Authors: Francesc Miralles
—Ahora eres tú la indocumentada —le dije al oído interrumpiendo su contemplación de las nubes—. En Atenas han sido laxos, pero tal vez en Heathrow te echen el guante.
—Probaré suerte —respondió con un susurro—, antes o después me van a cazar. He confesado los hechos en una declaración escrita para que no tengas ningún problema si algo me sucede. La carta está viajando en este momento hacia el comisario que lleva el caso.
—¿Significa eso que no vas a regresar a Gerona? —le pregunté preocupado.
—Nunca jamás.
—¿Piensas quedarte a vivir en Islandia?
—Posiblemente, si no me detienen en Heathrow. ¿Me vas a delatar?
Dijo eso acariciando mi mano con sus dedos suaves, los mismos que habían empuñado las armas que habían terminado con Spiro y Hannes. Y que habían salvado mi vida.
—Sabes perfectamente que no.
—Entonces no vengas. Quédate en Londres y date una vuelta por Harrods. Le compras algo a tu hija, te tomas un par de pintas y vuelves a casa. O te vas a Boston a buscarla. Ahora puedes permitirte ese lujo.
—Tengo que ahorrar para el colegio de la niña. Y pagar una hipoteca y un alquiler. Esto no es jauja.
—Razón de más para que no vengas conmigo a Islandia. Es el país más caro del mundo.
—Quiero saber qué se te ha perdido allí —dije con determinación—. Además, un poco de fresco me sentará bien.
Tras el aterrizaje de madrugada en Heathrow, había que pasar la noche en un hotel del mismo aeropuerto, ya que el vuelo a Reykiavik no salía hasta ocho horas después.
Quizás porque era tarde, los controles de salida eran relajados y prestaron escasa atención a nuestros pasaportes. Esperando tener la misma suerte a la mañana siguiente, tomamos un autobús que unía las diferentes terminales del aeropuerto con los hoteles de aquel enorme complejo.
Elsa pareció relajarse súbitamente, ya que mientras rodábamos por las instalaciones apoyó la cabeza en mi hombro y me preguntó:
—Por cierto, ¿cómo era la vida en el observatorio de Hannes?
—Una paranoia constante. Me alegra que quieras hablar de él: todavía no entiendo por qué te ignoró en la playa, al igual que no entiendo por qué quieres viajar ahora a su país.
—Lo sabrás todo a su tiempo —dijo enigmática.
—¿Tienes remordimientos por haberlo matado?
—Era lo que Hannes estaba esperando —dijo como toda respuesta—. Por eso fingió que no reparaba en mí.
—¿Quieres decir que se subió a esa roca conmigo para que lo abatieras? —pregunté atónito.
—Exacto, sé que es difícil de entender, porque hay cosas que no sabes aún. Pero ya te lo advertí en Samos: Hannes tenía un currículum oculto. Aunque efectivamente hubiera puesto en marcha el Proyecto Herodes, en realidad sólo buscaba su propio Apocalipsis. El mundo no le importaba.
En aquel momento, el autobús se detuvo delante del Best Westerner, el hotel más económico que habíamos encontrado en Heathrow. Nos apeamos con las maletas y, camino de la entrada, Elsa concluyó:
—Hannes estaba fascinado por los finales, y cumplió su sueño de una muerte extraordinaria, ya que habíamos truncado Renacimiento. No consiguió ser un nuevo san Juan, pero al menos ha logrado morir como Kynops. Ése era su currículum oculto, y yo le he ayudado a cumplirlo.
Tras inscribirnos en recepción, subimos a la cuarta planta en un ascensor con un suave hilo musical. Sonaba una lúgubre canción de Hotel Gurú, lo que me hizo pensar que el leitmotiv de aquella huida hacia adelante continuaba siendo el mismo.
Right here,
among old gods,
after life
after trouble
You know,
this end is the beginning
[6]
Mientras Elsa se duchaba, me tumbé en diagonal sobre la cama con un sentimiento de inquietud. De Patmos a Islandia, habíamos cruzado Europa trazando una misma diagonal, con un propósito que ella no estaba dispuesta a revelar.
Si todo final era el principio de algo, desconocía qué nueva vía de sufrimiento podía abrirse en la isla del hielo. Casi me arrepentía de haber insistido a Elsa para acompañarla en aquel último viaje.
Por otra parte, todavía estábamos en Londres y nada garantizaba que ella pudiera superar a la mañana siguiente el control de pasaportes. Puesto que la banda magnética de la falsificación no se correspondería con la base de datos de la policía, lo más probable era que aquello acabara en un escándalo y fuéramos detenidos.
Mi humor cambió, sin embargo, cuando Elsa salió de la ducha vestida con ropa interior. Era una combinación de licra negra, lo que realzaba aún más la palidez de su piel.
Como una gata acostumbrada a hacer y deshacer a su gusto, subió a la cama donde hasta entonces yo había cultivado el desánimo. Tras sentarse encima de mí, dijo:
—Si quieres disfrutar de tu
anima
esta noche, vas a tener que prometerme una cosa.
