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Authors: Paulo Coelho

La quinta montaña (17 page)

BOOK: La quinta montaña
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—Es preciso disciplina y paciencia para superarlo —dijo el pastor.

—Y esperanza. Cuando ella se termina, no se pueden gastar las energías luchando contra lo imposible.

—No se trata de esperanza en el futuro. Se trata de recrear el propio pasado.

El pastor ya no tenía prisa, su corazón se llenó de piedad por los refugiados. Ya que él y su familia se habían salvado de la tragedia, nada costaba ayudarlos para agradecer a los dioses. Además, ya había oído hablar del profeta israelita que subió a la Quinta Montaña sin ser alcanzado por el fuego del cielo; todo indicaba que debía de tratarse del hombre que tenía enfrente.

—Podéis quedaros un día más si queréis.

—No entendí lo que dijiste antes —comentó Elías— sobre recrear el propio pasado.

—Yo veía siempre a las personas que pasaban por aquí, en dirección a Tiro y Sidón. Algunas se quejaban de que no habían conseguido nada en Akbar, e iban en busca de un nuevo destino.

»Un día esas personas retornaban. No habían conseguido lo que estaban buscando, porque habían cargado consigo, junto con el equipaje, el peso del propio fracaso anterior. Alguna que otra volvía habiendo conseguido un empleo en el gobierno, o con la alegría de haber educado mejor a los hijos, pero nada más. Porque el pasado en Akbar las había dejado temerosas y no tenían confianza en sí mismas como para arriesgar mucho.

»Por otro lado, también pasaron por mi puerta personas llenas de entusiasmo. Habían aprovechado cada minuto de vida en Akbar y obtenido, con mucho esfuerzo, el dinero necesario para el viaje que querían hacer. Para estas personas, la vida era una constante victoria, y continuaría siéndolo.

»Estas personas también retornaban, pero con historias maravillosas. Habían conquistado todo lo que deseaban, porque no estaban limitadas por las frustraciones del pasado.

Las palabras del pastor llegaron al corazón de Elías.

—No es difícil reconstruir una vida, así como no es imposible levantar a Akbar de sus ruinas —continuó el pastor—. Basta tener conciencia de que continuamos con la misma fuerza que teníamos antes, y usar esto en nuestro favor.

Y concluyó:

—Si tienes un pasado que no te deja satisfecho, olvídalo ahora. Imagina una nueva historia para tu vida, y cree en ella. Concéntrate sólo en los momentos en que conseguiste lo que deseabas, y esta fuerza te ayudará a conseguir lo que deseas ahora.

«Hubo un momento en que deseé ser carpintero, y después quise ser un profeta enviado para la salvación de Israel —pensó Elías—. Los ángeles descendían del cielo y el Señor hablaba conmigo. Hasta que entendí que Él no era justo, y que sus motivos siempre permanecerán incomprensibles para mí.»

El pastor gritó a su mujer, diciéndole que había decidido quedarse, pues al fin de cuentas ya había ido a pie hasta Akbar y tenía pereza de hacer otra caminata.

—¡Gracias por acogernos! —dijo Elías.

—¿No queréis quedaros esta noche?

El niño interrumpió el diálogo:

—Queremos volver a Akbar.

—Esperad hasta mañana. La ciudad está siendo saqueada por sus propios habitantes, y no hay lugar para dormir.

El chico bajó la cabeza, se mordió los labios, y una vez más se resistió al llanto. El pastor los llevó al interior de la casa, tranquilizó ala mujer y los niños, y pasó el resto del día conversando sobre el tiempo, para distraer a los huéspedes.

Al día siguiente, los dos se levantaron temprano, comieron un refrigerio preparado por la mujer del pastor y se despidieron en la puerta de la casa:

—Que tu vida sea larga y tu rebaño crezca siempre —dijo Elías—. Comí lo que mi cuerpo necesitaba, y mi alma aprendió lo que no sabía. Que Dios nunca olvide lo que habéis hecho por nosotros, y que vuestros hijos no sean extranjeros en una tierra extraña.

—No sé a qué dios te refieres; son muchos los habitantes de la Quinta Montaña —dijo el pastor con dureza, para luego en seguida cambiar de tono—. Recuerda las cosas buenas que hiciste; ellas te darán valor.

—Hice muy pocas, y ninguna de ellas debida a mis buenas cualidades.

—Entonces es hora de hacer más.

—Tal vez yo podría haber evitado la invasión.

El pastor se rió.

—Aunque hubieras sido el mismísimo gobernador de Akbar, no habrías conseguido detener lo inevitable.

—Quizás el gobernador debería haber atacado a los asirios cuando ellos llegaron al valle, con pocas tropas. O negociado la paz, antes de que la guerra estallara.

—Todo lo que podía suceder, pero no sucedió, termina siendo llevado por el viento y no deja ningún rastro —dijo el pastor—. La vida está hecha de nuestras actitudes. Y
existen ciertas cosas que los dioses nos obligan a vivir.
No importa cuál es la razón que tienen para esto y no sirve de nada hacer lo posible para que pasen lejos de nosotros.

