Authors: Francesc Miralles
De repente recordé lo sucedido en el Blloku de Tirana y me pregunté si Elsa podía haber elegido nuevamente el mismo alojamiento.
—¿Quién quiere una habitación sin vistas, habiendo esta libre por el mismo precio? —pregunté descarado.
El jovenzuelo se había metido ahora un chicle en la boca y masticaba sonoramente. Me estudió unos segundos antes de responder con sorna:
—Gente a la que no le gustan los monasterios. ¿Acaso buscas a alguien?
—Sí, busco al diablo —respondí utilizando su mismo tono.
Esa respuesta pareció gustarle, ya que me lanzó las llaves y me dijo muy sonriente:
—No es necesario que lo busques. Él te encontrará a ti.
Dormí hasta bien entrada la noche. Había sido un sueño pesado y opaco, del que me fue imposible rescatar escenas de ningún tipo. Simplemente había cerrado los ojos y al volverlos a abrir todo estaba oscuro.
Vi en el reloj que era la una de la madrugada. Por consiguiente, ni siquiera podía aspirar a cenar algo en el pueblo mientras decidía lo que hacer a continuación. Con Elsa desaparecida y sin pistas sobre el paradero de Kynops, todo lo que podía hacer era consumir los días y el dinero a la espera de que el diablo hiciera acto de aparición.
A falta de otra cosa, decidí terminar la lectura de Jung mientras esperaba que volviera el sueño o la luz del día. No había abordado el libro de forma lineal —sólo había picoteado los temas que me interesaban—, así que empecé repasando algunas curiosidades sobre su biografía.
Me llamó la atención que, en 1907, cuando Jung visitó a Freud por vez primera tras un año de correspondencia, charlaron sin cesar durante trece horas seguidas. Puesto que la amistad terminó en 1913, parecía que esos últimos dos números habían sido una constante en la vida del analista.
Al parecer, uno de los méritos por los que fue aceptado en el selecto círculo de los psicoanalistas era no ser judío. Dado que prácticamente el resto de ellos lo eran, se quería transmitir al mundo académico que aquella disciplina no era algo perverso que sólo interesaba a los judíos.
Las primeras fricciones entre Freud y Jung surgieron en 1909, en el curso de un viaje a los Estados Unidos para hablar del psicoanálisis en una universidad. A fin de entretenerse durante la larga travesía, empezaron a contarse los sueños para luego interpretarlos. Sin embargo, Freud se negó a dar los detalles necesarios para que Jung pudiera analizar los del padre del psicoanálisis, argumentando que no podía hacer peligrar su autoridad.
Jung reaccionó diciendo: «Con eso la has perdido por completo».
Ambos investigadores y analistas se fueron alejando hasta la ruptura final en 1913. Leí asombrado que aquel mismo año tuvo un sueño altamente revelador. En sus propias palabras:
Una monstruosa marejada cubría todas las tierras bajas septentrionales, entre el Mar del Norte y los Alpes. Al llegar a Suiza, advertí que las montañas crecían de tamaño para proteger a nuestra patria. Me di cuenta de que se avecinaba una terrible catástrofe. Vi las poderosas olas amarillas y en ellas flotando los escombros de la civilización y los cuerpos ahogados de incontables seres humanos; luego ese mar íntegro se convertía en sangre.
Los estudiosos de Jung vieron ese sueño como una premonición de lo que iba a pasar un año después: el estallido de la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, a la luz de lo que se estaba viviendo en el siglo XXI, ahora entendía que el significado del sueño coincidía plenamente con los cálculos kabalísticos de Caravida, con quien había perdido el contacto justamente en 1913.
La monstruosa marejada que cubría las tierras bajas coincidía con las previsiones de la subida del nivel del mar, a causa del deshielo provocado por el calentamiento global. El episodio no tenía nada que ver con una guerra de trincheras como había sido la Primera Guerra Mundial. Hablaba claramente de inundaciones y tsunamis, es decir, de las catástrofes ecológicas que golpearían el mundo un siglo exacto más tarde.
Por lo tanto, en esa ocasión la memoria de Jung había funcionado hacia delante, tal vez sin darse cuenta.
Acabé la lectura de su biografía con una reflexión que realizó a posteriori sobre lo que le sucede a una persona cuando supera el ecuador de la vida, como bien podía ser mi caso:
Desde la mitad de la vida en adelante, sólo permanece vitalmente vivo el que está dispuesto a morir con vida. Pues en la hora secreta del mediodía de la vida se invierte la parábola y nace la muerte. La segunda mitad de la vida no significa ascenso, despliegue, incremento, exuberancia, sino muerte, ya que su meta es el fin. La negación de la consumación de la vida equivale a rechazar su fin. Ambas cosas significan que no se quiere vivir: no querer vivir es lo mismo que no querer morir. La luna creciente y la luna menguante describen una misma curva.