—Hecho —dije fascinado con aquella visión imponente de Elsa.
—Quiero que en Islandia te mantengas sólo como observador. Con tu torpeza, eres capaz de estropearlo todo. Y nos falta muy poco para cerrar el círculo.
—Lo prometo —respondí, aunque no entendía a qué se estaba refiriendo.
—No hagas nada que yo no te pida expresamente —insistió—, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza mientras Elsa liberaba el cierre del sujetador negro, que al caer liberó unos pechos provocadoramente respingones.
—¿Me encuentro ya dentro de esa disciplina? —pregunté mientras sentía crecer mi deseo debajo de ella.
—Aún no —sonrió—, te hallas en territorio británico. Aquí todo te está permitido.
Un colapso informático en Heathrow permitió que lográramos pasar nuevamente el control sin ser detenidos. El policía se había limitado a mirar el pasaporte de Elsa y contrastar la fotografía con su rostro.
Al llegar a la puerta de embarque, mientras esperábamos la salida de nuestro vuelo con Icelandair, ella me miró repentinamente seria y me advirtió:
—Lo que descubrirás allí no te va a gustar, te aviso. Aún estás a tiempo de volver.
Como toda respuesta, abrí un periódico inglés por la página de ciencia. Había un breve sobre un equipo de investigadores de Estados Unidos que habían hallado un agujero en el universo de proporciones inesperadas:
Astrónomos de la Universidad de Minnesota han encontrado un enorme agujero en el universo. En él no hay absolutamente nada, ni estrellas, ni galaxias, ni materia oscura, ni los fenómenos conocidos como agujeros negros, sólo el vacío absoluto. El agujero tiene una extensión de mil millones de años luz, mil veces mayor que lo que los científicos esperaban encontrar.
Esta noticia me hizo ver el agujero que se abriría en mi existencia si dejaba partir a Elsa para siempre. Aunque hubiera matado a dos personas, sus rarezas y cambios de humor aportaban contenido a un universo —el mío— que intuía desprovisto de estrellas y galaxias.
Mientras pensaba en esto, se abrió la puerta de embarque y una docena de nórdicos empezaron a hacer cola cargados con bolsas del Duty Free, que supuse llenas de alcohol. Dos de ellos llevaban unas camisetas con el lema lost in iceland.
Nada más entrar en el avión, advertí que la expresión de Elsa se volvía repentinamente sombría. Al tomar asiento, en lugar de hojear las revistas, cerró los ojos y empezó a respirar agitadamente.
—No me había dado cuenta de que tuvieras miedo a volar —le dije cubriendo su mano con la mía.
—Es Islandia lo que me da miedo —respondió sin abrir los ojos—, no el vuelo.
Salimos del pequeño aeropuerto de Keflavik con un coche alquilado sin tener, al menos yo, ni idea de dónde había que ir. Aunque con toda probabilidad había un currículum oculto en aquel viaje, Elsa tampoco revelaba cuál era la hoja de ruta oficial.
—¿Vamos a Reykiavik? —pregunté a mi taciturna copiloto.
—Todavía no —se limitó a decir mientras ponía la radio y pegaba la nariz a la ventanilla.
El paisaje que nos envolvía desde que habíamos tomado la carretera circular —cubría la franja habitada del país— era lo más parecido al fin del mundo que había visto en mi vida: una extensión inabarcable de piedras quemadas y extraños tumultos. Al parecer, a los islandeses les gustaba apilar rocas para crear aquellos tótems.
—Es escoria volcánica —explicó Elsa al ver que me interesaba por aquella orografía carbonizada—. La gente de aquí coloca una piedra encima de otra para pedir un deseo. Por eso hay tantos tumultos.
—Parece que conoces el país —dije cauto, pero celebrando que volviera a hablar—. ¿Has venido alguna vez de vacaciones?
—No exactamente. Tuve una época loca en la que ganaba mucho dinero y venía aquí a gastarlo.
—¿Te refieres a cuando vivías en Nueva York?
—Sí. Tenía veinte años y trabajaba como modelo. Mis clientes eran agencias de publicidad de primer nivel. Me relacionaba exclusivamente con otras modelos y con ejecutivos jóvenes de Londres y Nueva York. Corrían mucho las drogas, y más de uno se quedó por el camino. Otros quedaron algo tarados como yo.
Tras esta inesperada confesión, Elsa hizo una breve pausa para indicarme que girara a la derecha. Nos internamos por una carretera que surcaba un terreno sembrado de penachos de humo. Desde el coche divisé una central geotérmica.
—En ese ambiente todos teníamos amigos y amigas en las dos ciudades, así que una noche al mes se montaba una juerga en un lugar a medio camino entre Londres y Nueva York: y ese lugar era Reykiavik.
