Authors: Francesc Miralles
Me aliñé la ensalada mientras trataba de entender el sentido de todo aquello. El propio Spiro se encargó de aclararlo:
—La única copia de las cartas la hizo Kynops, y está en una caja sellada que sólo usted puede abrir. Nadie aparte de nosotros conoce su existencia.
—Pero... —balbuceé— si el millonario ya ha obtenido lo que deseaba, no entiendo por qué me ha hecho venir hasta aquí. ¿Y ese fax?
—Escribió él mismo la serie numérica para que, sin llamar la atención de nadie, viniera a recoger la copia de las cartas. No debe pagar nada por ellas: son un regalo de Kynops, al igual que el dinero que ha mandado para que realizara el viaje. Creo que ha ganado usted un amigo.
—Entonces aún lo entiendo menos —confesé atónito—. ¿Para qué quiero yo un facsímil si el negocio ya está cerrado?
—Muy fácil: quiere que le ayude a descifrarlas. Al parecer, aunque sea nórdico, el alemán no es su fuerte. Y usted realizó estudios en Berkeley de la lengua de Goethe, ¿me equivoco?
—Veo que está usted muy informado —repliqué cada vez más incómodo.
—El mérito no es mío, sino de Kynops. Le gusta saber con quién trabaja.
—Que yo sepa, no trabajo para él, sino para la persona de Gerona que me ha mandado hasta aquí.
—¿Desmestre? También trabaja para él. Y Cora. Y yo mismo desde mi negocio de vinos y aceites. Por lo tanto, también usted forma parte del lote. Eso le protege. Brindemos por ello, ¿no le parece?
—En absoluto —me rebelé—. Me han hecho venir hasta aquí con engaños y por consiguiente doy por finalizada la misión. ¿Era necesario hacerme viajar hasta Albania para recoger la copia de unas cartas que no me interesan? ¿Qué sentido debo dar a todo esto?
—Kynops tiene casa en el país. Una de las muchas que posee. Si le ha hecho venir hasta aquí, es porque desea conocerle. Seguro que le pagará generosamente sus servicios de germanófilo. Es un hombre de economía desahogada. De hecho, tengo entendido que dentro de esta caja hay algo más de dinero para que se reúna con él.
Tras decir esto, sacó de debajo de la mesa una caja de madera cara, del tamaño de las de habanos, y la dejó a mi lado como prueba de lo que me estaba diciendo. Mientras tanto, el camarero se llevó los platos vacíos de la ensalada y trajo una fuente de
gomlek,
carne estofada con cebolla.
Cora tragaba con gran apetito, como si le diera lo mismo vender aceite de oliva que predicciones del fin del mundo. Por su parte, Spiro parecía relajado ahora que había puesto las cartas —nunca mejor dicho— sobre la mesa.
—
¿Y
la casa está en Tirana? —pregunté mientras notaba que se me abría el apetito.
Con la comprometida mercancía ya en manos de su destinatario había perdido quinientos mil euros, pero de repente todo se simplificaba. Si un millonario aburrido quería contratar mis servicios como traductor ocasional, siempre sería menos peligroso que trapichear con las mafias. O al menos eso era lo que suponía yo.
—No exactamente. Se halla cerca de Saranda, un pueblo de playa en el extremo sur del país. En todo caso, el país es pequeño: como mucho, debe de haber 270 kilómetros hasta allí.
—Saranda —repetí sintiendo el magnetismo de aquel nombre.
—Le encantará: hay muchos griegos y se come bien —comentó Spiros con melancolía en los ojos—. De hecho, mi familia es de una ciudad vecina: Himara. Una maravilla. ¿Ha oído hablar de la Riviera Albanesa?
—Jamás.
—Por eso es una maravilla. El día que se conozca la habremos perdido para siempre. Por eso no debe revelar nada de lo que vea allí.
El resto del almuerzo había transcurrido de forma plácida. Como si le aliviara cerrar su parte en aquel asunto, Spiro se había permitido hacer incluso bromas sobre las chicas albanesas, que según él no se habían quitado de encima aún la mojigatería comunista.
Al regresar caminando al hotel con la caja bajo el brazo, hice una pausa en la Pasticerie Française. Probablemente era el café más elegante de todo el Blloku. Me senté en una mesita individual a leer el
Albanian Daily News,
un curioso periódico en inglés, a luz de una lamparita mientras tomaba un segundo café. La mayor parte de las noticias trataban sobre el futuro del Kosovo.
Las paredes rojas y los techos altos me produjeron la ilusión de hallarme en un oasis francés en medio del realismo socialista.
Tras esta parada técnica, salí nuevamente entre el hormigón multicolor para dirigirme con mi misteriosa carga al hotel. Tenía la intención de desprecintar la caja en la intimidad de la habitación, pero al llegar al hotel California me di cuenta de que allí no encontraría precisamente la tranquilidad.
