Authors: Francesc Miralles
—No veo adónde conduce todo esto —dije entendiendo que Hannes estaba más loco aún de lo que me suponía.
—Gracias a la nanobiología, que permite fabricar nuevas cepas de virus y bacterias, vamos a superar esa limitación. La idea es crear un virus letal con una fase de incubación muy larga, por ejemplo un año, programado además para contagiarse en estado latente. Si lo liberamos en estadios de fútbol, estaciones de metro y otros lugares de masas, este virus permitiría propagar la enfermedad por los cinco continentes antes de ser detectada. Terminada la incubación, será demasiado tarde para hallar remedio porque la humanidad entera habrá quedado infectada. Como sucede a los alienígenas de
La Guerra de los mundos,
la especie invasora será borrada de la faz de la tierra sin levantar polvareda.
—¿Y eso es el Proyecto Herodes? —pregunté atónito.
—Lo hemos bautizado así, porque una vez completada la incubación, la enfermedad letal se desata cuando aumenta la temperatura del cuerpo humano. Los niños, que siempre andan corriendo y jugando, serían los primeros en desaparecer. También los adultos, al hacer el amor, fallecerían de paro cardíaco. Y así irán cayendo todos hasta que no quede nadie... el 2013. Será una pandemia exclusivamente humana.
—Pero, aunque fueras capaz de crear un virus así, ¿cómo pretendes salvarte con los elegidos?
—Muy sencillo: juntamente con el virus Herodes estamos creando la vacuna, que sólo estará al alcance de los elegidos. El resto de la humanidad no tendrá tiempo material, por muchos medios que invierta, de hallar un remedio. La clave del ADN de este virus reposará en el lugar más seguro de la tierra.
—¿En la sima de Kynops?
—Ése puede ser un buen lugar, aunque habría que acondicionarlo. Ya sabes que me gusta dar una pátina antigua a los proyectos de futuro. El pasado y el porvenir se abrazan formando un círculo perfecto. Cuando la profecía 2013 se haya cumplido, Patmos será una isla doblemente sagrada donde la nueva humanidad llegará en peregrinación.
Cerró estas palabras echándose hacia atrás en su sillón, entre exhausto y emocionado.
—No entiendo por qué me cuentas todo esto —repuse sin saber qué pensar de todo aquello—. Si el Proyecto Herodes es un hecho, bastaría con divulgarlo a la prensa para que se os echen encima la policía y el ejército.
—Nadie divulgará nada a la prensa. ¿Quién iba a hacerlo?
—Yo mismo cuando salga del observatorio.
—Ése ha sido tu error, Leo: creer que Renacimiento es un viaje de ida y vuelta. Y no hay retorno. Quien logra encontrar a Kynops se queda para siempre con él y sus demonios.
Tras decir esto, sacó de su bolsillo una pistola automática y alargó el brazo con parsimonia hasta apuntarme en la frente. La inminencia del fin me dio una extraña paz, como si cualquier cosa que dijera o hiciera no tuviera importancia. Sin futuro no hay consecuencias.
—Lo que me molesta de ti, Hannes, es que me hayas obligado a hacer un viaje tan largo para darme ahora el pasaporte. Hubiera preferido que me ejecutaras en Tirana, antes incluso, si sabías que me hallaba sobre la pista. ¿No es eso lo que te has dedicado a hacer? Liquidar a todos los que han tenido conocimiento de la profecía para que no frustren su cumplimiento.
—Sólo merece la pena preservar a los que son dignos de la causa. El resto trabajan para la plaga humana. ¿Quieres saber por qué te he dejado vivir hasta hoy?
Tras lanzar esa pregunta, con la mano izquierda activó el pájaro cigarrero mientras la derecha continuaba apuntando a mi frente. Con voz extremadamente melosa, dijo entonces:
—¿Serías tan amable de encenderme el cigarrillo? No quiero soltar la pistola ni cometeré el error de bajar la mirada.
Estaba claro que a Hannes le gustaba llevar los juegos al límite. Mientras levantaba el pesado encendedor de los años sesenta, me pregunté si tenía alguna posibilidad de utilizarlo como arma arrojadiza antes de que disparara.
—Como me caes simpático, te voy a conceder siete minutos más de vida —declaró Hannes—. Justo lo que dura el cigarrillo. Mientras humee puedes preguntarme lo que quieras. Luego dispararé.
Estimé que era mejor aferrarme a siete minutos de vida que a una fugaz ofensiva que no tenía posibilidades de prosperar. La pistola estaba en mi frente y su dedo, tenso en el gatillo.
Hannes lanzó una bocanada de humo antes de explicar:
—Tenía previsto que murieras en el puerto de Skala, nada más llegar a Patmos, pero Downland te salvó temporalmente.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté mientras contemplaba hipnotizado cómo se consumía la punta de su cigarrillo.
