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Authors: Paulo Coelho

La quinta montaña (3 page)

BOOK: La quinta montaña
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Todo lo que había hecho hasta entonces estaba perdido, sólo porque había creído cumplir la voluntad del Señor. Mañana —y en los próximos días, semanas y meses— los comerciantes del Líbano seguirían golpeando a su puerta, y alguien les diría que el dueño había huido, dejando tras dc sí un rastro de muertes de profetas inocentes. Quizás dijesen también que él había intentado destruir a los dioses que protegían la tierra y los cielos; la historia pronto cruzaría las fronteras de Israel, y ya podía renunciar para siempre al casamiento con una mujer tan bella como las que vivían en el Líbano.

«Existen los barcos.»

Si, existían los barcos. Los criminales, los prisioneros de guerra, los fugitivos, solían ser aceptados como marineros, porque era una profesión más peligrosa que el ejército. En la guerra, un soldado siempre tenía alguna oportunidad de escapar con vida; pero los mares eran desconocidos, estaban poblados de monstruos y, cuando una tragedia ocurría, no quedaba nadie para contar la historia.

Existían los barcos, pero eran controlados por los comerciantes fenicios. Elías no era un criminal, ni un prisionero, ni un fugitivo, pero había osado levantar su voz en contra del dios Baal. Cuando lo descubrieran, lo matarían y lo tirarían al mar, porque los marineros creían que Baal y sus dioses controlaban las tempestades.

No podía ir, por lo tanto, en dirección al océano. No podía seguir para el norte, pues allí estaba el Líbano. No podía ir hacia el oriente, donde algunas tribus israelitas mantenían guerras que ya duraban dos generaciones.

Se acordó de la tranquilidad que había sentido delante del soldado; al fin y al cabo, ¿qué era la muerte? La muerte era un instante, nada más que eso. Aunque sintiese dolor, pasaría en seguida, y entonces el Señor de los Ejércitos lo recibiría en su seno.

Se acostó en el suelo y se quedó mucho tiempo mirando el cielo. Como el levita, procuró hacer su apuesta. No era una apuesta sobre la existencia de Dios —porque no tenía dudas de eso—, sino sobre la razón de su vida.

Vio las montañas, la tierra que sería asolada por una larga sequía —así se lo había dicho el ángel del Señor— pero que aún conservaba la frescura de muchos años de lluvias generosas. Vio el riachuelo Querite, cuyas aguas en breve dejarían de correr. Se despidió del mundo con fervor y respeto, y pidió al Señor que lo acogiese cuando llegase su hora.

Pensó en cuál era el motivo de su existencia, y no obtuvo respuesta.

Pensó hacia dónde debía ir, y descubrió que estaba cercado.

Al día siguiente volvería y se entregaría, a pesar de que el miedo a la muerte hubiese retornado.

Intentó alegrarse por saber que aún continuaría vivo algunas horas. Pero fue inútil; acababa de descubrir que, en casi todos los días de su vida, el hombre no tiene el poder de tomar decisiones.

Elías se despertó al día siguiente, y contempló nuevamente el Querite. Mañana, o dentro de un año, sería apenas un camino de arena fina y piedras redondas. Los antiguos habitantes continuarían refiriéndose al lugar como Querite, y tal vez indicasen la dirección a quien pasaba diciendo: «tal lugar queda a orillas del río que pasa por aquí cerca. Los viajeros irían hasta allí, verían las piedras redondas y la arena fina y se dirían: «aquí, en esta tierra, hubo un río». Pero la única cosa importante en un río, su caudal de agua, ya no estaría allí para matar la sed.

También las almas —como los ríos y las plantas— necesitaban un tipo diferente de lluvia: esperanza, fe, razón de vivir. Cuando esto no sucedía, todo en aquella alma moría, aun cuando el cuerpo continuase vivo; y las personas podían decir que «aquí, en este cuerpo, hubo un hombre».

Pero no era el momento de estar pensando en eso. Nuevamente recordó la conversación con el levita, poco antes de que salieran del establo: ¿para qué estar muriendo tantas muertes, si bastaba apenas una? Todo lo que tenía que hacer era quedarse esperando alas guardias de Jezabel. Ellos llegarían, sin duda alguna, pues no había muchos lugares para escapar de Gileade; los criminales siempre iban al desierto —donde eran encontrados muertos en cuestión de días— o al Querite, donde terminaban siendo capturados.

Por consiguiente, en breve los guardias estarían allí. Y él se alegraría al verlos.

Bebió un poco del agua cristalina que corría a su lado. Lavó su rostro y buscó una sombra donde pudiese esperar a sus perseguidores. Un hombre no puede luchar contra su destino: él ya lo intentó, y había perdido. A pesar de haber sido reconocido por los sacerdotes como un profeta, resolvió trabajar en una carpintería; pero el Señor lo había reconducido a su camino.