Había tres coches de policía estacionados en la entrada y una multitud de curiosos que se arremolinaban en la acera. En el suelo, un cuerpo cubierto con una sábana de la que sobresalían los zapatos. Entre el gentío vi al recepcionista apático de la noche. Tenía lágrimas en los ojos.
—¿Qué ha sucedido? —le pregunté asustado—. ¿Quién ha muerto?
Como toda respuesta, se agachó y se saltó el protocolo policial al destapar fugazmente la cabeza del muerto. Era el recepcionista canoso. Tenía en el centro de la frente un boquete de bala del tamaño de una moneda.
La sensación de seguridad que me había acogido al llegar al país se había desvanecido de un plumazo. Era inevitable relacionar mi llegada a Tirana con aquel asesinato. Si no se trataba de un ajuste de cuentas por algún chanchullo del recepcionista, entendí que el hecho de haberme concertado la cita con Spiro lo había condenado.
Antes de que el hotel California se convirtiera para mí en la ratonera que presagiaba la canción, subí inmediatamente a la 27 con la idea de hacer la maleta y largarme cuanto antes. Pero al abrir la puerta me di cuenta de que el recepcionista tiroteado era sólo la antesala de una rueda de acontecimientos que no iba a detenerse.
Habían entrado en mi habitación y la habían registrado de arriba abajo. El colchón apoyado en la pared y mi ropa esparcida por el suelo me indicaba que aquello no era obra de la policía. No había que ser muy listo para suponer que quien había irrumpido en la habitación sabía lo que buscaba: la caja sellada que ahora yo sostenía con temblor. Y probablemente era el mismo que, al bajar, había tiroteado al conserje delante de la entrada.
La cosa se ponía fea, así que guardé la caja en la maleta —esperaría a estar en lugar seguro para abrirla— y recogí a toda velocidad mis cosas. Al entrar en el baño para ver si me olvidaba algo, un nuevo detalle me llenó de pavor. El asaltante se había entretenido en usar el gel del hotel, que era de color rojizo, para trazar con él en el espejo el número maldito:
2013
Desatendiendo la urgencia que debía guiar mis movimientos, me quedé unos segundos paralizado ante aquel mensaje tan simple como inquietante. El número todavía era reconocible, aunque el peso del gel había empezado a desfigurarlo por la parte inferior.
Sin tiempo para hacer conjeturas sobre el autor de aquel aviso, bajé las escaleras con la maleta en la mano. Había decidido tomar un taxi que me llevara de cabeza al aeropuerto. En aquellas circunstancias, lo único sensato era salir del país cuanto antes para regresar a casa.
Pero no todo el mundo pensaba igual, como comprobaría en la salida del hotel, donde un joven policía se dirigió a mí en inglés para pedirme la documentación. Tras entregarle el pasaporte, le expliqué atropelladamente que había visto al recepcionista durante el desayuno, pero que podía justificar mis movimientos en las últimas horas.
—Tanto mis proveedores como el personal de la Sky Tower pueden confirmarle que he almorzado en el restaurante giratorio —expuse tras ser interrogado sobre lo que había hecho las últimas horas—. Y los camareros de la Pasticerie Française son testigos de que antes de venir estuve leyendo el periódico allí.
El agente me escuchaba cruzando sus delgados brazos, que desaparecían en las mangas demasiado holgadas del uniforme azul marino. Cuando en lugar de devolverme el pasaporte lo guardó en su bolsillo, me dispuse a montar un escándalo.
—No se alarme —me frenó en un tono que pretendía ser tranquilizador—. Esto no significa que le investiguemos como sospechoso, aunque lógicamente tenemos que comprobar los detalles que acaba de dar.
—Es comprensible, pero le rogaría en cualquier caso que me devuelva mi pasaporte.
—Tengo la obligación de retenerlo mientras aclaramos lo que ha sucedido. Así nos aseguramos de que no sale del país durante la investigación. Han matado a un hombre, señor Vidal —dijo leyendo mi nombre en el pasaporte—, y vamos a necesitar su colaboración para recabar datos. En poco más de 48 horas podrá recuperar su documentación.
La cosa se estaba complicando cada vez más —pensé— y la caja sellada que llevaba en la maleta podía acabar de colgarme la etiqueta de sospechoso. Afortunadamente, el policía no parecía interesado en mi equipaje.
—¿Y qué se supone que debo hacer mientras tanto? —pregunté tratando de aparentar firmeza—. Después de lo sucedido, entenderá que no me apetece dar más vueltas por Tirana.
El agente pareció molesto con esta última afirmación, ya que me soltó:
—Vaya donde le dé la gana, siempre que no salga del país, y esté disponible para cualquier requerimiento. Voy a tomar nota de su teléfono móvil.
De aquella primera catástrofe podía extraer una sola lectura positiva: la policía no parecía estar enterada de que habían entrado en mi habitación, ya que de lo contrario habría sido sometido a un riguroso registro de mi equipaje.
Tras recoger las cosas y devolver el colchón a su lugar, la única prueba que había dejado era el número escrito en el espejo. Eso podía entenderse como una simple desfachatez del extranjero que hace fuera del país lo que no haría en el suyo propio.