—En el ferry observé cómo te emocionabas al escuchar
Flow my tears
y me dije que alguien que ama a Downland merece una oportunidad. Es el apóstol de los tristes, así que pensé que podías ser digno de Renacimiento, más aún cuando fuiste capaz de meterte en la sima. Entonces me dije: éste es mi hombre.
—¿Y qué he hecho para decepcionarte? —pregunté mientras veía alarmado que se había consumido más de la mitad del cigarrillo.
—Me has traicionado, como Judas.
—Pensaba hacerlo al salir de aquí —dije escudándome en la sinceridad—, pero aún no te he dado motivos para ajusticiarme.
—Mientes. ¿Lo ves? Eres un mediocre.
Al cigarrillo le quedaba una última calada. Para que no la diera aún y apretara el gatillo, intenté a la desesperada hacerle hablar:
—Dime al menos de qué se me acusa.
—Has revelado la ubicación de nuestro observatorio. Ayer por la noche detectamos movimientos alrededor de los módulos, aunque no hemos capturado a nadie. Eso me ha obligado a evacuar el campamento temporalmente. El acto al que has asistido esta mañana era un ritual de despedida hasta que encontremos un nuevo observatorio. Me has jodido, Leo.
—No entiendo nada de lo que me dices —declaré mientras la última hebra candente rozaba el filtro del cigarrillo—. ¿Significa que nos hemos quedado solos en el campamento?
—Vamos a borrar la «ese» de solos, porque tú te vas ahora y para siempre —concluyó.
Cerré los ojos en espera del viaje final. Lo último que sentí fue una devastadora explosión.
Lo primero que vi al abrir los ojos fue el rostro sonriente de Elsa. Cuando sus labios besaron brevemente los míos, me dije que la posteridad no estaba tan mal.
Necesité un buen rato para entender que no estaba muerto, aunque había permanecido inconsciente por un tiempo indeterminado. Estaba tumbado en el suelo entre los escombros de lo que había sido el módulo de Hannes. Levanté con dificultad la cabeza y vi que el resto de los cubículos habían sufrido una suerte parecida. Todo el observatorio de Renacimiento estaba en ruinas.
—¿Qué ha pasado aquí? —dije incapaz todavía de incorporarme.
—Ha sido una jugada de riesgo, pero ha salido bien —respondió Elsa mientras me pasaba la mano por el pelo—. ¡No imaginaba que estuvieras ahí dentro!
De repente recordé que en la cima de la montaña había visto un cartel que advertía de la presencia de explosivos. Deduje que Elsa había descubierto en la cantera abandonada viejos cartuchos de dinamita y había encontrado la manera de explosionarlos. Con la ayuda de un detonador, debía de haber ocultado las cargas durante la noche. Y había esperado a que se vaciara el campamento para hacerlo saltar por los aires.
Aquello era un plan expeditivo, más propio de una célula terrorista que de una excéntrica sofisticada, lo que me acabó de confirmar que no sabía prácticamente nada sobre ella y sus actividades. ¿Quién la ayudaba? ¿Pertenecía acaso a alguna facción contraria a Renacimiento? Decidí dejar las preguntas de fondo para más adelante mientras me ocupaba de lo urgente:
—¿Y Hannes? —pregunté mientras me ponía en pie con dificultad—. ¿Ha muerto?
—Ha huido. Y nosotros tenemos que hacer lo mismo. En breve esto estará tomado por la policía.
Con el cuerpo magullado, y cubierto de polvo de la cabeza a los pies, acompañé a Elsa por un sendero que serpenteaba por la parte baja del monte Penoupa en dirección al mar. El sol brillaba omnipotente como si se aproximara el juicio final.
—Creí que no saldría con vida de esa colonia de lunáticos —jadeé mientras Elsa tiraba de mí.
Aunque iba pertrechada con ropa de montaña, para mí seguía siendo irresistible. Al mismo tiempo no podía evitar pensar en lo que había leído en la prensa digital, entre muchas otras cosas que no entendía de ella.
Cuando el mar empezó a vislumbrarse en el horizonte como una gran esperanza azul, la tomé del brazo y le pregunté:
—Me has dicho que no quieres hablar de nada hasta que estemos a salvo —dije—, pero necesito saber si has matado a tu padre.
Un temblor acuoso amenazó con desbordar de sus ojos antes de responder:
—¿Tú me ves capaz de eso?
—No —reconocí.
—Es todo lo que necesito saber —concluyó mientras me arrastraba sendero abajo.
No nos detuvimos hasta alcanzar, una hora después, el cabo del sudoeste donde Panaiotis había aparcado su taxi. El vehículo ya no estaba allí. Quise creer que aquel buen hombre había logrado salir de la sima con vida y regresar a su casa.
Caminamos hasta una cala agreste, flanqueada por una escarpada roca que entraba en el mar como el último pilar de la tierra. Nada más llegar me desplomé sobre la playa, sin importarme que el agua salada rozara mis pies en su vaivén.
Elsa se sentó a mi lado, con la mirada extraviada en el horizonte mientras se abrazaba las piernas.