Cerré el libro definitivamente con un sentimiento de resignada desolación. Al apagar la lamparita, observé que encima del monasterio pendía una luna en cuarto creciente. Aquello podía ser una buena noticia o exactamente todo lo contrario.
Me despertaron dos golpes firmes en la puerta. Por la cadencia insolente, supe que era el chico de la casa. Salí de entre las sábanas de mal humor, mientras me envolvía la luz grisácea de la mañana nubosa.
—¿Qué quieres? —le pregunté.
—Son las doce. Mi padre quiere saber si va a quedarse otra noche. De lo contrario, tendrá que dejar libre la habitación para que la limpie.
—¿Dónde está tu padre?
—En Atenas.
—Dile que estaré una noche más. Sólo una.
Acto seguido cerré la puerta sorprendido conmigo mismo por haber dicho eso. De manera intuitiva había decidido cuándo poner fin a aquella aventura, que me tenía dando tumbos desde hacía más de una semana. Y lo peor era que cada vez me hallaba más lejos de casa. Siguiendo los deseos de mi desaparecida compañera, había terminado a las puertas de Turquía, en una isla pelada llena de fanáticos religiosos y gente tosca.
Me di una ducha rápida con la esperanza de que el agua caliente activara el riego sanguíneo de mi cabeza e hiciera algo positivo aquel último día. Sin embargo, una vez seco y cambiado —había mandado lavar la ropa en el hotel de Saranda—, lo único que se me ocurrió fue insistir en el método «pregunte usted lo que quiere saber».
Y el informante a mi disposición no parecía tener muchas luces, ya que al salir de mi habitación lo encontré en la terraza jugando con su teléfono móvil.
—¿Conoces bien la isla? —le pregunté sin más preámbulos.
—Más de lo que desearía —respondió sin apartar la mirada de la pantalla del teléfono, que emitía pequeños pitidos a intervalos regulares.
—A ver si puedes ayudarme y te ganas una propina —empecé apoyado en la pared encalada—. Hay una roca bajo el agua en el puerto de Skala que se conoce como Kynops. También está Kynopa, la cueva en la que vivió el mago donde hoy existe una capilla. ¿Conoces algún otro lugar en Patmos relacionado con este nombre?
El chico dejó de jugar, como si le atrajera aquel reto, y se pasó la mano por la mejilla granítica antes de contestar:
—Bueno, no es un lugar donde yo haya estado, pero se cuenta que en el sudoeste de la isla hay un pozo o algo similar donde el mago tenía a sus demonios. Por eso se llama popularmente la sima de Kynops.
—Justo lo que necesitaba saber —dije entusiasmado—. Y ¿cómo se llega hasta allí?
—Sólo sé que la entrada debe de encontrarse en algún lugar de un monte llamado Penoupa —reconoció—. La leyenda dice que quien se acerca a la sima se vuelve loco o ciego, o ambas cosas. Por eso nadie de Patmos quiere ir. Al último que se atrevió a bajar con una cuerda lo sacaron muerto. La gente de aquí cree que es una de las entradas al infierno.
—Bárbaro. ¿Cuánto me cobrarías para llevarme hasta la sima? Ahora mismo, quiero decir.
El jovenzuelo redondeó los ojos, como si no diera crédito a lo que estaba oyendo. Luego respondió:
—No iría allí por nada del mundo. ¿Estás majareta o qué?
Aquella manera brusca de hablar me hizo pensar en la persona que me podía sacar del hoyo o, mejor dicho, meterme en él: Panaiotis.
—Nadie que esté en su sano juicio te llevará al monte Penoupa —respondió el taxista al localizarlo por teléfono—. Y menos aún para bajar a la sima de Kynops.
—Lo sé —repuse animado—, por eso te llamo a ti.
—¿Me estás diciendo que no estoy en mi sano juicio?
—Tengo la impresión de que eres de los que se apuntan a un bombardeo. No me pareces el tipo de persona que se acojona por una leyenda local.
—Es algo más que una leyenda —repuso repentinamente serio—. Hay algo allí. No sé exactamente qué, pero es algo muy feo.
Tras declarar esto permaneció callado unos segundos, como si no se acabara de decidir. Luego me preguntó:
—¿Tiene botas de montaña?
Panaiotis me había citado a las dos de la tarde en la subida al monasterio de San Juan, que pude visitar brevemente mientras hacía tiempo. Toda la gente que no había visto en Chora se concentraba allí entre vendedores de recuerdos religiosos.
Además de las ediciones del Apocalipsis con tapas de madera, el souvenir estrella era una piedra —supuse que en alusión a la almohada del apóstol— con una incrustación en dorado de san Juan.
El monasterio en sí constaba de varias salas oscuras con reliquias religiosas, aunque las más importantes se hallaban en el museo. Aparte de los peregrinos que hacían cola para visitar el tesoro, en el patio principal convivían gatos callejeros y popes risueños que lo cruzaban con paso enérgico.
Me pareció un ambiente bastante más festivo y relajado que el de los templos católicos o evangelistas que había conocido.
