Authors: Francesc Miralles
Aquel extraño documental terminaba con una imagen fija inquietante: la carta del tarot número XIII, La Muerte. Entendí que para Hannes era una prueba suplementaria a la de Jung y Caravida, entre otros, de que 2013 era el año de la destrucción.
Tal vez para compensar el impacto negativo de aquel arcano —mostraba a un esqueleto que cortaba cabezas de niños a ras de suelo—, el audiovisual terminó con un fundido en negro sobre el que la pluma de su líder escribía:
El final es el principio
Aquello me había recordado a la frase favorita de un compañero de universidad ya desaparecido, así que me alegré cuando se volvieron a encender las luces dando por finalizado el ritual.
Los presentes debían de estar suficientemente aleccionados sobre el significado de todo aquello, ya que, tras una breve tanda de aplausos, se despidieron cordialmente y abandonaron el módulo central para regresar a sus guaridas.
Mientras me preguntaba en qué debían de ocupar su tiempo en un lugar desolado como aquél, el líder de Renacimiento se acercó a mí y posó su blanda mano sobre mi hombro. Llevaba un suéter negro que confería a su rostro una palidez todavía más enfermiza.
—Demasiadas emociones juntas para tan poco tiempo, imagino —dijo condescendiente—. ¿Qué te ha parecido el final?
—No es una frase nueva.
—Para novedad, los clásicos, que solía decirme un amigo. Y Oscar Wilde tiene otra frase en ese sentido: «El problema de ser moderno es que uno pasa de moda muy rápido».
—¿Es por eso por lo que te rodeas de objetos de la década de los sesenta? —le pregunté sorprendiéndome de estar tratando al líder y gurú con tanta familiaridad.
—Tengo debilidad por el diseño que imperaba en mi infancia. Me da seguridad, porque me conecta con un tiempo en el que la vida era más fácil y buena.
—Debes de haber sufrido mucho después —me atreví a decirle—. De lo contrario, no me explico por qué has montado todo esto. Y tampoco entiendo qué hace toda esa gente viviendo en un campamento aislado del mundo.
—Les gusta vivir en el observatorio. Están aquí voluntariamente, y además realizan una tarea trascendental.
—¿Observatorio de qué? —pregunté obviando la tarea de la hermandad—. No he visto un solo telescopio en todo el recinto.
Hannes parecía encantado de que le llevara la contraria, como si yo fuera un hermano gruñón con el que poner a prueba sus teorías. Miró en dirección a la puerta para ver si alguien le escuchaba. Luego encendió un cigarrillo y explicó en tono didáctico:
—Nuestro telescopio es la Nueva Revelación, que nos permite mirar lejos. Conocer el futuro da un sentido al presente, aporta una hoja de ruta. Vivir en el observatorio del fin del mundo no significa que estemos de brazos cruzados.
—Supongo, entonces, que Renacimiento tiene planes para ayudar a Dios en la sagrada tarea de desterrar del planeta a la humanidad en el 2013 —añadí incrédulo.
—Así es, y considérate afortunado por estar entre los elegidos —añadió secamente—. Gracias a eso salvarás la vida.
Hannes me había convocado en su estudio una hora más tarde para completar la instrucción. Luego tendría permiso para marcharme, aunque me había advertido que cuando conociera la
hoja de ruta
me aferraría al observatorio como un náufrago.
De nuevo en mi módulo, pensé que cada hora que pasaba entre la hermandad de Renacimiento perdía un poco más el sentido de la realidad. No me parecía extraño que, pasado un tiempo de vivir allí, uno se desconectara del mundo y ya sólo pensara en un nuevo inicio después del 2013.
Para combatir aquel sentimiento que me producía vértigo me abalancé sobre el ordenador para empaparme de las noticias del mundo, si aquello era posible en el observatorio.
Cuando el monitor se hubo encendido, en lugar de la carpeta azul elementos para una nueva cultura planetaria, cliqué sobre el icono del navegador de Internet con la esperanza de conectarme. Tras unos segundos de carga, finalmente en la pantalla apareció la ventanita de Google, que en aquel momento y lugar me pareció un enorme ventanal al mundo.
Mientras introducía el nombre de un periódico digital de Barcelona, me dije que Hannes no podía guardar ningún secreto importante si permitía el intercambio de sus acólitos con el resto del mundo. El observatorio estaba sincronizado hasta que llegara el Postapocalipsis y la era de la lentitud.
Navegué por las distintas secciones del periódico, desde los deportes a las páginas de economía, con la agradable sensación de quien recupera la rutina tras una larga convalecencia. Al pasar fugazmente por el apartado de sucesos, sin embargo, un nombre conocido hizo que me detuviera:
LA POLICÍA DESCARTA EL MÓVIL DEL ROBO
EN EL CASO DESMESTRE
Sorprendido porque un robo —aparentemente de poca monta— ocupara un titular de periódico tantos días después, hice doble clic sobre esta noticia para leer el texto general:
LA MUERTE DE ALFRED DESMESTRE AÚN POR ESCLARECER
Gerona. Redacción.
