Authors: Francesc Miralles
Elsa entró en una tienda de souvenirs y levantó entusiasmada un cenicero blanco en forma de bunker, con tapa y todo.
—¿No te parece alucinante? —exclamó—. En París te venden la Torre Eiffel de plástico, en Londres, el Big Ben... y en Albania el bunker es su principal monumento.
—Me parece un ejercicio de buen humor —comenté—. ¿Por qué no le compras uno a tu padre? No desentonará en su taller lleno de cachivaches.
Para mi asombro, Elsa reaccionó a este comentario abandonando sonoramente el souvenir en el estante. Tras mirarme con rabia, dio media vuelta y empezó a caminar sola en dirección al hotel.
—No te entiendo —argumenté a su lado—, pero disculpa si por algún motivo mi comentario te ha molestado.
—Es cosa mía, no me hagas caso —repuso sin aflojar el paso.
Caminamos sin hablar todavía un par de minutos hasta que Elsa se detuvo de repente y me dijo muy seria:
—Sólo te pediré una cosa, no me preguntes por qué: mientras dure todo esto, no quiero hablar de mi padre. ¿Entendido?
Tras un par de horas haciendo tiempo, como si a ambos nos intimidara el momento de llegar a la habitación, a las once volvimos al Kaonia. Antes de tomar la escalinata al primer piso, me dirigí al propietario griego, que se hallaba tras el mostrador:
—Me gustaría saber quién le dejó el sobre que tan amablemente nos ha entregado esta tarde.
—Oh, era un compatriota —repuso muy tranquilo.
—¿Compatriota de quién? —pregunté—. ¿Era un americano?
—No, quiero decir que era un albanés de origen griego, como yo.
—¿Y dejó su nombre?
—A mí no me dejó dicho nada. Se limitó a entregarme el sobre.
Elsa acudió al rescate para desbloquear aquel interrogatorio fallido.
—Mi marido tenía una cita con un socio local para cerrar un negocio inmobiliario —intervino—, pero nos han dicho que ha regresado a Tirana para una reunión urgente. Debe de haber venido su hermano. ¿Me puede describir a ese hombre?
—Perfectamente —explicó el hotelero en tono desconfiado.
No le debía de encajar que dos extranjeros estuvieran en Saranda para especular con tochos. Puse un billete de mil lëkë sobre la mesa, pero el recepcionista no lo tomó. Parecía ofendido.
—Es sólo por las molestias. Ese sobre contenía documentación importante y celebro que el hermano de mi socio lo dejara en buenas manos.
—Era un griego típico de unos cincuenta años —explicó tomándolo al fin—. Calvo con mostacho. Bastante corpulento.
—No es él entonces —simulé pensando inmediatamente en Spiro—. Gracias de todos modos.
Una vez en la habitación, expliqué a Elsa mi hipótesis: Cora había querido advertirnos de algo la misma tarde que su jefe había desaparecido. Spiro había tenido tiempo de liquidar al recepcionista del California, y luego se había deshecho de su empleada de forma extravagante para desviar la atención.
De entrada, la policía no pensaría que el propietario de Spiro Export pondría en peligro su propiedad para efectuar un asesinato ritual.
—Sólo hay algo que no encaja —opinó Elsa—. Si Spiro tenía algún motivo para cargarse a esos dos, ausentarse de Tirana lo puede convertir en sospechoso de la policía.
—También yo puedo ser sospechoso, dado que me he marchado.
—Tu caso es diferente —repuso ella mientras pasaba a la ducha—. Siempre puedes argumentar que te aburrías en Tirana esperando tu pasaporte y te fuiste a la playa. Los extranjeros suelen hacer esa clase de cosas. Spiro, en cambio, tiene un negocio que atender.
—Eso es lo que me preocupa —dije mientras Elsa entornaba la puerta—. El hecho de que esté aquí y nos haya entregado los arcanos puede significar que su negocio es justamente liquidarnos. ¿Y si Kynops y Spiro fueran la misma persona? De hecho, son dos nombres que se parecen bastante.
El sonido del agua cayendo a chorro significaba que ella no había escuchado esto último. Ante el riesgo de abrir la puerta y que no estuviera la cortina de la ducha echada, decidí sentarme en la cama a seguir cavilando. Tenía la impresión de entender cada vez menos aquel asunto a medida que me metía en él.
Tras mi turno de ducha, al salir con el albornoz me pregunté qué me depararía aquella noche. Con Elsa cualquier cosa era esperable, aunque yo me había prometido oponerme a sus encantos con todo mi poder de resistencia, que tampoco era tan grande.
Aquella noche, sin embargo, supe que no tendría que librar ninguna batalla contra mí mismo. Se había acostado con ropa interior y una camiseta. Desde su lado de la cama, escrutaba el techo con una expresión sumamente triste.
Entré bajo las sábanas por el otro lado y apagué la luz de la lamparita. Por la ventana entraba el resplandor lechoso de la luna.