Cuando me cansé de curiosear, bajé a paso tranquilo hasta el punto donde debía encontrarme con Panaiotis, que había llegado a la cita diez minutos antes de lo previsto. Me estudió detenidamente con sus gafas negras de montura redonda antes de decir:
—Quiero ciento cincuenta pavos por adelantado.
—¿Desconfías de mí?
—Digamos que desconfío del poder adquisitivo de los muertos. No quiero volver a casa de vacío si te rompes el cuello en esa sima.
Antes de subir al taxi, donde había metido cuerdas y un par de mochilas muy deterioradas en el asiento trasero, le pagué religiosamente. Me invadía una excitación inesperada. Tras cruzar el Mediterráneo dejando una ristra de cadáveres por el camino, no podía volver sin encontrar a Kynops. Le obligaría a explicar el sentido de toda aquella historia aunque fuera lo último que hiciera.
Tras bordear peligrosamente carreteras de montaña, al fin llegamos a un rocoso cabo del extremo sudoeste de la isla: una lengua de piedra golpeada sin clemencia por un mar embravecido. Parecía un lugar increíblemente remoto, sin el menor atisbo de vida humana.
Panaiotis aparcó allí mismo el coche y sacó con energía las mochilas y la cuerda, además de lanzarme un par de botas de montaña que habían conocido mejores días.
—Espero que no te queden muy grandes: mi padre era un gigantón.
Me las calcé con cierta aprensión, mientras mi improvisado guía cargaba las mochilas con un rollo de cuerda, dos enormes linternas y un par de botellas de agua.
—Vamos a meter la cabeza en el infierno, amigo —dijo como toda explicación.
Justo delante de aquel cabo dejado de la mano de Dios se alzaba una montaña seca y escarpada, sin caminos reconocibles para iniciar la subida. En un recodo de la pendiente, una cabra solitaria parecía mirarnos con estupefacción.
—¿Es el monte Penoupa? —pregunté intimidado por aquel paisaje árido.
—Aja. Espero que tengas las piernas fuertes, porque nos espera un buen tute.
Dicho y hecho, empezamos a subir de manera expeditiva por la pendiente, de la que se iban desprendiendo piedras a cada paso que dábamos. Sobre nuestras cabezas, un cielo cuajado de nubes amenazaba con descargar una tempestad bíblica.
Tras media hora larga de ascensión, el terreno se volvió todavía más empinado y pedregoso. En dos ocasiones resbalé en la grava y estuve a punto de rodar pendiente abajo. Panaiotis, en cambio, parecía medir cada zancada mientras estudiaba las diferentes vías de ascenso. Lento pero implacable, iba ganando la montaña con su mochila al hombro.
Yo no podía con mi alma, pero el orgullo hacía que le siguiera la marcha a riesgo de despeñarme. Aquella parte del Penoupa era tan hostil como un monte lunar, hasta el punto de que ya ni siquiera encontrábamos cabras. Sólo alguna salamandra que se escurría bajo las rocas al advertir nuestra presencia.
—Me cuesta mucho creer que mi amigo viva aquí —dije al detenerme a beber agua.
—¿Lo dudabas? —se sorprendió el taxista—. En todo caso, aunque demos media vuelta, no vas a recuperar el dinero. Me estoy jodiendo la rodilla para lo que queda de mes.
—No vamos a dar media vuelta —repuse con determinación—. Quiero ver la sima de Kynops.
—Tú mismo.
Tras esta breve parada, seguimos escalando la montaña mientras una repentina ráfaga de viento me llenaba los ojos de arenisca. La mitología de Patmos me parecía en aquel lugar de lo más acertada: sólo los diablos podían habitar en un lugar tan desolado.
Un alarmante signo de vida humana nos sorprendió al final de aquella ascensión infernal. El único camino para proseguir montaña abajo estaba vallado con alambradas. Sobre éstas, en un rótulo erosionado se podía leer:
EXPLOSIVOS
—¡Por todos los demonios! —exclamó Panaiotis—. Ahora entiendo por qué nadie va nunca a la sima de Kynops. Está más allá de esta alambrada.
Desde allí, se veía un gigantesco cráter anaranjado en la parte más baja del monte Penoupa, en su lado prohibido. Sin duda había sido abierto con dinamita, pero nada hacía pensar que allí hubiera trabajado nadie en las últimas décadas.
A sugerencia de Panaiotis, exploramos la alambrada por su parte externa, hasta hallar un tramo con un agujero lo bastante grande para pasar al otro lado sin quedar clavados.
—¿Estás seguro? —me preguntó con la mirada muy fija—. Según lo que pises ahí, puede ser el último paso de tu vida.
—Puedes regresar si quieres —le dije—. Entiendo que la sima de Kynops no entra en la hoja de ruta de un taxista.
—¡Y un cuerno! —protestó encendiendo un cigarrillo al borde de la zona de explosivos—. Si he llegado hasta aquí, es para ver lo que nadie ha visto.