Una semana después de la muerte de Alfred Desmestre, tiroteado ante su comercio en pleno día, el móvil y la autoría del asesinato continúan siendo un misterio. La policía relacionó inicialmente el suceso con un robo sufrido por el propio anticuario en su establecimiento, pocos días antes, presumiblemente obra de una banda organizada de origen italiano. Sin embargo, hasta el momento esa pista no ha arrojado luz sobre el crimen.
La desaparición de la hija del fallecido, Elsa Desmestre, inmediatamente después del asesinato, ha abierto una nueva línea de investigación. La policía no descarta que ésta pueda estar relacionada con el crimen, por lo que ha dictado una orden internacional de busca y captura.
Esta noticia me devolvió de bruces al convulso mundo más allá de los límites del observatorio. Haber compartido lecho con la presunta asesina de su padre me parecía ahora mucho más inquietante que los delirantes planes de Hannes.
El hecho de que no me hubiera mencionado una sola vez aquella muerte la convertía, también para mí, en la ejecutora de facto del anticuario. Tal como rezaba el titular de la noticia, quedaba por aclarar el motivo de Elsa para ajusticiar a su padre a plena luz del día, a no ser que fuera un acto cometido en un momento de enajenación.
Una opresión en el vientre me confirmó que me hallaba en el peor de los escenarios posibles: hasta que no se demostrara lo contrario, estaba confinado en un campamento de locos sectarios con una posible parricida vagando por la isla.
Aquella vuelta de tuerca cambiaba el sentido de todo lo vivido hasta entonces. Antes de rastrear ediciones anteriores del periódico para recabar más datos sobre el crimen, recordé las reacciones de Elsa durante nuestra estancia en Saranda. En la playa, se había puesto de mal humor al hablarle del peligro que activa el piloto automático de la supervivencia. Luego había reaccionado de forma todavía más violenta al hacerle una broma sobre los cachivaches que guardaba su padre en el taller.
Sin duda, ambas reacciones estaban condicionadas por el asesinato de Desmestre, el cual se había cuidado bien de ocultarme. Lo más insólito de todo era que Elsa me había comunicado la muerte del anticuario cuando éste se hallaba vivo y, una vez muerto, se había comportado como si el padre no hubiera abandonado este mundo.
O aquella mujer padecía una clase de locura todavía por clasificar, o había algo fundamental que se me escapaba desde el principio.
El retorno de la pelirroja, que parecía encargada de controlar mis movimientos, me obligó a interrumpir estas elucubraciones.
—Hannes te espera en su estudio. Puedes considerarte afortunado por la atención que te está dedicando —me señaló en tono de reproche.
Acto seguido, se marchó con paso casi marcial sin girarse ni una sola vez.
Al salir de mi cubículo, vi que el sol se ocultaba entre un mar de espesas nubes que proyectaban sombras sobre el campamento. A las dos del mediodía reinaba un silencio total, como si a la hermandad se la hubiera tragado la tierra.
Me dirigí hacia el módulo de Hannes con la extraña certeza de que aquella calma no podía durar.
No sentí ninguna emoción especial al tener las cartas malditas finalmente en mis manos. El líder de Renacimiento me había entregado un grueso carpesano con tapas de cuero donde se ordenaban los documentos que formaban la Nueva Revelación.
Cuidadosamente plastificadas, las primeras páginas eran los originales de la correspondencia entre Jung y Caravida. En otras circunstancias las habría estudiado con curiosidad, pero el campo de trincheras en el que se había convertido mi vida me impedía concentrarme en cualquier cosa que no fuera el aquí y ahora.
Tras leer un confuso párrafo sobre la simbología sagrada de los números, cerré el carpesano y declaré:
—Puesto que me has pagado generosamente, puedo hacerte una traducción completa de estos documentos. Es más, prefiero iniciarla ahora mismo, si es el motivo por el que estoy aquí.
Hannes me escuchaba complacido desde su sillón de sky. Tal vez por una intolerancia a la luz de su propietario, a diferencia de los otros módulos, aquél no tenía ninguna ventana o rendija por donde entrara la claridad exterior. En aquel estudio psicodélico dominaba la misma penumbra anaranjada de la noche anterior, como si su inquilino viviera en un eterno ocaso.
El líder de Renacimiento movió el resorte para que el pájaro dorado picara un cigarrillo de la caja. Luego lo encendió con el pesado mechero de sobremesa y dijo con voz serena:
—No te preocupes ahora por eso, tenemos todo el tiempo del mundo.
—Lamento no compartir esa opinión —repliqué—. De hecho, venía a despedirme.
—¿Tan pronto? —respondió con un tono repentinamente cínico—. Un periodista no puede irse del lugar de los hechos antes de conseguir el titular. Te falta la parte más importante del pastel: el Proyecto Herodes.
