Authors: Francesc Miralles
—¿Y esto? —pregunté sin entender.
—La necesitará —se limitó a decir antes de dar media vuelta.
Cuando finalmente cerró la puerta me dije que no podía haber caído en mejor lugar. Me hallaba en la habitación de un hotel sin nombre, donde ni siquiera me habían pedido la documentación que ya no tenía. Un escenario propicio para preservar el anonimato, y de paso mi vida. O al menos eso creía yo.
Había llegado el momento de saber qué decían aquellas cartas para levantar tanto revuelo. Corrí las cortinas que daban al patio antes de abrir la maleta para sacar el regalo envenenado de Kynops, o quien fuera que se escudara tras aquel seudónimo. Mientras la sostenía entre las manos, tuve que pensar en
La caja del fin del mundo
del profesor De la Fuente.
Su recuerdo me parecía ahora increíblemente lejano, aunque no hacía ni dos días que había llegado a Albania.
Despegué el precinto adhesivo de la caja con un sentimiento de melancólico desamparo, como si me hubiera metido en una espiral de la que ya nadie me sacaría. Y ciertamente era así. Al abrir la tapa de madera noble, sin embargo, la sorpresa se impuso a cualquier reflexión existencial.
En lugar de la correspondencia entre Jung y Caravida, había unas cuantas cartas de tarot unidas por una goma. La primera mostraba a un viejo envuelto con una túnica y un fanal en la mano: el Ermitaño.
Dejé los arcanos sobre la cama con la impresión de ser víctima de una enorme tomadura de pelo. Si aquéllas eran las cartas que me regalaba Kynops, el asunto era aún más insólito de lo que me suponía. En el fondo de la caja, no obstante, había una cuartilla doblada en dos que hacía cierto bulto.
La levanté y de su interior cayó un fajo de billetes de quinientos euros —conté veinte en total— con una irritante anomalía que sin duda era deliberada. A todos ellos les faltaba el ángulo inferior derecho. El triángulo recortado no debía de llegar al diez por ciento de cada billete, pero bastaba para que no tuviera validez sin él. El mensaje estaba claro: sólo recibiría la parte que validaba los billetes si acudía a la cita con el millonario.
Por si tenía alguna duda, en el interior de la cuartilla doblada había una nota manuscrita con el lugar de la cita:
Teatro de Butrint
+ + + + + +
domingo al mediodía
No tenía ni idea de dónde estaba aquel teatro, pero ya tendría tiempo de averiguarlo. Hasta que me devolvieran el pasaporte no tenía gran cosa que hacer; estaba dispuesto incluso a asistir a un espectáculo dominical para niños.
Volví a contar los billetes antes de guardarlos en el bolsillo interior de mi americana. Si finalmente me reunía con Kynops y éste me procuraba los recortes, añadiría diez mil euros a mi maltrecha economía. Sumado a lo que ya tenía ganado, podía solucionar los gastos de los próximos seis meses. Eso si volvía vivo.
Saqué los arcanos de tarot de su goma, como si ellos me pudieran transmitir algo esencial del emisario de la caja. Tras el ermitaño, encontré la torre partida por el rayo, el diablo y el loco. Todas ellas eran cartas inquietantes. Mientras las miraba extendidas sobre la cama, recordé haber oído una vez que los arcanos reflejan los arquetipos de los que hablaba Carl Gustav Jung.
Aquélla era la única conexión que se me ocurría entre los arcanos y la correspondencia apocalíptica que me había llevado hasta allí.
Dispuesto a explorar aquella vía, me tumbé en la cama con el libro de Jung que había comprado en Múnich, mientras en la habitación contigua sonaba música clásica a todo volumen. Busqué en el índice el capítulo dedicado a los arquetipos:
El psicoanalista suizo había descubierto que en los delirios de los locos hay unas mismas imágenes, personajes y símbolos arcaicos. Puesto que muchos de ellos no tenían contacto con la realidad, le pareció sumamente revelador. Tras comprobar que estos elementos son comunes a todas las culturas y tradiciones —también las que no habían tenido contacto entre sí—, los llamó arquetipos. Por lo tanto, además de un inconsciente individual, estos elementos formaban un inconsciente colectivo: una galería universal de personajes y símbolos con los que nacemos.
Los arquetipos han ido sedimentando en la memoria de la humanidad a través de una evolución de milenios. En palabras del profesor E. H. Grecco, «expresan una sabiduría que la conciencia del hombre desconoce, pero que existe como verdad en las profundidades de su alma transpersonal».
Tras leer este párrafo se cortó la luz, lo que coincidió con unos pasos que se detuvieron detrás de mi puerta.
Ante la posibilidad de que alguien —tal vez incluso mi vecino de habitación— hubiera manipulado el contador eléctrico, me puse en pie y busqué la linterna en la oscuridad mientras el corazón me latía violentamente.