—¿Te encuentras mal? —le pregunté cauto mientras hundía mi cabeza en la almohada.
—No, sólo pienso.
—¿En qué piensas?
—Pienso en Tod.
—¿Es tu novio celoso? ¿El que está en la cárcel?
Un leve rumor de sábanas reveló que Elsa ya no miraba al techo y se había girado hacia mí.
—No, tonto. Pienso en Tod Lubitch: el chico de la burbuja de plástico.
Me quedé mudo en la oscuridad. Una vez más, no sabía de qué diablos me estaba hablando.
—Fue mi amor de juventud —siguió Elsa—. De hecho, a veces creo que sigo enamorada de él. ¿No has visto esa película?
—Pero bueno... —salté—. ¿Me estás hablando del personaje de una película?
—Sí, lo interpretaba John Travolta antes de que se hiciera famoso.
Tuve que hacer un esfuerzo descomunal para no ceder a un ataque de risa, lo que en aquella situación la habría ofendido profundamente. Me limité a esperar quieto a que contara la historia.
—Hace el papel de Tod Lubitch, un chico que ha nacido con un sistema inmunitario extremadamente débil. Como no tiene defensas, cualquier bacteria en el aire podría matarle. Por eso está obligado a vivir en una especie de incubadora: en una burbuja de plástico.
—En un hospital, entonces —añadí.
—No, en su casa. Ha pasado toda su vida en el hospital, pero los padres han decidido convertir su habitación en una burbuja de plástico. En ella hace su vida: come, lee, estudia, hace ejercicio...
—... hasta que aparece la chica.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendida.
—No podía ser de otro modo. Así es la vida de todos los chicos, aunque vivan en una burbuja de plástico.
—Pues bien —continuó—, un día descubre a su vecina Gina. Es una chica descarada que se pasea en biquini delante de su ventana y fuma cigarrillos. Tod se enamora de ella y ella se acaba fijando en él. ¡Es tan guapo y sensible! Empieza a visitarle, hablan de todo e incluso juntan las manos cada uno desde su lado del plástico.
—Seguro que es una de estas películas que hacen llorar.
—Mucho. Los dos se han enamorado profundamente y Tod debe tomar una decisión crucial: o se queda toda su vida dentro de la burbuja, o se arriesga a salir aunque se enfrente a una muerte casi segura.
—¿Y qué hace? —pregunté muy interesado.
—No te lo pienso decir.
Acto seguido, oí como giraba suavemente entre las sábanas y musitaba algo parecido a «buenas noches» antes de darme la espalda.
Me desperté abrazado a Elsa sin saber cómo había sucedido. Yo llevaba el pijama puesto y ella, su camiseta con las piernas al aire, por lo que supuse que el abrazo sólo había sido un acto reflejo durante el sueño. Mientras pensaba en todo esto, ella abrió los ojos y dijo:
—Bienvenido a Saranda.
—Pensaba que habíamos llegado ayer por la tarde —comenté.
—Nuestros cuerpos llegaron ayer, pero nosotros lo estamos haciendo ahora.
Sin entender qué quería decir exactamente con eso, me despegué de Elsa tratando de no ser brusco y salí de la cama dispuesto a recibir el nuevo día.
El cielo había amanecido totalmente despejado y el mar apenas ondeaba en la quietud de la mañana. A las nueve y media, en el paseo apenas se observaba actividad. Estuve diez minutos largos apoyado en el balcón, desde donde escrutaba el horizonte como un náufrago que espera ser rescatado.
Para los que tenían pasaporte, la salida del país estaba a tiro de piedra. En el extremo derecho de la bahía, un pequeño puerto albergaba el ferry que conectaba Saranda con la isla griega de Corfú, a una hora escasa de navegación.
El viaje estaba vetado a la práctica totalidad de los albaneses, en cambio, los comunitarios podían entrar y salir tantas veces como quisieran. Supuse que esta diferencia de rasante debía de resultar humillante para la población.
Terminado el desayuno, contactamos con un taxista para organizar el viaje a Butrint, que se hallaba a unos veinte kilómetros al sur de Saranda. Tras un rápido regateo acordamos pagarle cinco mil lëkë por el viaje de ida y vuelta, con un tiempo razonable de espera, a las ruinas más famosas del país.
A las once de la mañana nos pusimos en marcha por una estrecha carretera con vistas espectaculares sobre la costa. Mientras Elsa pegaba la cabeza a la ventanilla, yo sólo deseaba que en el teatro griego se produjera finalmente el encuentro para cerrar en breve aquella expedición.
—¿Es la primera vez? —preguntó el taxista como si le aburriera el silencio contemplativo que se había instalado en el coche—. Quiero decir, si han estado antes en Butrint.
—Nunca —se limitó a contestar Elsa.
—Es que la mayoría de los extranjeros que vienen aquí son repetidores. Conozco a arqueólogos que se acercan casi cada año.