—¿Tu desaparición en Skala fue para preparar a conciencia el atentado contra el observatorio? —pregunté sintiendo que había llegado el momento de hablar.
—Estaba prevista y te avisé —respondió sin dejar de mirar el mar—. Pero tu llegada a Renacimiento fue providencial en esta misión. Has sido una distracción magnífica para Hannes mientras yo planificaba el sabotaje. Quién sabe, ¡quizás hayas salvado el mundo con tu torpeza!
Justo entonces una voz conocida habló a mis espaldas:
—Lástima que no hayas sido capaz de salvarte a ti mismo.
Antes de que pudiera girarme, noté como la pistola del islandés me encañonaba por la espalda.
—Levántate —me ordenó—. Vas a dar tú último paseo.
Elsa se separó de nosotros como si aquello no fuera con ella. Y lo más insólito era que Hannes ni siquiera la miró. Parecía que fuera invisible para él. Sin entender nada —sólo sentía que había sido traicionado— caminé delante de mi ejecutor, que me empujó con su arma para que subiera a la roca que se adentraba en el mar.
—Quiero verte ahí arriba —bramó mientras me clavaba la punta de la pistola en la espalda.
Una vez en lo alto de la roca, que era una pequeña plataforma sobre el mar embravecido, miré furioso en dirección a Elsa. Continuaba de pie en la playa sin inmutarse. Se limitaba a contemplar mi ejecución con indiferencia, como si estuviera programada desde el principio.
Hannes se incorporó a la plataforma rocosa sin dejar de encañonarme. Su brazo armado apuntaba ahora directamente a mi sien.
—Si has dejado algo pendiente por hacer, algún deseo, puedes decírmelo e intentaré cumplirlo —dijo mientras su dedo índice hacía retroceder el gatillo—. Me gusta ser detallista.
—Tengo un deseo —respondí—: Púdrete.
Justo entonces resonó un disparo lejano y el islandés retrocedió un par de pasos. Me miró un instante, petrificado, antes de ceder a la inercia que lo impulsaba hacia atrás. Alargué la mano para sujetarle, pero ya había perdido pie y cayó de espaldas. Al llegar al borde de la roca vi cómo el mar se lo tragaba para siempre.
Dos milenios después, Kynops volvía a reposar en las profundidades del Egeo.
Los ojos inmensos de Elsa volvían a acariciar las nubes mientras el Boeing 767
alcanzaba,
su máxima altitud. Aún no podía creer que continuaba vivo, con ella a mi lado, y que nos dirigíamos al norte de Europa a atar el último cabo suelto de la profecía 2013.
Mi enigmática amiga había insistido en que no la acompañara, argumentando que era algo de lo que debía ocuparse personalmente. Se había negado a darme más información sobre aquel último viaje, aunque logré arrancarle respuestas sobre todo lo que había sucedido hasta entonces.
Tras salvarme la vida disparando sobre Hannes con su revólver, habíamos salido de Patmos en el primer barco a Atenas. La larga travesía había servido para aclarar todos los puntos opacos de aquella trama en apariencia insondable.
Elsa había viajado a Tirana para vengarse de los asesinos de su padre: Hannes y Spiro, su lugarteniente en Albania.
El líder de Renacimiento había iniciado la rueda de la muerte al ajusticiar a Desmestre, a través de un asesino a sueldo que luego había sido liquidado por la propia organización. El crimen del anticuario era haber divulgado la existencia de las cartas —parte de la Nueva Revelación— a través de la casa de subastas.
Para Hannes, darlas a conocer a los no iniciados había puesto en peligro el cumplimiento de la profecía. Con el señuelo de la recompensa, me había atraído hacia él para purgarme personalmente.
El recepcionista había sido abatido por el propio Spiro, que tenía la orden de «limpiar» cualquier testimonio de los contactos con Renacimiento. Su asistente Cora había recibido el mismo pago —con un método aún más cruel— por haber intentado advertirme de lo que estaba sucediendo.
Aquel cúmulo de calamidades demostraba que el efecto mariposa era implacable: unas cartas en el fondo de una cómoda habían desatado un baño de sangre, que al parecer también había alcanzado a los ladrones tras entregar la mercancía a Spiro.
En la otra parte de la trama, Elsa había pactado con el taxista de Saranda que no dijera nada de su incursión en Butrint «para darme una sorpresa», en sus propias palabras. La sorpresa había sido el apuñalamiento de Spiro de su propia mano, con lo cual sólo faltaba llegar a quien había ordenado el asesinato de su padre. Tras el crimen, había regresado al taxi para seguir haciendo teatro. El conductor debía de haber recibido una buena propina para seguirle el juego, aunque estaba lejos de imaginar lo que había pasado en el recinto.
Una vez en Patmos, Elsa había conseguido un revólver y varios detonadores a través de la mafia local, a la que había pagado una pequeña fortuna. Había tenido que invertir una cantidad similar para poder viajar a Islandia, que era nuestro destino final, con un pasaporte obra de un maestro griego de la falsificación.