Authors: Francesc Miralles
Negué con la cabeza.
—Antes de que se le caiga el pelo, va a asistir a acontecimientos que jamás hubiera soñado presenciar.
—¿Como cuáles?
—Para empezar, las ciudades de la costa desaparecerán bajo las aguas con la subida del nivel del mar. Este país tan atractivo para los extranjeros pronto será un puro desierto donde será difícil sobrevivir. Vendrán plagas de dengue y malaria. Los que puedan escapar emigrarán al norte de Europa, que se habrá convertido en una región de clima idílico: el nuevo Mediterráneo.
Una llamada a su teléfono móvil detuvo temporalmente aquel catálogo de desgracias. Por lo que entendí de su conversación, lo reclamaba una radio que había acudido tarde al acto. El profesor De la Fuente —no había llegado a conocer su nombre de pila— se incorporó dándome un golpecito en el hombro a modo de disculpa.
—Y eso no es nada —concluyó—. Lo peor viene después: el día después de que se extinga la humanidad.
Sin entender a qué se acababa de referir, observé cómo cruzaba el café con andares tranquilos. Cuando casi había alcanzado la puerta, me di cuenta de que su libro se había quedado sobre la mesa y le llamé.
Desde la misma puerta respondió sin alzar la voz:
—Lo he comprado para usted.
Antes de la cita con el anticuario me entregué a un largo paseo por el Call, cuya austera belleza no dejaba de sorprenderme. Tuve tiempo incluso de hacer una rápida visita al Museo de Historia de los Judíos.
Había entrado con la esperanza de que las piedras antiguas disiparan el pesimismo que había instalado en mí la anterior conversación, pero el devenir del judaísmo en Gerona tampoco había sido precisamente una fiesta.
Al parecer, las primeras familias se habían instalado en el siglo IX alrededor de la catedral. Llegó a ser una comunidad próspera, con tres sinagogas en funcionamiento, que cobró fama por albergar kabalistas como Azriel de Gerona o Isaac el Ciego.
Su expulsión empezó a fraguarse en 1348, cuando los judíos fueron acusados de propagar la peste en la ciudad. En 1391 sufrieron numerosos ataques y algunos incluso tuvieron que refugiarse en una torre para salvar su vida. El final de la comunidad llegaría en 1492 con la orden dictada por los Reyes Católicos, según la cual debían elegir entre abjurar de su religión o el exilio. Aquel mismo año se vieron obligados a abandonar sus bienes, con lo que el Call quedó vacío.
El barrio entero fue subastado de inmediato. Los cristianos compraban casas e incluso calles enteras, que eran cerradas para disfrute de los nuevos propietarios. Desde un ventanal del museo se podía contemplar una de estas calles cerradas. Me pareció un lugar verdaderamente triste y sombrío.
Me detuve un momento delante de una vitrina donde se exhibía una mezuzá, la hendidura que se practicaba junto a las casas judías para contener un pergamino con versículos de la Biblia. Leí una traducción en una placa:
Escucha, Israel El Eterno es nuestro Dios, El Eterno es uno. Amarás a El Eterno, tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con toda tu alma. Y estarán las palabras estas que Yo te ordeno hoy sobre tu corazón. Y las enseñarás a tus hijos, y hablarás de ellas, cuando estés sentado en tu casa, y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes.
El tono imperativo de aquel mensaje hizo que saliera del museo con el ánimo todavía más tormentoso. Y la silueta desgarbada de Alfred Desmesure al final de la calle no invitaba precisamente a la calma.
—Tengo buenas noticias —dijo de entrada.
Tuve la certeza de que para mí se trataba justamente de lo contrario.
—Antes de seguir con todo esto, debo decirle...
—No diga nada y escuche lo que voy a contarle —me interrumpió impetuoso—. Hay indicios de que los bandidos que reventaron mi tienda siguen en la ciudad.
—¿Y eso hay que considerarlo buenas noticias? —salté recordando el intento de atropello de la noche anterior.
—Buenísimas, porque tal vez la cómoda y las cartas estén más cerca de lo que imaginamos.
—¿Cómo de cerca?
Me di cuenta de la estupidez de mi pregunta justo después de formularla, pero Desmestre seguía absorto en su entusiasmo. Respiró profundamente, elevando ligeramente los hombros, antes de declarar:
—La policía ha encontrado la furgoneta. Por las marcas del impacto frontal y los restos encontrados en su interior, es la misma. ¿No es sensacional?