No había sido el único en intentar abandonar la vida que Dios había escrito para cada persona en la Tierra. Tuvo un amigo con una excelente voz, a pesar de lo cual sus padres no aceptaron que se hiciera cantante, porque era una profesión que consideraban deshonrosa para la familia. Una de sus amigas de la infancia bailaba como nadie, y su familia le prohibió hacerlo, pues podía ser llamada por el rey, y nadie sabía cuánto tiempo podía durar un gobierno. Además, el ambiente del palacio era considerado pecaminoso, hostil, y alejaba para siempre la posibilidad de un buen casamiento.

«El hombre nació para traicionar a su destino.» Dios colocaba en los corazones tareas imposibles.

«¿Por qué?»

Quizás porque era necesario mantener la tradición.

Pero esa no era una buena respuesta.

«Los habitantes del Líbano son más avanzados que nosotros porque no se limitaron a seguir la tradición de los navegantes. Cuando todo el mundo usaba siempre el mismo tipo de barco, ellos resolvieron construir algo diferente. Muchos perdieron su vida en el mar, pero sus barcos fueron gradualmente perfeccionándose y ahora dominan el comercio del mundo. Pagaron un precio alto para adaptarse, pero valió la pena.»

Quizás el hombre traicionase a su destino porque Dios ya no estaba cerca. Él había colocado en los corazones los sueños de una época en la que todo era posible, y después se fue a ocuparse de asuntos nuevos. El mundo se transformó, la vida se hizo más difícil, pero el Señor nunca retornó para cambiarlos sueños de los hombres.

Dios estaba distante. Pero si aún enviaba a los ángeles para hablar con sus profetas, era porque aún quedaba algo por hacer aquí. Entonces, ¿cuál sería la respuesta?

«Quizás porque nuestros padres se equivocaron y tengan miedo de que cometamos los mismos errores. O quizás nunca se equivocaron y, por lo tanto, no sabrán cómo ayudarnos cuando tengamos algún problema.»

Sentía que se estaba acercando.

El riachuelo corría a su lado, algunos cuervos revoloteaban en el cielo y las plantas insistían en vivir en el terreno arenoso y estéril. Si hubieran escuchado a sus antepasados, ¿qué habrían oído?

«Riachuelo, busca un lugar mejor para hacer que tus aguas límpidas reflejen la claridad del sol, ya que el desierto terminará por secarte», diría un dios de las aguas, en el caso de que existiese. «Cuervos, hay más alimento en los bosques que entre las rocas y la arena», diría el dios de los pájaros. «Plantas, echad vuestras semillas lejos de aquí, porque el mundo está lleno de tierra fértil y húmeda y vosotras creceréis más bellas», habría dicho el dios de las flores.

Pero tanto el Querite como las plantas, como los cuervos, uno de los cuales se había posado cerca, tenían el coraje de hacerlo que otros ríos, pájaros y flores juzgaban imposible.

Elías clavó su mirada en el cuervo.

—Estoy aprendiendo —le dijo al pájaro—, aunque sea un aprendizaje inútil, porque estoy condenado a morir.

—Has descubierto lo fácil que es todo —pareció responder el cuervo—. Basta tener coraje.

Elías se rió, porque estaba colocando palabras en la boca de un pájaro. Era un juego divertido, que había aprendido con una mujer que hacía pan, y decidió continuar. Haría las preguntas y se daría a sí mismo una respuesta, como si fuese un verdadero sabio.

El cuervo, no obstante, levantó vuelo. Elías continuó aguardando la llegada de los soldados de Jezabel, porque bastaba con morir una vez.

El día pasó sin que nada nuevo sucediera. ¿Habrían olvidado que el principal enemigo del dios Baal todavía estaba vivo? ¿Por qué Jezabel no lo perseguía, si debía de saber dónde estaba?

«Porque vi sus ojos, y es una mujer sabia —se dijo así mismo—. Si yo muriera me transformaría en un mártir del Señor. Si yo soy considerado sólo un fugitivo, seré apenas un cobarde que no creía en lo que estaba diciendo.»

Sí, seguramente ésta era la estrategia de la princesa.

Poco antes de caer la noche, un cuervo —¿sería el mismo?— volvió a posarse en la rama donde lo había visto aquella mañana. Traía en su pico un pequeño pedazo de carne que, inadvertidamente, dejó caer.

Para Elías fue un milagro. Corrió hasta debajo del árbol, recogió el pedazo y lo comió. No sabía de dónde procedía, ni le interesaba; lo importante era matar un poco su hambre.

A pesar del movimiento brusco, el cuervo no se apartó.

«Este pájaro sabe que me moriré de hambre aquí —pensó Elías—. Alimenta su caza para poder tener un banquete mejor.»

Jezabel también alimentaba la fe en Baal con la historia de la fuga de Elías.

Durante algún tiempo quedaron —hombre y pájaro— contemplándose mutuamente. Elías se acordó del juego que había inventado esa mañana.

—Me gustaría hablar contigo, cuervo. Esta mañana pensaba que las almas necesitan alimento. Si mi alma no murió de hambre, aún tiene algo que decir.

El ave continuaba inmóvil.

—Y, si tiene algo que decir, debo escucharla. Porque no tengo a nadie más con quien hablar —continuó Elías.