—¿Para qué?

—Pregúntaselo a un profeta israelita que vivía en Akbar. Parece que él tiene respuesta para todo.

El hombre caminó en dirección al cercado.

—Tengo que llevar mi rebaño a pastar —dijo—. Anoche no salieron de aquí, y están impacientes.

Se despidió agitando el brazo en alto en señal de saludo y partió con sus ovejas.

El niño y el hombre seguían por el valle.

—Estás caminando muy despacio —decía el chico—. Tienes miedo de lo que pueda pasarte.

—Sólo tengo miedo de mí mismo —respondió Elías—. No pueden hacerme nada, porque mi corazón ya no existe.

—El Dios que me trajo de regreso de la muerte aun está vivo. Él puede hacer volver a mi madre, si tú haces lo mismo con la ciudad.

—Olvida a este Dios. Está lejos, y ya no hace los milagros que esperamos de Él.

El pastor tenía razón. A partir de aquel momento era preciso reconstruir su propio pasado, olvidar que algún día se había creído un profeta que tenía que libertar a Israel, pero había fracasado en su misión de salvar a una simple ciudad.

El pensamiento le dio una extraña sensación de euforia. Por primera vez en su vida se sintió libre, listo para hacer lo que le pareciera en el momento en que lo deseara. No escucharía a más ángeles, es verdad, pero en compensación estaría libre para retornar a Israel, volver a trabajar corno carpintero, viajar hasta Grecia para aprender cómo pensaban sus sabios, o partir junto con los navegantes fenicios hacia las tierras del otro lado del mar.

Antes, sin embargo, precisaba vengarse. Había dedicado los mejores años de su juventud a un Dios sordo, que vivía dando órdenes y siempre haciendo las cosas a Su modo. Había aprendido a aceptar Sus decisiones y a respetar Sus designios. Pero su fidelidad había sido retribuida con el abandono, su dedicación fue ignorada y sus esfuerzos para cumplir la voluntad Suprema habían tenido como resultado la muerte de la única mujer a quien había amado en toda su vida.

—Tienes toda la fuerza del mundo y de las estrellas —dijo Elías en su lengua natal, para que eh niño a su lado no entendiese el significado de las palabras—. Puedes destruir una ciudad, un país, como nosotros destruimos a los insectos. Entonces envía el fuego del cielo y acaba con mi vida ahora, porque si no lo haces, a partir de ahora iré contra Tu obra.

Akbar surgió a la distancia. Él tomó la mano del niño y la apretó con fuerza.

—A partir de aquí y hasta cruzar los portones de la ciudad, yo caminaré con los ojos cerrados y es preciso que tú me guíes —le pidió—. Si muero durante el camino, haz tú lo que me pediste a mí: reconstruye Akbar, aunque para eso necesites primero crecer y después aprender cómo cortar la madera o tallar las piedras.

El niño no dijo nada. Elías cerró los ojos y se dejó guiar. Escuchaba el ruido del viento y el sonido de sus propios pasos en la arena.

Se acordó de Moisés que, después de liberar y conducir al pueblo elegido por el desierto, superando enormes dificultades, fue impedido por Dios de entrar en Canaán. En aquella ocasión, Moisés había dicho:

Te ruego que me dejes pasar, para que yo vea esta buena tierra más allá del Jordán.

No obstante, el Señor se indignó con su pedido y le dijo:

Basta. No me hables más sobre esto. Dirige tu mirada hacia el Occidente, y hacia el Norte, y hacia el Sur y hacia el Oriente, y contémplalos con tus propios ojos, porque no pasarás este Jordán.

Así es como el Señor había retribuido la larga y ardua tarea de Moisés: no permitiéndole poner sus pies en la Tierra Prometida. ¿Qué habría pasado si él hubiera desobedecido?

Elías volvió a dirigir su pensamiento hacia los cielos.

«Mi Señor, esta batalla no fue entre asirios y fenicios, sino entre Tú y yo. No me avisaste de nuestra guerra particular y, como siempre, venciste e hiciste cumplir Tu voluntad. Destruiste a la mujer que amé y a la ciudad que me acogió cuando estaba lejos de mi patria.»

El viento sopló más fuerte en sus oídos. Elías sintió miedo, pero continuó:

«No puedo traer a la mujer de vuelta, pero puedo cambiar el destino de Tu obra de destrucción. Moisés aceptó Tu voluntad, y no cruzó el río. Yo, sin embargo, seguiré adelante: mátame en este momento, porque si me dejas llegar a las puertas de la ciudad, reconstruiré lo que quisiste barrer de la faz de la Tierra. E iré en contra de Tu decisión.»

No dijo nada más. Vació su pensamiento y aguardó la muerte. Durante mucho tiempo se concentró solamente en el sonido de los pasos en la arena; no quería escuchar voces de ángeles ni amenazas del Cielo. Su corazón estaba libre, y ya no temía lo que pudiera pasar. No obstante, en las profundidades de su alma, algo empezó a molestarlo, como si hubiera olvidado algo importante.