—Depende de cómo se mire. ¿Hay alguna pista sobre el cargamento?
—Ninguna. La furgoneta se halló abandonada esta madrugada en un solar de la universidad. Eso es todo. Al parecer, podrían estar relacionados con la banda que saqueó la masía de Santa Creu, cerca de Santa Coloma de Farners. En el dosier que le dejó Elsa hay un artículo sobre estos tipos.
—Lo recuerdo, pero en la noticia se decía que habían sido arrestados.
—Y lo fueron, pero días después fueron puestos en libertad. Declararon que la masía estaba en ruinas y que no pensaban que los muebles fueran de valor, ya que sólo querían aprovechar la madera. Argumentaron que el hecho de haberse quedado tranquilamente a pasar la noche probaba que no eran ladrones, sino okupas y recicladores.
—Tal vez sea así —repuse—, pero una cosa es entrar en una casa abandonada y otra muy diferente, estrellar una furgoneta contra una tienda y robar en su interior. No deben de ser los mismos.
—Pues lo son —dijo Desmestre conteniendo su excitación—. Un amigo que tengo en comisaría me ha confirmado que se trata de la misma furgoneta. Debe de ser la única por estos lares con matrícula italiana.
—¿No puede ayudarle su amigo policía en esto? Tengo previsto irme hoy.
—Sería un error, señor Vidal, una oportunidad perdida. Sin duda, los bandidos han tenido que ocultar el botín cerca de aquí. Y quizás ni se hayan percatado del asunto de las cartas. Nos hallamos ante el mejor de los escenarios.
—
¿
Y dónde están los ladrones? Gerona no es tan grande para que uno pueda esconderse mucho tiempo. Lo más probable es que se hayan largado bien lejos —opiné—. Quizás estén volviendo a Italia.
—No digo que no, pero créame, la nariz me dice que lo mío sigue aquí. Puede incluso que lo hayan escondido en lugar seguro y esperen a que la policía baje la guardia para mover la mercancía. No sé si sabe que bajo el Call hay un enorme laberinto de catacumbas, la mayoría desconocidas. Deberíamos empezar por ahí.
—Deje de hablar en plural, que no quiero meterme en esto —repliqué perdiendo la paciencia—. ¿Por qué no se ocupa usted? Si tan fácil le parece la recuperación, sería una lástima tener que dividir el pastón en dos.
—Tal vez no sea tan fácil, pero merece la pena intentarlo. Además, aquí me conoce todo el mundo. Usted puede cometer unas cuantas torpezas y le disculparán por el solo hecho de ser norteamericano.
—No es una descripción muy halagadora. En cualquier caso, le seré sincero: tengo que volver a casa sin más espera y no puedo hacer nada por usted. Ya se lo he dicho: no sabría por dónde empezar.
Dicho esto, le tendí la mano para despedirme de él y acabar de una vez con aquello. Desmestre no me ofreció la suya, como si aún se aferrara a una última posibilidad.
—Seguro que encontrará a alguien aquí que se ocupe de eso. Su propia hija tal vez. Parece bastante desocupada.
—No quiero ponerla en peligro, es todo lo que tengo.
Aquello era lo que me faltaba por oír. No había que poner a Elsa en peligro, pero el americano idiota sí tenía que jugarse el tipo para intentar resolverles la vida.
—Les deseo toda la suerte del mundo —dije a modo de despedida.
—Tal vez un adelanto, digamos mil euros, podría retenerle aquí —añadió como último resorte.
—Gracias, pero no.
Y me di la vuelta con mala conciencia, como si hubiera traicionado alguna causa noble, aunque estaba seguro de que aquél no era el caso. Mientras me encaminaba hacia el párking donde mi coche acumulaba horas de pago, no miré atrás ni una sola vez.
Tras pagar casi treinta euros en la caseta del vigilante, al llegar al Seat Ibiza me di cuenta de algo terrible: las llaves no estaban en el bolsillo de mi americana. Recordaba perfectamente haberlas dejado allí, pero lo cierto era que habían desaparecido.
A punto de sucumbir a un ataque de nervios, revisé varias veces todos los bolsillos de la americana y los pantalones, pero sin éxito. Finalmente no me pude contener y di una sonora patada a la carrocería del coche de pura frustración.
El vigilante me miró con extrañeza al verme salir a pie rampa arriba.
