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Authors: Paulo Coelho

La quinta montaña (9 page)

BOOK: La quinta montaña
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—¿Qué estás haciendo?

—No tengo nada que hacer —respondió ella.

—Entonces aprende algo. En este momento, muchas personas ya desistieron de vivir. No se disgustan, no lloran, apenas esperan que el tiempo pase. No aceptan los desafíos de la vida, y la vida va no las desafía más. Tú corres ese peligro; reacciona, enfréntate a la vida, no desistas.

—Mi vida volvió a tener sentido desde que tú llegaste —dijo ella con la mirada baja.

Por una fracción de segundo él sintió que podía dividir su corazón con ella. Pero decidió no arriesgarse; posiblemente ella se estaba refiriendo a otra cosa.

—Empieza a hacer algo —dijo cambiando de tema—. Así el tiempo será un aliado y no un enemigo.

—¿Qué puedo aprender?

Elías pensó un poco.

—La escritura de Biblos. Será útil si algún día tienes que viajar.

La mujer resolvió dedicarse a aquel estudio en cuerpo y alma. No había pensado jamás en salir de Akbar pero, por el modo en que él hablaba, quizás estuviera pensando en llevarla con él.

De nuevo se sintió libre. De nuevo se despertó de madrugada y caminó sonriendo por las calles de la ciudad.

—Elías continúa vivo —dijo el comandante al sacerdote, dos meses después—. No conseguiste asesinarlo.

—No hay en toda Akbar un solo hombre que quiera cumplir esa misión. El israelita ha consolado a los enfermos, visitado a los presos, alimentado a los hambrientos. Cuando alguien tiene una disputa a resolver con el vecino, recurre a él y todos aceptan sus juicios, porque son justos. El gobernador se sirve de él para aumentar su propia popularidad, pero nadie se da cuenta.

—Los mercaderes no desean la guerra. Si el gobernador aumenta su popularidad hasta el punto de convencer a la gente de que la paz es mejor, nunca conseguiremos expulsar de aquí a los asirios. Es necesario matar a Elías pronto.

El sacerdote señaló la Quinta Montaña, siempre con su cima cubierta de nubes.

—Los dioses no permitirán que su país sea humillado por una fuerza extranjera. Ya lo arreglarán a su manera: verás que pasará algo y entonces sabremos aprovechar la oportunidad.

—¿Qué pasará?

—No lo sé. Pero estaré atento a las señales. No suministres más los datos correctos sobre las fuerzas asirias. Siempre que te pregunten algo, di que la proporción de los guerreros invasores aún es de cuatro a uno. Y continúa entrenando a tus tropas.

—¿Por qué tengo que hacer eso? ¡Si alcanzan la proporción de cinco a uno, estamos perdidos!

—No. Estaremos en condiciones de igualdad. Cuando comience el combate, no estarás luchando con un enemigo inferior, y no podrás ser considerado un cobarde que abusa de los débiles. El ejército de Akbar enfrentará a un adversario tan poderoso como él y vencerá en la batalla porque su comandante desarrolló la mejor estrategia.

Halagada su vanidad, el comandante aceptó la propuesta y, a partir de aquel momento, comenzó a ocultar informaciones al gobernador y a Elías.

Pasaron otros dos meses y una mañana el ejército asirio alcanzó la proporción de cinco soldados por cada defensor de Akbar. En cualquier momento podían atacar.

Ya hacía algún tiempo que Elías sospechaba que el comandante le mentía respecto del número de las fuerzas enemigas, pero pensaba que esto terminaría funcionando a su favor: cuando la proporción alcanzase su punto crítico, sería fácil convencer a la población de que la paz era la única salida.

Meditaba sobre esto mientras se dirigía al lugar de la plaza donde, una vez cada siete días, acostumbraba ayudar a los habitantes a resolver sus disputas. Generalmente eran asuntos sin importancia: peleas entre vecinos, viejos que ya no querían pagar impuestos, comerciantes que se consideraban perjudicados en sus negocios.

El gobernador estaba allí. Solía aparecer de vez en cuando para verlo en acción. La antipatía que sintiera inicialmente por él había desaparecido por completo; descubrió que era un hombre sabio, preocupado por resolver los problemas antes de que surgieran, aun cuando no creyera en el mundo espiritual y tuviese mucho miedo de morir. En varias ocasiones, él hizo uso de su

autoridad para dar a la decisión de Elías un valor de ley. Otras veces había discrepado de una sentencia, y el transcurso del tiempo le había dado la razón.

Akbar se estaba volviendo un modelo de ciudad fenicia. El gobernador había creado un sistema de impuestos más justo, había mejorado las calles y sabía administrar con inteligencia las ganancias obtenidas de las tasas sobre las mercancías. Hubo una época en la que Elías le pidió que acabara con el consumo de vino y cerveza, porque la mayoría de los casos que tenía que resolver estaban relacionados con agresiones de personas ebrias. El gobernador le contestó que una ciudad sólo era considerada grande justamente cuando ese tipo de cosas sucedían. Según la tradición, los dioses se ponían contentos cuando los hombres se divertían al finalizar su jornada de trabajo, y protegían a los borrachos.