Largo rato después, el niño se detuvo y sacudió el brazo de Elías.

—¡Llegamos! —dijo.

Él abrió los ojos. El fuego del cielo no había descendido y las murallas destruidas de Akbar lo rodeaban.

Miró al chico, que ahora apretaba su mano como si temiera que él pudiese escapar. ¿Lo amaba? No tenía idea. Pero estas reflexiones podían ser dejadas para más tarde; ahora tenía una tarea que cumplir. La primera en muchos años que no le había sido impuesta por Dios.

Desde donde estaban podían sentir el olor a quemado. Aves de rapiña volaban en círculo en el cielo, esperando el momento adecuado para devorar los cadáveres de los centinelas que se pudrían al sol. Elías se acercó a uno de los soldados muertos y tomó la espada de su cinto. En la confusión de la noche anterior, los asirios habían olvidado recoger las armas que estaban fuera de la ciudad.

—¿Para qué la quieres? —preguntó el niño.

Para defenderme.

—Los asirios ya no están.

—Aun así, es conveniente llevarla. Tenemos que estar preparados.

Su voz temblaba. Era imposible saber lo que sucedería a partir de ahora, cuando cruzaran la muralla semidestruida, pero estaba listo para matar a quien intentase humillarlo.

—Fui destruido como esta ciudad —le dijo al niño—. Pero también, como esta ciudad, aún no he completado mi misión...

El chico sonrió.

—Hablas como antes —dijo.

—No te dejes engañar por las palabras. Antes yo tenía el objetivo de expulsar a Jezabel del trono y devolver Israel al Señor, pero ahora que Él nos olvidó, nosotros también debemos olvidarlo. Mi misión es hacer lo que tú me pides.

El niño lo miró desconfiado.

—Sin Dios, mi madre no retornará de los muertos.

Elías le acarició la cabeza.

—Fue sólo el cuerpo de tu madre el que partió. Ella continúa entre nosotros y, como nos dijo,
es
Akbar. Tenemos que ayudarla a recuperar su belleza.

La ciudad estaba casi desierta. Ancianos, mujeres y niños caminaban por las calles, repitiendo la escena que había visto la noche de la invasión. Parecían no saber exactamente cuál era la próxima decisión a tomar.

Cada vez que se cruzaban con alguien, el niño notaba que Elías apretaba con fuerza el puño de la espada. Pero las personas mostraban indiferencia: la mayoría reconocía al profeta de Israel, algunos lo saludaban con la cabeza, y nadie le dirigía una palabra, ni siquiera de odio.

«Han perdido hasta el sentimiento de rabia», pensó, mirando a lo alto de la Quinta Montaña, cuya cumbre continuaba cubierta por sus nubes eternas. Entonces recordó las palabras del Señor:

Lanzaré vuestros cadáveres sobre los cadáveres de vuestros dioses; mi alma se hastiará de vosotros. Vuestra tierra será asolada, y vuestras ciudades quedarán desiertas. En cuanto a los que de vosotros quedaren, os pondré en el corazón tal ansiedad que el ruido de una hoja movida os perseguirá. Y caeréis sin que nadie os persiga.

«He aquí Tu obra, Señor: cumpliste con Tu palabra, y los muertos-vivos continúan paseando sobre la Tierra. Y Akbar es la ciudad escogida para albergarlos.»

Los dos fueron hasta la plaza principal, se sentaron sobre algunos escombros y miraron a su alrededor. La destrucción parecía más dura e implacable de lo que él había pensado; el techo de la mayoría de las casas se había desplomado, y la suciedad y los insectos estaban invadiendo todo.

—Es preciso remover a los muertos —dijo él— o la peste entrará en la ciudad por su puerta principal.

El niño mantenía los ojos bajos.

—¡Levanta la cabeza! —le dijo Elías—. Tenemos que trabajar mucho para que tu madre se ponga contenta.

Pero el chico no obedeció; comenzaba a comprender que, en algún lugar de aquellas ruinas, estaba el cuerpo que un día lo trajo a la vida, y que este cuerpo estaba en un estado parecido a todos los otros que se esparcían a su alrededor.

Elías no insistió. Se levantó, cargó un cadáver en sus hombros y lo llevó al centro de la plaza. No conseguía recordar las recomendaciones del Señor sobre el entierro de los muertos, pero necesitaba impedir que la peste llegase, y la única salida era incinerarlos.

Trabajó durante toda la mañana. El niño no salió del lugar, y no levantó la vista ni por un instante, pero cumplió lo que le había prometido a su madre: ninguna lágrima cayó sobre el suelo de Akbar.

Una mujer se detuvo y permaneció algún tiempo contemplando su actividad.

—El hombre que resolvía los problemas de los vivos, ahora arregla los cuerpos de los muertos —comento.

—¿Dónde están los hombres de Akbar? —preguntó Elías.

—Se fueron, y además se llevaron con ellos lo poco que había sobrado. Ya no existe nada por lo que valga la pena quedarse. Sólo no han abandonado la ciudad los incapaces de hacerlo: los viejos, las viudas, los huérfanos.

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