—¿Por qué? —preguntó ella, pálida como el mármol a causa de las curvas—. ¿Cambian mucho las piedras de un año para otro?
Sin hacer caso a ese comentario rudo, el taxista explicó:
—Este lugar es el sueño de cualquier arqueólogo, porque en el mismo perímetro se encuentran ruinas ilirias, una acrópolis y un teatro griego, unos baños romanos, un baptisterio cristiano primitivo, y una fortaleza del siglo XIX. Es como viajar a través del tiempo por tu propio pie.
En el trecho final del viaje, Elsa se acabó mareando y tuvo que salir dos veces del coche a vomitar. Una vez en el aparcamiento, se quedó tendida en el asiento trasero del taxi. El conductor también permaneció en el coche, leyendo el periódico, mientras yo acudía a la cita en solitario. Y casi lo prefería así.
A las puertas del recinto arqueológico, tuve que hacer cola detrás de varios grupos de griegos que se protegían del sol con gorras de béisbol. Faltaba más de media hora para la cita cuando, tras pasar por caja, pude entrar en las excavaciones.
Pronto me encontré cruzando un frondoso bosque entre las ruinas griegas. Fascinado por aquel lugar mágico, me encaminé hacia unos restos del siglo IV a. C, el muro de los cíclopes, con un inquietante relieve de piedra en la entrada: un león matando un toro.
Desde allí di unos cuantos rodeos para visitar ruinas menores hasta llegar al teatro griego, que acaparaba el máximo número de visitantes. Miré la hora en el reloj de mi móvil y vi que todavía faltaban diez minutos para el mediodía, si es que la cita debía de producirse a la hora en punto.
Más relajado de lo que suponía, me dediqué a estudiar los movimientos de los visitantes. En el centro del teatro, había una escuela entera atendiendo a las explicaciones de la profesora de historia bajo un sol de justicia.
En las gradas de piedra, parejas y pequeños grupos de turistas se fotografiaban en las posturas más ridículas posibles. Entre todo aquel jolgorio, al cabo de un rato descubrí una figura solitaria que me observaba fijamente. Estaba sentado en una de las gradas más bajas, por eso no había reparado en él.
Llevaba pantalón corto, camisa y gafas negras, con la cabeza cubierta por un sombrero de paja. Pese a aquella indumentaria tan informal, pude reconocer desde la distancia que era Spiro. Fuera o no el millonario, me pareció inofensivo allí sentado bajo el sol, al menos mientras aquel lugar estuviera tan concurrido.
Dispuesto a aclarar la situación de una vez por todas, abandoné mi punto de observación y atravesé el teatro diametralmente para llegar hasta él, que no dejó de mirarme mientras me acercaba. Esto me acabó de encender.
—Terminó el juego —le anuncié al llegar a la grada donde estaba sentado—. Va a tener que decirme quién es usted y cuál es su papel en esta farsa. De lo contrario, pondré en conocimiento de la policía todo lo que está pasando.
Spiro no contestó. A través de las gafas ahumadas pude ver cómo me aguantaba la mirada. Presa de la impaciencia, lo agarré del brazo para zarandearlo y obligarle a hablar.
Pero nada más tocarlo sucedió algo inesperado: el griego se plegó hacia delante hasta desplomarse sobre la grada inferior. Luego el cuerpo se deslizó lentamente sobre el resto de los escalones hasta quedar inmóvil sobre la arena.
Como un toro tras la estocada final, tenía un cuchillo clavado en la espalda.
Aquel asesinato a la luz del mediodía me había colocado en situación de emergencia total. Si no abandonaba el país cuanto antes, acabaría igual que Spiro o la policía me cargaría el muerto.
Al llegar al taxi estacionado, el conductor seguía leyendo su periódico mientras Elsa dormía profundamente.
—¿Ya lo ha visto todo? —se sorprendió—. Hacen falta dos horas buenas para visitar Butrint y usted ha estado... —miró el reloj del coche— ¡treinta y cinco minutos!
—Lo sé, pero padecía por mi esposa —repuse mientras la besaba brevemente en los labios para completar la escenificación—. Volvamos a Saranda: quiero que la vea un médico.
Con el traqueteo del taxi nuevamente en marcha, Elsa empezó a hablar sin abrir los ojos.
—Me has robado un beso —susurró.
—Y a mí me han robado la calma. Tenemos que salir de Albania o voy a volverme loco.
Una vez en el hotel, Elsa se tendió en la cama y empezó a recuperar el color de la cara. Aunque el día no era especialmente sofocante, parecía haber sido víctima de un golpe de calor.
—No entiendo cómo puedes marearte en un coche después de aguantar la paliza del autobús —le había dicho después de explicarle lo sucedido a Spiro.
Luego ella había caído en un profundo sueño, como si la situación desesperante en la que nos encontrábamos la desbordara.
Como era delgada y ocupaba poco sitio en la cama, utilicé la parte libre para poner en orden los arcanos. Tenía la esperanza de que aquel acto me ayudara a ordenar mis ideas.