Authors: Francesc Miralles
Junté los arcanos de la caja de madera con los recibidos en el hotel Kaonia, mientras me preguntaba qué sentido tenía todo aquello. Los primeros cuatro podían sugerir un mensaje en clave, o bien representar los personajes de aquella farsa, pero resultaba difícil extraer alguna conclusión de los otros diecisiete.
Sin embargo, al ponerlos por filas siguiendo su numeración, me di cuenta de un detalle importante que en un primer momento se me había pasado por alto: faltaba una carta entre el colgado y la templanza, dos personajes aparentemente antagónicos.
El gran ausente era el arcano número XIII.
Convencido de que el millonario era o había sido —si se trataba del mismo Spiro— un hombre de ideas fijas, até el mazo de cartas con la goma y me dispuse a tomar un baño. Sin embargo, antes de que pudiera entrar en el lavabo llamaron a la puerta. Del otro lado se oyó una palabra fatídica:
—Policía.
Un sudor frío me empapó las manos mientras giraba la llave para abrir la puerta. En un segundo me enfrenté mentalmente al peor de los escenarios: me habían visto zarandear a Spiro antes de delatarse su muerte. A los ojos de un observador externo, era fácil pensar que había sido apuñalado por mi propia mano. Luego me cargarían las dos muertes en Tirana, si es que no había habido otras por el camino.
Al otro lado, sin embargo, me encontré ante una joven agente de policía con la mejor de las noticias:
—La jefatura central le devuelve su documentación —anunció mientras me entregaba el pasaporte, que acogí en mis manos como oro en barras—. Ha llegado con un agente que viajaba en el autobús de la mañana.
Tras darle las gracias diez veces y cerrar la puerta, desperté eufórico a Elsa para darle la noticia.
—Volvemos a casa. Afortunadamente, no me han relacionado con el crimen de Butrint. Lo que no comprendo es cómo han sabido que me alojaba en el hotel.
—Aunque sólo mostré mi pasaporte, tuve que apuntar el nombre de los dos en el registro del hotel —explicó Elsa entre bostezos—. Tampoco hay tantos extranjeros en Albania para que no pudieran localizarte. ¿Vamos a tomar otra vez el autobús a Tirana?
En aquella pregunta casi pude leer la decepción de que la aventura terminara allí.
—No, haremos algo mejor. Creo que a las siete hay un ferry que sale de Saranda hacia Corfú. Podemos dormir en la isla y tomar mañana un barco a Atenas. Desde allí será fácil encontrar un vuelo a Barcelona.
Sin esperar a que dijera si le parecía bien o mal aquel plan, fui a llenar la bañera para celebrar mi recobrada libertad de movimientos.
Mientras vertía gel bajo el chorro caliente, pensé en la casa deshabitada y me asaltó una nostalgia adelantada. No me hacía especial ilusión iniciar la rutina de hombre abandonado que se gana la vida dando clases de inglés. Tal vez porque la traición de Aina aún supuraba en mi interior, casi prefería dar tumbos con Elsa a aquella vida de fracasado.
Al entrar en la bañera llena de espuma, me dije que en cualquier caso no tenía elección. Albania se había convertido para nosotros en una trampa mortal; tal vez incluso para el propio millonario, que ya no viviría en sus carnes la profecía 2013.
Como si ese pensamiento hubiera logrado un inesperado eco, al reclinar la cabeza vi una inscripción en el techo que me disparó el corazón. En nuestra ausencia, alguien se había entretenido en escribir con un grueso rotulador rojo el siguiente mensaje:
¿Dónde está Kynops?
Me quedé un minuto largo boquiabierto. No podía dejar de mirar aquella pregunta que ahora yo también me hacía. Sin duda, nuestro hombre seguía vivo y había encontrado la manera —tal vez a través de un empleado de la limpieza— de lanzarnos nuevamente el anzuelo.
—Ven a ver esto —llamé a Elsa alzando la voz.
Mientras se acercaban sus pasos, me di cuenta de que la espuma de jabón se estaba diluyendo, así que añadí más gel y agité el agua con la mano para cubrirme.
Elsa se apoyó en el borde de la bañera y preguntó provocadora:
—¿Quieres que te enjabone la espalda... o que me meta contigo en la bañera?
—Las dos cosas, pero no te he llamado para esto. Mira el techo.
Al levantar la cabeza, emitió un pequeño grito de sorpresa mientras se pasaba la mano por el pelo. Luego dijo:
—Sólo por haber logrado escribir esa pregunta ahí ya valdría la pena tratar de contestarla.
—¿Para que nos maten?
—Ya lo hubiera hecho, de haberlo querido —afirmó Elsa—. Del mismo modo que se ha metido en nuestra habitación en nuestra ausencia, podría habernos cortado el cuello mientras dormíamos.
—Hablas como si Kynops en persona hubiera estado aquí. ¿Crees que es también el autor de los crímenes? —pregunté mientras seguía avivando la espuma.