Además, su región tenía fama de producir uno de los mejores vinos del mundo, y los extranjeros desconfiarían si sus propios habitantes no consumían la bebida. Elías respetó la decisión del gobernador y terminó aceptando que las personas alegres producen mejor.

—No necesitas esforzarte tanto —dijo el gobernador antes de que Elías comenzase su trabajo aquel día—. Un auxiliar sólo ayuda al gobierno con sus opiniones.

—Tengo nostalgias de mi tierra, y quiero volver allí. Mientras estoy ocupado en estas actividades consigo sentirme útil y olvidar que soy un extranjero —respondió.

«Y consigo controlar mejor mi amor por ella», pensó para sí.

El tribunal popular había pasado a contar con un público atento a lo que sucedía. Las personas comenzaron a llegar: algunos eran ancianos, que ya no tenían capacidad para trabajar en los campos y venían para aplaudir o rechazar las decisiones de Elías. Otros estaban directamente interesados en los asuntos que iban a ser tratados, sea porque hubieran sido víctimas, sea porque podrían ganar con el resultado. Había también mujeres y niños que, por falta de trabajo, tenían que ocupar en algo su tiempo libre.

Dio comienzo a los asuntos de aquella mañana: el primer caso era el de un pastor que había soñado con un tesoro escondido cerca de las pirámides de Egipto y necesitaba dinero para ir hasta allí. Elías nunca había estado en Egipto, pero sabía que estaba muy lejos, y le dijo que difícilmente podría conseguir el dinero pidiéndolo a otras personas; pero, si se decidía a vender sus ovejas y pagar el precio de su sueño, seguramente encontraría lo que buscaba.

A continuación vino una mujer que deseaba aprender las artes mágicas de Israel. Elías le dijo que él no era un maestro, sino apenas un profeta.

Cuando se preparaba para encontrar una solución amistosa en el caso de un agricultor que había insultado y maldecido a la mujer de otro, un soldado apartó al público que tenía enfrente y se dirigió al gobernador:

—Una patrulla ha conseguido capturar aun espía —dijo, sudoroso, el recién llegado—. Están en camino hacia aquí.

Una oleada de agitación recorrió la audiencia; era la primera vez que asistirían a un juicio de esa clase.

—¡Muerte! —gritó alguien—. ¡Muerte al enemigo!

Todos los presentes asintieron, gritando. En un abrir y cerrar de ojos la noticia corrió por toda la ciudad y la plaza se llenó. Los otros casos fueron juzgados con gran esfuerzo; pues a cada instante alguien interrumpía a Elías pidiendo que se presentara ya al extranjero.

—No puedo juzgar este tipo de caso —repetía él—. Esto corresponde a las autoridades de Akbar.

—¿Qué es lo que han venido a hacer aquí los asirios? —decía uno—. ¿No ven que estamos en paz desde hace muchas generaciones?

—¿Por qué desean nuestra agua? —gritó otro—. ¿Por qué amenazan a nuestra ciudad?

Hacía meses que nadie osaba referirse en público a la presencia del enemigo. Aunque todos viesen un número cada vez mayor de tiendas surgiendo en el horizonte, aunque los mercaderes comentasen que era necesario empezar en seguida las conversaciones de paz, el pueblo de Akbar se negaba a creer que vivieran bajo la amenaza de una invasión. Excepto por la incursión de alguna tribu insignificante (que era rápidamente dominada), las guerras existían apenas en la memoria de los sacerdotes. Ellos hablaban de una nación llamada Egipto, con caballos y carros de guerra, y dioses con formas de animales. Pero aquello había sucedido hacía muchísimo tiempo, Egipto ya no era un país importante, y los guerreros de piel oscura y lengua extraña ya habían retornado a su tierra. Ahora los habitantes de Tiro y Sidón dominaban los mares, extendían un nuevo imperio por el mundo y, aunque no fueran guerreros experimentados, habían descubierto una nueva manera de luchar: el comercio.

—¿Por qué están nerviosos? —preguntó el gobernador a Elías.

—Porque perciben que algo ha cambiado. Tanto tú como yo sabemos que a partir de ahora los asirios pueden atacar en cualquier momento. Tanto tú como yo sabemos que el comandante miente sobre el número de tropas enemigas.

—Pero no sería tan loco como para contárselo a nadie, estaría sembrando el pánico.

—Todo hombre percibe cuando está en peligro; comienza a reaccionar de manera extraña, a tener presentimientos, a sentir alguna cosa en el aire. E intenta engañarse, porque piensa que no va a conseguir enfrentar la situación. Ellos intentaron engañarse hasta ahora; pero llega un momento en que es preciso enfrentar la verdad.

El sacerdote llegó.

—Vamos al palacio, a reunir el Consejo de Akbar. El comandante ya está en camino.

—No lo hagas —dijo Elías en voz baja al gobernador—. Te forzarán a hacer algo que no quieres.