Entonces, usando su imaginación, se transformó en el cuervo:

—¿Qué es lo que Dios espera de ti? —se preguntó a sí mismo, como si fuese el cuervo.

—Espera que yo sea un profeta.

—Fue esto lo que los sacerdotes dijeron; pero tal vez no sea esto lo que el Señor desee.

—Sí, es esto lo que Él quiere, pues un ángel apareció en la carpintería y me pidió que hablase con Ajab. Las voces que yo oía en la infancia...

—...que todo el mundo oye en la infancia —interrumpió el cuervo.

—Pero no todo el mundo ve a un ángel —dijo Elías.

Esta vez, el cuervo no respondió nada. Después de algún tiempo el ave —o mejor dicho, su propia alma, que deliraba con el sol y la soledad del desierto— quebró el silencio.

—¿Te acuerdas de la mujer que hacía pan? —se preguntó a sí mismo.

Elías se acordaba. Ella había ido a pedirle que le hiciera algunas bandejas. Mientras Elías las hacía, la oyó decir que su trabajo era la manera de expresar la presencia de Dios.

—Por la manera en que haces estas bandejas, veo que tienes la misma sensación —había proseguido ella—. Porque sonríes mientras trabajas.

La mujer dividía a los seres humanos en dos grupos: los que se alegraban y los que se quejaban de lo que hacían. Estos últimos afirmaban que la maldición lanzada por Dios a Adán era la única verdad: «maldita es la tierra por tu causa. Con fatiga obtendrás el sustento durante todos los días de tu vida». No encontraban placer en el trabajo, pero los fastidiaban los días santos, cuando estaban obligados a descansar. Usaban las palabras del Señor como una disculpa para sus vidas inútiles, y se olvidaban de que Él también había dicho a Moisés:

«El Señor tu Dios te bendecirá abundantemente en la tierra que te di en herencia para poseerla».

—Sí, me acuerdo de esta mujer. Ella tenía razón; a mí me gustaba el trabajo en la carpintería.

—Cada mesa que montaba, cada silla que tallaba le permitían entender y amar la vida, aun cuando sólo ahora comprendiese eso—. Ella me dijo que conversara con las cosas que hacía, y me quedaría asombrado al ver que las cosas eran capaces de responderme, porque yo ponía allí lo mejor de mi alma, y recibía a cambio la sabiduría.

—Si no hubieses trabajado como carpintero tampoco habrías sido capaz de colocar tu alma fuera de ti mismo, fingir que eres un cuervo que habla y entender que eres mejor y más sabio de lo que pensabas —fue la respuesta—. Porque fue en la carpintería donde descubriste que lo sagrado está en todas partes.

—Siempre me gustó simular que hablaba con las mesas y las sillas que construía; ¿no era esto suficiente? La mujer tenía razón: cuando conversaba con ellas acostumbraba descubrir pensamientos que nunca me habían pasado por la cabeza. Pero cuando estaba empezando a entender que podía servir a Dios de esta manera, apareció el ángel y... bien, ya conoces el resto de la historia.

—El ángel apareció porque tú estabas preparado —respondió el cuervo.

—Yo era un buen carpintero.

—Era parte de tu aprendizaje. Cuando un hombre camina en dirección a su destino, se ve forzado muchas veces a cambiar de rumbo. Otras veces, las circunstancias externas son más fuertes, y se ve obligado a acobardarse y ceder. Todo esto forma parte del aprendizaje.

Elías escuchaba con atención lo que su alma decía.

—Pero nadie puede perder de vista lo que quiere. Aunque en algunos momentos piense que el mundo y los demás son más fuertes. El secreto es éste: no desistir.

—Nunca pensé ser profeta —dijo Elías.

—Sí, pensaste. Pero te convencieron de que era imposible. O peligroso. O impensable.

Elías se levantó.

—¿Por qué me digo a mí mismo cosas que no quiero oír? —gritó.

Asustado con el movimiento, el pájaro huyó.

El cuervo volvió a la mañana siguiente. En vez de repetir la conversación, Elías se dedicó a observarlo, pues el animal siempre conseguía alimentarse, y siempre le traía algunos restos.

Una misteriosa amistad fue creciendo entre los dos, y Elías empezó a aprender del pájaro. Observándolo, vio cómo era capaz de encontrar comida en el desierto, y descubrió que él podría sobrevivir algunos días más si consiguiera hacer lo mismo. Cuando el vuelo del cuervo se hacía circular, Elías sabía que había una presa cercana; corría hacia aquel lugar e intentaba capturarla. Al principio, muchos de los pequeños animales que allí vivían conseguían escapar, pero poco a poco adquirió entrenamiento y habilidad para capturarlos. Usaba ramas como lanzas, cavaba trampas que disfrazaba con una fina capa de ramitas y arena. Cuando la presa caía, Elías compartía su alimento con el cuervo, y guardaba una parte para ocuparla como cebo.

Pero la soledad en que se encontraba era terrible y opresora, de modo que resolvió volver a fingir que conversaba con el pájaro.

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