué es lo que había encontrado allí arriba. Pero estaba en presencia de los soldados, y la respuesta hubiera podido ser embarazosa. Por eso resolvió quedarse callado, pero encontró que era buena idea que Elías pidiera perdón en público; así nadie más tendría dudas sobre el poder de los dioses de la Quinta Montaña.

Elías y los soldados fueron hasta el mísero callejón donde había vivido algunos meses. La casa de la viuda estaba con las ventanas y la puerta abiertas, de modo que—según la tradición— el alma de su hijo pudiese salir para ir a habitar junto a los dioses. El cuerpo estaba en el centro de la pequeña sala, velado por los vecinos.

Cuando notaron la presencia del israelita, hombres y mujeres quedaron horrorizados.

—¡Sacadlo de aquí! —gritaron a los guardias—. ¿No basta el mal que ya causó? ¡Es tan perverso que los dioses de la Quinta Montaña no quisieron ensuciarse las manos con su sangre!

—¡Dejaron para nosotros la tarea de matarlo! —gritó otro—. ¡Y lo haremos ahora, sin esperar la ejecución ritual!

Enfrentando los empujones y los golpes, Elías se libró de las manos que lo sujetaban y corrió hasta la viuda, que lloraba en un rincón.

—Puedo traerlo de regreso de los muertos. Déjame acercarme a tu hijo—dijo—. Sólo por un instante.

La viuda ni siquiera levantó la cabeza.

—Por favor —insistió él—. Aunque sea lo último que hagas por mí en esta vida, dame una ocasión de retribuir tu generosidad.

Algunos hombres lo agarraron para alejarlo de allí. Pero Elías se debatía y luchaba con todas sus fuerzas, implorando para que le dejasen tocar al niño muerto. Aunque era jpven y fuerte, terminó siendo empujado hasta la puerta de la casa.

—¡Ángel del Señor, dónde estás! —gritó al cielo. En ese momento, todos permanecieron inmóviles. La viuda se había levantado y se dirigía hacia él. Tomándolo de la mano, lo llevó hasta donde estaba el cadáver del hijo y apartó la sábana que lo cubría:

—He aquí la sangre de mi sangre —dijo—. Que caiga sobre la cabeza de tu familia si no consigues lo que deseas.

Él se aproximó para tocarlo.

—¡Un momento! —dijo la viuda—. Antes, Pide a tu Dios que mi maldición se cumpla.

El corazón de Elías latía con fuerza, pero creía en las palabras del ángel:

—¡Que la sangre de este niño caiga sobre mis padres y hermanos, y sobre los hijos e hijas de mis hermanos, si yo no hiciera lo que dije!

Entonces, con todas sus dudas, sus culpas y sus temores...

... él lo tomó de los brazos de ella y lo llevó arriba, al cuarto donde él mismo habitaba. Entonces clamó a los cielos, diciendo «¡Oh, Señor, hasta a esta viuda con quien me hospedo afligiste, matando a su hijo!» e, inclinándose tres veces sobre el niño, clamó al Señor diciendo: «¡Oh, Señor mi Dios, haz que el alma de esta criatura vuelva a entraren ella!».

Por algunos instantes nada sucedió. Elías se vio de nuevo en Gileade, delante del soldado con el arco apuntando a su corazón, sabiendo que muchas veces el destino de un hombre no tiene nada que ver con lo que cree o teme. Sentíase tranquilo y confiado como aquella tarde, sabiendo que, independientemente del resultado, había una razón para que todo aquello sucediera. En la cima de la Quinta Montaña, el ángel había llamado a esa razón «grandeza de Dios»; él esperaba entender algún día por qué el Creador necesitaba a sus criaturas para mostrar esta gloria.

Fue entonces cuando el niño abrió los ojos.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó.

—Abajo, esperando por ti —respondió Elías, sonriendo.

—Tuve un extraño sueño. Viajaba por un agujero negro, a una velocidad mayor que el más rápido caballo de carreras de Akbar. Vi a un hombre, que sé que era mi padre, aunque nunca lo haya conocido. Entonces llegué a un lugar muy bonito, donde me hubiera gustado quedarme; pero otro hombre, que no conozco, aunque me pareciese alguien muy bueno y valiente, me pidió cariñosamente que volviese de allí. Yo quería seguir, pero tú me despertaste.

El niño parecía triste. El lugar donde casi entró debía de ser muy hermoso.

—No me dejes solo, porque tú me hiciste volver de un lugar donde yo sabía que estaba protegido.

—Vamos a bajar—dijo Elías—; tu madre quiere verte.

El chico intentó levantarse, pero estaba demasiado débil para andar. Elías lo tomó en brazos y bajó.

Las personas en la sala de la planta baja parecían presas de un profundo terror.

—¿Por qué hay tanta gente aquí? —preguntó el niño.

Antes de que Elías pudiese responder, la viuda tomó al hijo en brazos y comenzó a besarlo, llorando.

—¿Qué te han hecho, madre? ¿Por qué estás triste?