—¡Vamos! —insistió el sacerdote—. ¡Acabamos de apresar a un espía y necesitamos tomar medidas urgentes!

—Haz el juicio en medio del pueblo —susurró Elías—. Ellos te ayudarán porque desean la paz, aunque estén pidiendo la guerra.

—¡Traed a ese hombre aquí! —pidió el gobernador. La multitud dio gritos de alegría; por primera vez asistiría a un Consejo.

—¡No podemos hacer eso! —dijo el sacerdote—. ¡Es un asunto delicado, que precisa tranquilidad para ser resuelto!

Gritos, silbidos y protestas.

—Traedlo aquí —repitió el gobernador—, y su juicio se celebrará en esta plaza, en medio del pueblo. Hemos trabajado juntos para hacer de Akbar una ciudad próspera, y juntos juzgaremos a todo aquello que nos amenaza.

La decisión fue recibida con una salva de aplausos. Un grupo de soldados de Akbar apareció arrastrando a un hombre semidesnudo, cubierto de sangre. Debía de haber sido muy castigado antes de llegar allí.

Los ruidos cesaron. Un silencio pesado descendió sobre el público, y se podían oír los ruidos de los cerdos y de los niños que jugaban al otro extremo de la plaza.

—¿Por qué habéis hecho esto con el prisionero? —gritó el gobernador.

—Se resistió —respondió uno de los guardias—. Dijo que no era espía. Que había venido hasta aquí para hablar con usted.

El gobernador mandó traer tres sillas del palacio donde habitaba. Sus empleados trajeron el manto de la Justicia que acostumbraba a usar siempre que era necesaria una reunión del Consejo de Akbar.

Él y el sacerdote se sentaron. La tercera silla estaba reservada para el comandante, que aún no había llegado.

—Declaro solemnemente abierto el tribunal de la ciudad de Akbar. Que los ancianos se aproximen.

Un grupo de viejos se acercó de dos en dos, colocándose en semicírculo detrás de las sillas. Aquél era el consejo de ancianos. En los tiempos antiguos, sus opiniones eran respetadas y cumplidas; hoy en día, en cambio, su papel era apenas decorativo, estaban allí para aceptar todo lo que el gobernante decidiera.

Cumplidas algunas formalidades (como una oración a los dioses de la Quinta Montaña y la declamación de los nombres de algunos héroes antiguos), el gobernador se dirigió al prisionero:

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó.

El hombre no respondió. Lo encaraba de una manera extraña, como si fuese su igual.

—¿Qué es lo que quieres? —insistió el gobernador.

El sacerdote le tocó el brazo:

—Necesitamos un intérprete, no habla nuestra lengua.

Se dio la orden y uno de los guardias salió en busca de un comerciante que pudiese servir de intérprete. Los mercaderes no solían asistir a las sesiones que Elías realizaba; estaban siempre ocupados haciendo sus negocios y contando sus ganancias.

Mientras esperaban, el sacerdote susurro:

—Golpearon al prisionero porque tienen miedo. Permite que conduzca yo este juicio y no digas nada: el pánico pone a todos agresivos y, si no afianzamos la autoridad, podemos perder el control de la situación...

El gobernador no respondió. También tenía miedo. Buscó con sus ojos a Elías pero, desde el lugar donde estaba sentado, no podía verlo.

Un comerciante llegó, traído a la fuerza por un guardia. Protestó ante el tribunal porque le hacían perder su tiempo y tenía muchos asuntos que resolver. Pero el sacerdote, mirándolo con severidad, le pidió que se callara y se limitara a traducir la conversación.

—¿Qué te ha traído aquí? —preguntó el gobernador.

—No soy espía —respondió el hombre—. Soy uno de los generales del ejército. Vine para hablar contigo.

El auditorio, que estaba en silencio, comenzó a vociferar en cuanto la frase fue traducida. Decían que era mentira, y exigían pena de muerte inmediata.

El sacerdote pidió silencio y se dirigió al prisionero:

—¿Sobre qué deseas conversar?

—Hemos oído decir que el gobernador es hombre sabio —dijo el asirio—. No queremos destruir esta ciudad: lo que nos interesa es Tiro y Sidón. Pero Akbar está en medio del camino y controla este valle; si nos vemos obligados a luchar, perderemos tiempo y hombres. Yo vengo a proponer un trato.

«Este hombre está diciendo la verdad», pensó Elías. Había notado que estaba rodeado por un grupo de soldados que le tapaban la vista del lugar donde estaba sentado el gobernador. «El asirio piensa como nosotros. El Señor realizó el milagro que pondrá fin a esta situación peligrosa.»

El sacerdote se levantó y gritó al pueblo:

—¿Lo veis? ¡Nos quieren destruir sin combate!

—Continúa —dijo el gobernador.

El sacerdote, sin embargo, interfirió otra vez:

—Nuestro gobernador es un hombre bueno, que no desea derramar la sangre de un hombre. ¡Pero estamos en una situación de guerra, y el condenado que está ante vosotros es un enemigo!

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