—No lo sé. En todo caso, parece claro que quiere que nos reunamos con él.
—De ser así, hubiera dicho dónde.
—Tal vez ya lo ha hecho y no nos hemos dado cuenta —repuso sin dejar de mirar la inscripción en rojo—. ¿No dicen que la respuesta a una pregunta suele hallarse en la misma pregunta?
Tras hacer las maletas y pagar media noche extra, caminamos por la playa en dirección al puerto de Saranda. Si mis informaciones eran ciertas, en tres cuartos de hora salía un barco hacia Grecia. Antes deberíamos hacer el trámite de salida en aduanas.
Casi me daba lástima abandonar aquella modesta ciudad de veraneo, donde los altavoces ya volvían a atronar con los últimos éxitos locales.
Donde terminaba la playa subimos por unos escalones que conducían hasta una calle trasera. Allí se hallaba la agencia de viajes griega donde vendían pasajes a los no albaneses para abandonar el país. Nos atendió un hombre maduro con la piel quemada por el sol, que estudió nuestros pasaportes con gran detenimiento antes de expedir a mano los billetes. Tras esta gestión, rodeamos el edificio para pasar por un puesto fronterizo donde volvieron a controlar nuestra documentación.
Esperamos un cuarto de hora en la terminal antes de subir a un moderno hidrofoil. En su interior reconocí sobresaltado a algunos turistas que deambulaban por las ruinas de Butrint. Sin embargo, me tranquilicé al comprobar que nuestra llegada no despertaba la atención de nadie.
Cuando la embarcación activó las turbinas y empezó a virar para dirigir su rumbo a Grecia, me dije que estábamos salvados. Ignoraba que el plato fuerte de aquel cúmulo de desventuras aún estaba por llegar.
Al dejar Saranda atrás, navegando ya por un mar de nadie, de los altavoces surgió una música tan inesperada como significativa. Era el clásico
Flow my tears,
una pieza de John Downland que había escuchado en su versión moderna durante mi fatídico viaje a Gerona.
Se había hablado de esa canción como «la definición misma de la melancolía». Y al parecer lo continuaba siendo, ya que al sonar las primeras estrofas un joven de rubia melena arrancó a escribir una carta con una pluma estilográfica, ajena a los vaivenes del barco. Supuse que era de amor.
Más allá de lo insólito del lugar, un barco entre dos puertos del Mediterráneo, me pregunté qué significado tendría aquel retorno de Downland orquestado por el azar. Era lo que Jung había denominado sincronicidad.
Mientras Elsa se hallaba en la cubierta fumando un cigarrillo, saqué de la maleta el libro sobre él. Intrigado por lo que acababa de suceder, busqué el capítulo dedicado a la sincronicidad, una teoría que el suizo había desarrollado hacia el final de su vida, en 1957.
Ésta se produce cuando dos fenómenos o situaciones coinciden. Por ejemplo, cuando pensamos en un viejo amigo y de repente suena el teléfono y es él. Para el analista existe un vínculo tan profundo como misterioso entre ambos hechos; es un resorte que trasciende la casualidad sin tampoco obedecer a una causa-efecto.
De su obra
Sincronicidad como principio de conexiones acausales,
el libro citaba dos casos vividos por Jung en su práctica terapéutica y narrados en primera persona: el escarabajo de oro y la bandada de pájaros. Leí el primero con súbito interés:
Una joven paciente soñó, en un momento decisivo de su tratamiento, que le regalaban un escarabajo de oro. Mientras ella me contaba el sueño, yo estaba sentado de espaldas a la ventana cerrada. De repente, oí detrás de mí un ruido como si algo golpeara suavemente la ventana. Me di media vuelta y vi fuera un insecto volador que chocaba contra la ventana. Abrí la ventana y lo cacé al vuelo. Era la analogía más próxima a un escarabajo de oro que pueda darse en nuestras latitudes, a saber, un escarabeido (crisomélido), la
Cetonia amata,
la «cetonia común», que al parecer, en contra de sus costumbres habituales, se vio en la necesidad de entrar en una habitación oscura precisamente en ese momento.
El segundo caso hacía referencia a la esposa de un paciente, la cual había comentado a Jung que a la muerte de su madre y de su abuela se habían congregado ante las ventanas de éstas muchos pájaros.
Al parecer aquel fenómeno, que probablemente inspiró a Hitchcock
Los pájaros,
era bastante recurrente.
Cuando el tratamiento de su marido estaba a punto de concluir (...), le aparecieron unos síntomas leves que yo atribuí a una afección cardíaca. Le remití a un especialista que, tras el primer examen clínico, me comunicó por escrito que no le había encontrado nada que fuera motivo de preocupación. Mientras mi paciente regresaba a casa tras esta consulta (...), se desplomó de repente en plena calle. Cuando lo llevaron a casa moribundo, su mujer ya estaba inquieta y asustada porque, al poco rato de haber marchado su marido al médico, se había posado en su casa una bandada entera de pájaros (...) Inmediatamente recordó sucesos similares que habían tenido lugar a la muerte de sus parientes y se temió lo peor.