—No estoy triste, hijo mío —respondió ella secándose las lágrimas—. Nunca estuve tan alegre en mi vida.

Y, diciendo esto, la viuda se arrojó de rodillas y empezó a gritar:

—¡Ahora sé que eres hombre de Dios! ¡La verdad del Señor sale de tus palabras!

Elías la abrazó, pidiéndole que se levantase.

—¡Suelten a este hombre! —dijo ella a los soldados—. ¡Ha combatido el mal que se había abatido sobre mi casa!

Las personas que estaban allí reunidas no podían creer lo que veían. Una joven de veinte años, que trabajaba como pintora, se arrodilló al lado de la viuda. Poco a poco, todos fueron imitando su gesto, inclusive los soldados encargados de conducir a Elías al cautiverio.

—¡Levantaos! —pidió él— y adorad al Señor. Yo soy apenas uno de sus siervos, quizás el menos capacitado.

Pero todos continuaron arrodillados, con la cabeza baja.

—Has hablado con los dioses de la Quinta Montaña —se oyó decir a alguien— y ahora puedes hacer milagros.

—No hay dioses allí. Vi a un ángel del Señor, que me ordenó hacer esto.

—Tú estuviste con Baal y sus hermanos —dijo otra persona.

Elías se abrió paso, empujando a las personas arrodilladas, y salió a la calle. Su corazón continuaba agitado, como si no hubiese cumplido correctamente la tarea que el ángel le había enseñado. «~De qué sirve resucitar a un muerto si nadie cree de dónde viene tanto poder?» El ángel le había indicado clamar tres veces el nombre del Señor, pero nada le había dicho sobre cómo explicar el milagro a la multitud reunida en la planta baja. «¿Podría ser que, como los antiguos profetas, lo que quise fue impresionar, para satisfacer mi vanidad?», se preguntaba a sí mismo.

Entonces escuchó la voz de su ángel de la guarda, con quien conversaba desde la infancia.

—Hoy has estado con un ángel del Señor.

—Sí —respondió Elías—. Pero los ángeles del Señor no conversan con los hombres; se limitan a transmitir las órdenes que emanan de Dios.

—Usa tu poder —dijo el ángel de la guarda.

Elías no entendió qué quería decir con esto.

—No tengo ninguno. Sólo el que me viene del Señor.

—Nadie tiene. Pero todo el mundo tiene el poder del Señor, y nadie lo usa.

Y añadió el ángel:

—A partir de ahora y hasta el momento en que regreses a la tierra que dejaste, ningún otro milagro te será permitido.

—¿Y cuándo será eso?

—El Señor te necesita para reconstruir Israel —dijo el ángel—. Pisarás otra vez su suelo cuando aprendas a reconstruir.

Y no dijo nada más.

Segunda parte

El sacerdote rezó sus oraciones al sol que nacía y pidió al dios de la Tempestad ya la diosa de los Animales que tuviesen piedad de los ingenuos. Alguien le había contado esa mañana que Elías había recuperado al hijo de la viuda del reino de los muertos.

La ciudad se hallaba atemorizada y excitada al mismo tiempo. Todos creían que el israelita había recibido su poder de los dioses en la Quinta Montaña, y ahora se hacía mucho más difícil acabar con él. «Pero la hora adecuada llegará», se dijo a sí mismo.

Los dioses harían surgir otra oportunidad para acabar con él. Pero la cólera divina tenía otro motivo, y la presencia de los asirios en la entrada del valle era una señal. ¿Por qué los centenares de años de paz estaban a punto de terminar? Él tenía la respuesta: la invención de Biblos. Su país había desarrollado una forma de escritura accesible a todos, incluso a aquellos que no estaban preparados para utilizarla. Cualquier persona podía aprenderla en poco tiempo y esto sería el fin de la civilización.

El sacerdote sabía que de todas las armas de destrucción que el hombre fue capaz de inventar, la más terrible, la más poderosa, era la palabra. Los puñales y las lanzas dejaban vestigios de sangre; las flechas podían ser vistas a distancia, los venenos terminaban por ser detectados y evitados. Pero la palabra conseguía destruir sin dejar rastro. Si los rituales sagrados pudiesen ser difundidos, mucha gente podría utilizarlos para intentar modificar el orden del universo, y eso confundiría a los dioses.

Hasta ese momento, sólo la casta sacerdotal conocía la memoria de los antepasados, que era transmitida oralmente, y bajo juramento de que las informaciones serían mantenidas en secreto. Los caracteres que los egipcios habían divulgado por el mundo exigían prolongados años de estudio, por lo que únicamente los que estaban muy preparados, como los escribas y sacerdotes, podían intercambiar informaciones. Otras culturas tenían sus formas rudimentarias de registro de la historia, pero eran tan complicadas que nadie se preocupaba de intentar aprenderlas fuera de las propias regiones donde eran usadas.