En un primer momento pensé en acudir a la embajada americana en Tirana para solicitar ayuda, pero me temía que aquello no haría más que complicar las cosas. Dado que no podía justificar mi presencia en el país, lo mejor era que me mantuviera en un plano lo más discreto posible mientras la policía verificaba lo que les había contado.
Para mantenerme alejado del lugar del crimen, sin tampoco ir a las afueras, me hallaba nuevamente en el Blloku. Había encontrado en la guía la dirección de un hotel económico en el barrio, pero antes me detuve en una calle solitaria a llamar por teléfono. Quería hablar con Spiro de lo sucedido; tal vez incluso le devolvería la caja y que cargara él con el muerto.
Llamé al número que había anotado el recepcionista antes de morir, con la aprensión de quien se cava su propia tumba. La voz serena de Cora me tranquilizó sólo en parte.
—Ponme con tu jefe —dije imperativo—. Va a tener que explicarme unas cuantas cosas.
—No ha regresado a la oficina desde el almuerzo —explicó sin perder la compostura—. ¿Quiere dejarle un recado? También le puede esperar en la oficina. Aunque es ya tarde, siempre pasa por aquí a cerrar personalmente.
—Ahora mismo no me parece una buena idea —repuse pensando en deshacerme de la caja de cualquier modo—. Han entrado en mi habitación, ¿sabes? Los asaltantes han dejado un fiambre de regalo y la policía me ha retirado el pasaporte hasta nuevo aviso. Creo que no me sienta bien trabajar para vuestro amigo el millonario.
Al escuchar todo esto, el tono de voz de Cora se volvió apremiante:
—¿Dónde estás ahora mismo?
—Lejos de vosotros, afortunadamente —mentí.
—Leo, hay algo importante que debes saber —dijo con un ligero temblor en la voz—, y el teléfono no es un medio seguro para hablarlo. Debemos vernos antes de que cometas un error fatal.
—Ya he cometido el error fatal viniendo a Tirana a participar en vuestro juego —arremetí—. Ahora sólo quiero esconderme bajo tierra hasta que la policía me devuelva el pasaporte y pueda largarme para siempre.
Cora calló unos segundos antes de volver al ataque:
—Anota la dirección de nuestra oficina. Aquí estarás a salvo. No me moveré aunque tenga que esperarte toda la noche.
—En otras circunstancias sonaría seductor —ironicé—, pero no estoy seguro de querer ir a esta encerrona. Tomaré nota, en todo caso, para mandaros la caja de vuelta a través de un taxista. No quiero tener nada más que ver con esto.
—Por lo que más quieras —repuso asustada—, ni se te ocurra dar esa caja a nadie. Yo misma iré a recogerla donde tú digas. Ahora más que nunca, es importante que no se pierda: si va a parar a las manos inadecuadas...
—Nos van a freír a todos —la interrumpí para completar la frase.
Su tono de voz se volvió repentinamente severo:
—Tal vez sí.
Caía la noche sobre Tirana cuando llegué a la dirección donde se suponía que debía de encontrar el hotel Endri. Sin embargo, en el número 27 de la calle Vaso Pasha —en la periferia del Blloku— sólo había un edificio de apartamentos en estado ruinoso. Si allí había existido un hotel, yo no lo veía por ninguna parte.
Subí por una escalera exterior hasta el primer piso y llamé al primer timbre que encontré. Al cabo de unos segundos se entreabrió una puerta, de la que asomó la cabeza de un hombre corpulento con gafas. Al preguntarle por el Endri, su expresión se dulcificó.
—Yo mismo le acompañaré. Tengo una habitación libre en la casa de al lado.
—Pensaba que aquí había un hotel —comenté mientras le seguía escaleras abajo.
—Y lo es.
—¿Dónde está el rótulo entonces?
—Colgaba de este mismo edificio, pero un camión se lo llevó por delante.
Mientras el hombre abría la puerta de un bloque cercano, me dije que aquélla era una mentalidad curiosa: si al hotel le arrancan el letrero, se queda sin él y punto.
Me llevó hasta el primer piso, donde abrió la puerta de un apartamento destartalado con un par de cuartos. En todo caso, sería suficiente para esperar mi salida del país. Mi habitación tenía dos camas grandes y daba a un patio interior lleno de ropa colgando. Un televisor, una pequeña nevera y un ventilador de pie completaban el mobiliario.
—El baño está fuera y la tarifa es de 2.500 lëkë diarios —me dijo al darme la llave—. ¿Cuántos días se quedará?
—No lo sé todavía —repuse entregándole el equivalente a veinte euros por la primera noche—. Estoy esperando a que se cumplan unos trámites de exportación.
El hombre asintió con la cabeza sin hacer más preguntas, lo cual era de agradecer. Antes de salir del apartamento, rebuscó en su bolsillo hasta encontrar una pequeña linterna que puso en mis manos.