Abandoné esta inquietante lectura al ver que la isla griega ya había emergido en el horizonte marino.
Salí a cubierta, donde Elsa contemplaba el litoral de Corfú con actitud indolente. El atardecer caía sobre la isla como un etéreo manto dorado.
Un viento húmedo y salado hizo que me abrochara bien la americana, en cuyo bolsillo interior noté el volumen de las cartas de tarot. Eso me llevó a recordar cuando las había puesto en orden, así como el asunto del arcano ausente, que probablemente era el verdadero mensaje que nos mandaba Kynops sobre lo que nos aguardaba.
—¿Sabes cuál es el arcano número XIII? —pregunté a Elsa sin explicarle el motivo.
—Claro que lo sé —respondió—. Es la Muerte.
En comparación con la austeridad de Albania, Corfú se revelaba como una isla de prosperidad aberrante.
Tras unos rigurosos trámites de entrada al país, llegamos a una ciudad que era un bazar ininterrumpido. Las calles de estilo veneciano eran una tienda detrás de otra con caras baratijas para turistas: camisetas, postales, botellines de aceite, jabones. A las puertas de la temporada alta, los comerciantes habían cargado los portales de las tiendas con mil y una cosas inútiles.
Entre todo ello, Elsa adquirió dos finas velas de cera naranja y un diccionario ilustrado de iconografía religiosa ortodoxa. Supuse que el gusto por lo raro le debía de venir por parte de su padre.
Paseamos un buen rato antes de sentarnos a cenar en la terraza de una taberna, donde pedimos una botella de retsina —un vino de mesa blanco y áspero— y un par de ensaladas. Antes nos habíamos asegurado un lugar donde dormir, esta vez camas separadas, hasta que tomáramos a la mañana siguiente el vuelo a Atenas.
Mientras daba un trago a mi copa, levanté los ojos hacia el firmamento y le di las gracias por haber salido con vida de todas aquellas calamidades.
—Cuando estoy bajo las estrellas, siento vértigo —dijo Elsa al trocear un bloque de feta—. Como si en realidad estuviera boca abajo y en cualquier momento pudiera caer al cosmos.
—Es curioso —repuse—, porque yo tuve la misma sensación la última noche que estuve en mi casa. Debe de ser algo común.
—No hay nada común. La normalidad es sólo una ilusión, un parche que nos hemos inventado para que la gente se sienta segura. Si sentiste eso y ahora yo te he hablado de caer en el cosmos, es porque tuviste una visión. El futuro se había colado por una rendija del presente. En este caso concreto, el futuro era yo.
—¿De verdad crees en esas cosas?
—Y en muchas otras también. ¿No sabes que la memoria puede funcionar hacia delante y hacia atrás? Creo que era en
Alicia en el país de las maravillas
donde alguien dice que es mala memoria la que sólo funciona hacia atrás. Yo creo que es más bonito recordar el futuro.
—A Jung le hubiera encantado conocerte —afirmé recordando los casos con pacientes femeninas que había leído en el libro—. Seguro que le habrías inspirado más de una teoría.
—Ese tipo deliraba más que yo. Para mí, era simplemente un loco que encontró una utilidad a su locura. Entonces lo llamaron sabio.
La retsina griega parecía haber puesto en movimiento sus neuronas —me dije—, ya que la Elsa silenciosa y enfermiza se había convertido ahora en una brillante parlanchina. Mientras hablaba y comía, pasaba los dedos sobre el libro de iconografía religiosa, como si quisiera asegurarse de que continuaba allí.
—Eso sí, entre tanta alucinación de vez en cuando Jung daba con una intuición genial —continuó—. Como el inconsciente colectivo.
—O la sincronicidad —añadí siguiéndole el juego.
—O el
anima
y el
animus.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Forma parte de todo ese lío de los arquetipos. Es una explicación del enamoramiento inspirada en
El Banquete
de Platón. ¿Sabes de dónde viene eso de la media naranja?
—Creo que sí —respondí rememorando una clase del bachillerato—. Si no me equivoco, hablaba de un mundo primigenio en el que los humanos eran seres descomunales que se atrevieron a desafiar a Dios. Para hacerles perder fuerza, decidió partirlos en dos a golpe de rayo. Desde entonces las mitades se andan buscando.
—Aprobado —respondió Elsa llenándose nuevamente la copa—. Jung, de hecho, dijo lo mismo explicado de otra manera. Al menos en el mundo de los heterosexuales, la atracción funciona por la búsqueda de la
anima
o el
animus.
El
anima
es el aspecto femenino que está en el inconsciente colectivo de los hombres, mientras que el
animus
es el aspecto masculino que está en el de las mujeres. Cuando nos enamoramos, es porque hemos reconocido la parte masculina o femenina que vive en nuestro interior. Eso explica por qué vamos perdiendo la capacidad de enamorarnos a medida que nos hacemos mayores.