—Nunca habría imaginado que este país fuera un centro de fiestas para ejecutivos —comenté mientras llegábamos a un edificio entre nubes de humo.
—Sólo en ambientes muy exclusivos —respondió indicándome dónde debía aparcar—. Quedábamos por teléfono y aquella misma tarde tomábamos un avión que llegaba aquí hacia medianoche. Cuando acababa la juerga, tomábamos el avión de la mañana sin siquiera haber dormido.
—
¿Y
a qué clase de locales ibais?
—Básicamente, a los bares de diseño de la calle Laugavegur de Reykiavik. Fue así como conocí a Hannes.
Tras apagar el motor, me quedé clavado en el asiento. No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Conociste a Hannes y no me lo habías dicho hasta ahora? —me indigné.
—No supe que era él hasta que lo vi salir de entre los escombros del observatorio, después de la explosión. Lo había visto en el barco a Patmos, pero pensaba que era un turista, por eso permanecí en cubierta todo el tiempo. Creo que él no me vio entonces. Sin duda, era la misma persona que yo había conocido trece años atrás.
—Y aun así disparaste.
—Precisamente porque era él, disparé. Me lo estaba pidiendo con toda su alma. Y había matado a mi padre. Además, tenía que salvarte la vida.
—Tendrás que explicarme muchas cosas —repuse desconcertado, mientras salía del coche al aire gélido de primeros de julio en Islandia.
—Lo haré, pero antes quiero tomar un baño. Me trae buenos recuerdos.
Pagamos una entrada para poder entrar en el Blue Lagoon, que, como su nombre indicaba, era una laguna azul con una temperatura especialmente atractiva para los humanos: cuarenta grados.
Tras recibir albornoces y toallas, pasamos por separado a unos lujosos vestuarios a tomar una ducha. Luego salí a aquel paraíso del baño, donde cientos de personas entraban en calor mientras la temperatura exterior helaba el aliento.
Elsa había sido más rápida que yo y me esperaba junto a unas rocas, en el centro de la laguna, que eran verdaderos surtidores de vapor hirviendo. Fui a su encuentro caminando sobre una arcilla con la que los bañistas se hacían mascarillas en la cara. Era una zona muy poco profunda, lo que permitía estar sentado como en una inmensa bañera natural.
—¿Sabes? —dijo Elsa con una sonrisa de oreja a oreja—. Hay tanta agua caliente en el suelo islandés que los agricultores han renunciado a plantar patatas porque les salían hervidas.
—Háblame de Hannes —le pedí reconduciendo la conversación—. ¿Tiene algo que ver el asesinato de tu padre y Renacimiento con vuestra relación de juventud?
—En absoluto. Hannes no podía saber que era yo, porque en aquella época sólo usaba mi nombre artístico. Y, aunque fuimos amantes ocasionales, nunca vio mi documentación. Aquel último día en Patmos se dio cuenta de que me conocía. Por eso hizo como si no me hubiera visto. Cuando subió a la roca contigo, estaba deseando que le matara. Y no sólo para tener una muerte mitológica, como te dije ayer.
—¿Por qué otro motivo?
—Hannes me había amado profundamente, y es muy probable que siguiera enamorado de mí. El azar, que todo lo ordena, le había puesto en la situación que todo amante no correspondido desea secretamente.
—¿Cuál es esa situación?
—Recibir la muerte de sus manos.
—No estoy seguro de que eso sea la norma entre los amantes despechados —opiné mientras empezaba a sentirme como una patata hervida.
—Pues lo es, créeme. Nada hace más daño a quien sufre por amor que la indiferencia. Por eso los adolescentes enamoradizos, cuando no son correspondidos, sueñan que son duramente maltratados por el objeto de sus amores, y que eso después genera en el otro remordimiento, que es una especie de deuda. Por eso ser asesinado por el propio mito es lo máximo. El enamorado se asegura así que vivirá para siempre, como una herida incurable, en las entrañas de su amor.
Texto. Tras la parada en el Blue Lagoon, donde Elsa me había embadurnado finalmente la cara de arcilla, continuamos en dirección a la capital sin que yo supiera todavía cuál era nuestro destino final.
—Tengo entendido que Reykiavik es la ciudad más segura del mundo —comenté relajado después del baño—. O lo era antes de mi llegada.
—Lo seguirá siendo —sonrió Elsa, ahora al volante—, porque la pasaremos de largo.
—¿Adónde vamos, entonces?
—¿Qué más da el lugar? —me riñó—. ¿No estás bien aquí, conmigo?
—Puede sonar a tópico, pero la verdad es que me gustaría ver un geiser. Ya lo dijo Hannes: soy un mediocre.
Había arriesgado con ese comentario, ya que probablemente lo que había sucedido era demasiado reciente para permitirme bromear. O tal vez todo lo contrario: justamente porque aún me hallaba en estado de shock, podía hablar con ligereza de algo cuya gravedad comprendería más adelante.
—Para él todo el mundo lo era —respondió ella igualmente relajada.