—Dices que eres un hombre de tu tiempo —le recriminé—, pero recurres a Herodes, a Kynops, a los Arcanos para ocultar que en realidad no tienes nada. Tengo la impresión de que puedes estar hasta el 2013 vendiendo humo en este campamento desolado.
Hannes respondió a mi provocación dando una larga calada antes de responder entre una nube de tabaco:
—Si fuera un vendedor de humo, no tendría a doce biólogos trabajando para mí en este pedazo de desierto. Aunque comparten la causa de Renacimiento, los gastos que genera su estancia y el mantenimiento de sus propiedades y familias superarán al final el precio que he pagado por esas cartas.
—¿Van a estar mucho tiempo? —pregunté sorprendido de que una colonia de científicos pudiera funcionar en un lugar tan hostil.
La investigación justificaba, en todo caso, que el observatorio dispusiera de Internet. Desde allí era la única forma de bajar información de las bases de datos internacionales. La cuestión era qué diablos podían estudiar qué interesara a un chiflado milenarista como Hannes.
—Todo el que haga falta, aunque necesitamos resultados definitivos a principios del 2012 a mucho tardar. De lo contrario, la profecía no se cumplirá.
—Siempre había pensado que las profecías se cumplen por sí solas sin que uno tenga que empujarlas —ironicé—. ¿De qué sirven si no?
—Sirven para marcar una hoja de ruta, como te he explicado antes. Digamos que el Proyecto Herodes aporta la materia prima para que se pueda consumar lo que está escrito en la Nueva Revelación.
—¿Qué diablos es el Proyecto Herodes?
—Es una inyección de esperanza para todas las criaturas de este planeta. Y una lección que la humanidad jamás olvidará.
Antes de proseguir con su explicación, el islandés dirigió la mirada a los colgantes que seguían orbitando entre sí en el techo del módulo. Luego se apartó la melena albina de las orejas, supuse que para escucharse mejor a sí mismo, y empezó:
—Desde hace más de cincuenta años, muchos países han desarrollado armas biológicas de enorme poder destructivo y bajo coste. Para que te hagas una idea, mientras que una bomba atómica de diez kilotones causaría apenas 70.000 muertes en una ciudad, con la enorme dificultad que supone desarrollar tecnología nuclear, bastan cien kilos de ántrax para aniquilar a dos millones de personas de un plumazo. Dicho de otro modo: con una carga que podríamos transportar entre tú y yo sobraría para dejar sin población a una ciudad como Barcelona. Luego está el tema de los costes: se ha calculado que devastar un kilómetro cuadrado con armas convencionales cuesta dos mil dólares, y sólo un dólar con el ántrax. Por eso las grandes potencias siempre han temido que se convirtiera en la bomba atómica de los pobres.
—¿Adonde quieres ir a parar con eso? —pregunté escandalizado.
—A ningún sitio, porque de hecho un arma como el ántrax no sirve para los planes de Renacimiento. Sólo provocaría un enorme sufrimiento: buena parte de los ricos se vacunarían o hallarían antídotos, mientras que los pobres acabarían pagando el pato como siempre. No es una forma válida para dar inicio a una nueva humanidad. De lo que se trata aquí es de encontrar un final limpio, que cause el mínimo dolor posible y permita discriminar a los que siguen de los que no.
—Según el Apocalipsis de Juan, los elegidos son 144.000 —dije sarcástico—. ¿Cuántos salvados contempla el de Hannes?
Hasta aquel momento no me había dado cuenta de que el líder de Renacimiento tenía el mismo nombre que el apóstol, sólo que en islandés. Deduje que en esa lengua Hannes era una abreviación de Johannes.
—Muchos menos de los que acabas de decir —repuso muy tranquilo—. De hecho, para repoblar la Tierra desde la Madre África bastaría con unas doscientas parejas jóvenes y sanas, bien orientadas para que abracen la única religión verdadera, que es la del respeto al planeta.
—Pero antes de ese Renacimiento viene la ingrata tarea de liquidar a siete mil millones de personas.
—Ése es el quid de la cuestión, porque para rehacer una casa en ruinas, primero hay que proceder al derribo de la que hay. Por suerte, la nanobiología va a acudir en nuestra ayuda. ¿Sabes por qué las armas biológicas del siglo XX no pueden extinguir a nuestra especie?
Aguardé en silencio su propia respuesta. Hannes parecía encantado de poder explicar aquel desaforado proyecto; de hecho, empezaba a sospechar que me había atraído hacia él sólo para obtener nueva audiencia.
—El problema para la aniquilación de la especie humana —prosiguió encendiendo su tercer cigarrillo— es que la mayoría de los virus se transmiten una vez desarrollados. Por ejemplo, tú incubas el virus de la gripe, pero sólo lo contagiarás cuando la enfermedad se manifieste. Eso da tiempo a los servicios médicos de parar el golpe cuando surge una nueva pandemia, porque unas personas enferman antes que otras.