Permanecí un minuto eterno detrás de la puerta apuntando al suelo con la linterna. Después de lo sucedido con el recepcionista, no podía evitar pensar que yo era el siguiente de la lista. Por otra parte, no entendía que el contenido de aquella caja pudiera despertar la voracidad de nadie, a no ser que ese nadie tuviera los recortes que faltaban a los billetes.
Pensaba en todo esto mientras esperaba algún tipo de movimiento al otro lado de la madera. Pero no se produjo. Si había alguien, se mantenía tan inmóvil como yo.
Abrí la puerta de golpe con la linterna al frente para intimidar al posible intruso, pero al otro lado sólo encontré el pasillo vacío. Perforé la oscuridad con el haz de luz en busca de un contador de electricidad, pero no estaba allí.
Tras dudar un momento, llamé suavemente a la puerta de mi vecino de pensión —el que escuchaba música clásica—, pero no respondió. Supuse que simplemente había bajado a la calle tras el apagón.
Avergonzado por mi temor, me dije que no me apetecía meterme en la cama a las diez y media de la noche. Por consiguiente, me puse la americana y bajé yo también las escaleras a ver qué pasaba.
Al salir a la calle me di cuenta de que todo el barrio estaba a oscuras. Los transeúntes se alumbraban con sus linternas, lo cual me parecía un notable ejercicio de previsión, dado que sólo hacía unos minutos que se había ido la luz.
De repente recordé lo que me había dicho el hombre del Endri al entregarme la mía, «la necesitará», y supuse que aquel corte eléctrico debía de estar anunciado. Había un pequeño supermercado abierto, iluminado por un farolillo de gas, así que pregunté al dueño hasta qué hora duraría aquello:
—Una hora, dos horas... ¿quién sabe? En este país se va la luz varias veces al día. Es constante.
—
¿
Y cómo es posible? —pregunté.
—Simplemente, nuestras centrales no producen suficiente energía y se colapsan. Si no tienes un generador a gasolina en casa, te quedas a dos velas. ¿Por qué se cree que no hay industria en Albania? Todas las que se han instalado han acabado cerrando por los cortes de electricidad. Entre esto y las carreteras llevamos un siglo de retraso.
En aquel momento entró una pareja de ancianos y el hombre abandonó su explicación para atenderles. Puesto que el barrio entero estaba a oscuras, no parecía muy aconsejable salir en busca de restaurantes, así que compré un poco de fruta para cenar en la habitación. No era un plan muy divertido, pero era el mejor que se me ocurría.
Mientras abría la puerta de mi habitación tuve la certeza de que había alguien dentro. Un fuerte olor a humo me puso en guardia al pasar al interior. Justo entonces expiró la pila de mi linterna.
Asustado, me apoyé contra la puerta, que se cerró a mis espaldas. Ya estaba en la ratonera. Confirmando mi sospecha, en las tinieblas brillaba intermitente el resplandor anaranjado de la punta de un cigarrillo, semejante a una débil estrella a punto de consumirse.
«Estás muerto», me dije mientras observaba aquella luz casi con fascinación. El previsible disparo en la oscuridad que terminaría con todo me había calmado extrañamente. Notaba los músculos flácidos, como si se prepararan para abandonar las tensiones de este mundo. Me sorprendí asumiendo lo que iba a pasar casi con indiferencia.
—¿A qué esperas? —hablé a la figura en tinieblas.
—¿A qué esperas
tú?
—respondió una voz ronca conocida—. ¿No vas a darme un beso?
Justo entonces regresó la luz y la vi como una aparición: Elsa estaba sentada en mi cama y sostenía en la mano derecha lo que quedaba de un cigarrillo mentolado. Llevaba un vestido negro corto y ajustado que realzaba su esbelta silueta.
—No sé a qué viene esa cara de enfado —dijo—. ¿Te disgusta que haya vuelto a fumar?
Respiré profundamente antes de responder:
—Me disgusta que te hayas escondido en mi habitación para darme un susto de muerte. Por cierto, ¿cómo has entrado? ¿Has forzado la cerradura?
—Te habías dejado la puerta abierta, tontorrón —respondió mientras se levantaba para echarme los brazos encima.
Me abrazó pegando su cuerpo al mío más allá de lo fraternal, lo que me provocó una sofocante excitación. Con la mejilla pegada a mi pecho empezó a hablar cerrando los ojos:
—Tenía miedo de que te hubiera sucedido algo. Este es un país muy extraño.
—Más extraña eres tú —dije separándome de ella con suavidad—. ¿Quién te ha mandado venir? ¿Cómo me has encontrado?
—He venido por mi cuenta y riesgo. Mi padre nunca lo aprobaría.
—¿Cuánto hace que estás aquí? —pregunté sin salir de mi asombro.
—Acabo de llegar. Y encontrarte no ha sido nada difícil: desde el aeropuerto de Múnich he llamado a todos los hoteles de la guía para preguntar por ti. Tampoco son tantos.