La invención de Biblos poseía, en cambio, una cualidad extraordinaria: podía ser usada por cualquier país, independientemente de, la lengua que hablasen. Hasta los propios griegos, que generalmente rechazaban todo lo que no nacía en sus ciudades, ya habían adoptado la escritura de Biblos como práctica corriente en sus transacciones comerciales. Como eran especialistas en apropiarse de todo cuanto pudiera ser novedad, ya habían bautizado la invención de Biblos con un nombre griego: alfabeto.

Los secretos guardados celosamente durante siglos de civilización, corrían el riesgo de ser expuestos a la luz. Comparado con esto, el sacrilegio cometido por Elías al traer a alguien desde la otra orilla del río de la muerte, como los egipcios acostumbraban decir, carecía de importancia.

«Estamos siendo castigados porque ya no somos capaces de preservar convenientemente las cosas sagradas —pensó—. Los asirios están a nuestras puertas, atravesarán el valle y destruirán la civilización de nuestros antepasados.»

Y acabarían con la escritura. El sacerdote sabía que la presencia del enemigo no era una casualidad: era el precio a pagar. Los dioses habían planeado todo muy bien, de manera que nadie se diera cuenta de que eran ellos los responsables; habían colocado en el poder a un gobernador más preocupado de los negocios que del ejército, habían alentado la codicia de los asirios, habían hecho que la lluvia escaseara cada vez más y habían traído a un infiel para dividir a la ciudad. Pronto estallaría la guerra.

Akbar continuaría existiendo, incluso después de eso. Pero la amenaza de los caracteres de Biblos sería borrada para siempre de la faz de la Tierra. El sacerdote limpió con cuidado la piedra que señalaba el lugar donde, muchas generaciones atrás, el peregrino extranjero había encontrado el lugar indicado por los cielos y fundado la ciudad. «¡Qué bella es!», pensó. Las piedras eran una imagen de los dioses: duras, resistentes, sobreviviendo en cualesquiera condiciones, sin tener que explicar por qué estaban allí. La tradición oral decía que el centro del mundo estaba marcado por una piedra, y en su infancia había llegado a pensar en buscarla. Continuó alimentando la idea hasta ese año, pero la presencia de los asirios en el fondo del valle le hizo comprender que jamás cumpliría su sueño.

«No importa. Ha correspondido a mi generación ser ofrecida en sacrifico por haber ofendido a los dioses. Hay cosas inevitables en la historia del mundo, y tenemos que aceptarlas.»

Se prometió a sí mismo obedecer a los dioses: no procuraría evitar la guerra.

«Quizás hayamos llegado al final de los tiempos. Ya no hay forma de eludir las crisis, que son cada vez más frecuentes.»

El sacerdote tomó su bastón y salió del pequeño templo; había concertado una cita con el comandante de la guarnición de Akbar.

Estaba casi llegando a la muralla del sur cuando fue, abordado por Elías:

—El Señor trajo a un niño de regreso del mundo de los muertos —dijo el israelita—. La ciudad cree en mi poder.

—El niño no debía de estar muerto —respondió el sacerdote—. Ya ha pasado otras veces; el corazón se para y después vuelve a latir. Hoy toda la ciudad está hablando de esto; mañana se acordarán de que los dioses están cerca y pueden escuchar lo que están diciendo. Entonces sus bocas volverán a enmudecer. Ahora debo irme, porque los asirios se preparan para el combate.

—Escucha lo que tengo que decirte: después del milagro de anoche, me fui a dormir afuera de las murallas, porque necesitaba un poco de tranquilidad. Entonces el mismo ángel que vi en lo alto de la Quinta Montaña se me apareció otra vez y me dijo: Akbar será destruida por la guerra.

—Las ciudades no pueden ser destruidas —dijo el sacerdote—. Serán reconstruidas setenta veces siete porque los dioses saben dónde las colocaron, y las necesitan allí.

El gobernador se aproximó. Venía acompañado de un grupo de cortesanos, y preguntó:

—¿Qué es lo que dices?

—Que busquéis la paz —repitió Elías.

—Si tienes miedo, regresa al lugar de donde viniste —repuso secamente el sacerdote.

—Jezabel y su rey están, esperando a los profetas fugitivos para matarlos —dijo el gobernador—. Pero me gustaría que me contaras cómo pudiste subir a la Quinta Montaña sin ser destruido por el fuego del cielo.

El sacerdote necesitaba interrumpir aquella conversación; el gobernador estaba pensando en negociar con los asirios y podía querer utilizar a Elías para sus propósitos.

—No lo escuches —dijo—. Ayer, cuando fue traído a mi presencia para ser juzgado, vi que lloraba de miedo.

—Mi llanto era por el mal que pensaba haber causado, pues sólo tengo miedo de dos cosas: del Señor y de mí mismo. No huí de Israel, y estoy listo para volver en cuanto el Señor lo permita. Acabaré con su bella princesa y la fe de Israel sobrevivirá a esta nueva amenaza

—Hay que tener el corazón muy duro para resistirse a los encantos de Jezabel —ironizó el gobernador—. No obstante, si eso llegara a suceder, enviaríamos a otra mujer más hermosa aún, como ya hicimos antes de ella.

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