—Eso ha sido una locura —repuse sentándome en la cama mientras ella me observaba de pie—. Te acabas de cargar mi anonimato. En cualquier momento pueden venir y...
—Nadie vendrá —aseguró con una sonrisa de chica traviesa—. ¿Te piensas que he dado tu nombre? Simplemente, he preguntado por un americano con tu descripción. El único teléfono que no ha contestado es el Endri, así que he tomado habitación por si acaso. Reconozco que he tenido algo de suerte.
Terminadas las explicaciones, Elsa se sentó a mi lado y levantó los pies para mirarse unos zapatos negros de tacón. Entendí que había «desconectado», tal como le sucedía a veces, y ahora se hallaba inmersa en sus pensamientos.
Mi mirada se dirigió acto seguido a la caja de Kynops, que continuaba sobre mi maleta tal como la había dejado. O Elsa no la había visto o bien era una gran farsante que se las daba de excéntrica.
Al ver la bolsa de fruta que había dejado caer al suelo, comenté:
—Tengo hambre. ¿Vamos a cenar?
—Me parece una gran idea.
Cenamos en la terraza del Villa Ambassador, un lujoso restaurante que ocupaba lo que antes había sido una embajada. Al ser hija del hombre que me contrataba, me sentí en la obligación de contar a Elsa todos los detalles de lo que había sucedido desde mi llegada a Tirana, incluyendo el asesinato del recepcionista y el asunto de la caja.
Ella me escuchaba con atención mientras daba pequeños sorbos a una copa de vino tinto. Además del modelito ceñido, se había soltado el pelo y llevaba los ojos pintados, lo que le daba un aire muy latino.
—Tú también podrías ser griega —le comenté tras hablarle de Spiro y su asistente, quien aún debía de estar esperándome en la oficina.
—O iliria —respondió Elsa tomando aquel comentario como un cumplido—. Los albaneses proceden de esa etnia, que es anterior a los griegos. Si visitas el museo, verás grabados con doncellas que se parecen a mí.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté extrañado—. Acabas de llegar.
—He hecho los deberes antes de venir. Soy curiosa por naturaleza.
—Entonces ya debes de haber mirado la caja —dije mientras comprobaba discretamente que los billetes con la nota y las cartas seguían en el bolsillo interior de mi americana.
—Ni la he mirado, porque supuse que estaba vacía. No te creo tan tonto para salir del hotel dejando eso allí —comentó jugando con un tirabuzón de su pelo.
—Supones bien. En todo caso, las cartas que me ha mandado Kynops tienen sólo un valor simbólico —expliqué mientras desplegaba los cuatro arcanos sobre el mantel—. No entiendo qué quiere transmitirme.
—Haz el favor de hablar en plural. Ahora estamos juntos en esto. Puedes quedarte con el dinero, pero quiero acompañarte a donde vayas.
—¿Has venido a vigilarme? —protesté.
En lugar de contestar, se dedicó a estudiar las cartas con gran atención. En primer lugar estaba El Ermitaño, luego La Torre partida por el rayo, El Diablo y El Loco. Elsa posó el dedo índice sobre la figura del anciano envuelto en una túnica con el fanal, como si quisiera tomar contacto con la esencia secreta de la carta.
—Yo creo que el Ermitaño es mi padre: un hombre huraño y solitario que va iluminando el pasado.
—Sigue.
—El Diablo es el mismo Kynops, que nos atrae hacia él.
—Y deduzco que yo soy el loco —dije mientras troceaba una escalopa con salsa de yogur—, por aceptar una misión comandada por el diablo.
Elsa apoyó sus dedos largos y blancos sobre el arcano número cero, que mostraba un muchacho al borde de un precipicio con una flor blanca en la mano. A su lado, un perro blanco se alzaba con alegría, a riesgo también de acabar en el fondo del barranco.
—¿Y qué me dices de la Torre partida por el Rayo? Espero que no sea el oráculo de lo que nos espera.
Entendí que era una carta de mal augurio, ya que en ella se veía una torre alcanzada por un relámpago de la que caían dos figuras humanas.
Tal vez porque no sabía qué decir, Elsa dio por terminada la interpretación de las cartas pidiendo la nota al camarero. Luego cambió el tono entre lúdico y seductor por otro repentinamente serio:
—Creo que deberíamos ir a ver a Spiro. Si tiene algo importante que decirnos, tal vez estemos perdiendo un tiempo precioso.
Mientras nos dirigíamos en taxi a la dirección que me había dado Cora, hubo un nuevo corte de electricidad, por lo que nuestra llegada a Spiro Export fue más siniestra aún de lo esperado.
Tras pagar ochocientos lëkë, el taxista nos dejó frente a un callejón en algún lugar del Blloku. Al final del mismo había una estrecha torre de oficinas que se parecía curiosamente a la del arcano. En medio del apagón, había una débil luz en la ventana superior, lo que me hizo suponer que Spiro era de los afortunados que disponía de un generador eléctrico.