—Creo que me he dejado las llaves en el hotel —le anuncié sin demasiada fe de que esa suposición fuera cierta.
Mientras me encaminaba bajo el sol del mediodía hacia el hotel Carlemany, me dije que las llaves podían estar en la mesita, aunque no recordaba haberlas dejado allí. Otra explicación era que se me hubieran caído del bolsillo, fruto del trompazo salvador al salir de Le Bistrot. De ser así, cabía la remota posibilidad de que hubieran sido recogidas por el personal del restaurante o por algún cliente.
Pronto supe que aquél no era mi día, ya que al llegar a la recepción del hotel me informaron de que no podía subir a la habitación, porque Desmestre ya había llamado para que no le cobraran aquella noche.
—Pero si no he hecho el check out —protesté ante una joven empleada con gafas gruesas.
—La persona que realizó la reserva ya se ha ocupado de ello. No había consumo en el mueble bar ni otro extra que usted deba abonar, puede estar tranquilo.
—¡Al infierno con el mueble bar! —grité perdiendo los estribos—. Lo que necesito es encontrar las llaves de mi coche. ¿Ya han limpiado la habitación?
La recepcionista miró el casillero de llaves y respondió:
—Y vuelve a estar ocupada.
—¿Puede usted preguntar al personal de limpieza si han encontrado unas llaves?
—Por supuesto, pero si hubieran encontrado algo, ya me lo habrían notificado.
Tras decir esto, marcó un número y esperó con cara de tedio a que le respondieran al otro lado. Luego colgó el teléfono y dijo:
—Venga dentro de una hora. Deben de estar comiendo.
Le di las gracias y me encaminé hacia Le Bistrot con la esperanza a ras de suelo. Ni siquiera tenía hambre. La perspectiva de regresar a casa en tren, con transbordo en Barcelona, para tomar las llaves de recambio y volver a Gerona a pagar más párking me sacaba de quicio. Al final, aquella misión descabellada me haría gastar el doble de lo ganado.
Pero a la salida del hotel me esperaba un elemento más de distorsión: distinguí el descapotable de Elsa aparcado en la puerta. Afortunadamente, ella no se encontraba al volante.
Temiendo que la hija de Desmestre estuviera preguntando por mí en el hotel, decidí alejarme de allí como alma que persigue el diablo. No obstante, antes de que acelerara el paso, una mano fría y suave me cubrió los ojos. Seguro de que Elsa se hallaba detrás de mí —podía oler incluso su perfume—, estaba a punto de apartarla de malos modos cuando el tintineo de unas llaves en mi oído derecho actuó como un bálsamo. El suave y tranquilizador sonido metálico fue acompañado de su voz ronca:
—Vengo a salvarte de ti mismo.
Acto seguido, retiró la mano y me ofreció con la otra las llaves del Ibiza. Me sentía tan aliviado que le habría dado un abrazo de no saber que era una mujer fatal, pese a que había acudido a mi rescate con jersey blanco, téjanos y bambas converse.
—¿Dónde las has encontrado?
—En mi coche. Eso se merece una comida de celebración, ¿no crees?
Con las llaves nuevamente en mi bolsillo, consulté la hora en mi móvil: eran casi las tres. Calculé que si salía de Gerona después de comer podía estar en casa a las seis. Tendría tiempo de preparar la cena para Ingrid y Aina, a las que contaría aquella extraña aventura que —al menos eso creía yo— estaba a punto de terminar.
—Vamos —acepté.
Elsa se mostró algo triste a lo largo de toda la comida, que tuvo lugar en un restaurante con vistas al río Onyar. Estaba abarrotado de oficinistas y dependientes que devoraban el menú del día.
—Me dijo tu padre que te has integrado poco en la ciudad —comenté mientras mezclaba con un tenedor una generosa ración de arroz a la cubana.
—Eso no es cierto. Me integro perfectamente en la ciudad, lo que no soporto es la gente.
—¿Qué tienes contra los de aquí?
—Nada especial. Me refiero a la gente en general. No la entiendo: pasan ocho horas trabajando en algo que no les gusta, vuelven a casa, cenan, duermen, vuelven a trabajar... y así hasta que revientan. ¿No es absurdo?
—Seguramente ellos pensarían lo mismo de tu vida si la conocieran. Por cierto, ¿de qué vives?
—De mi padre —respondió sin la menor vergüenza—, soy hija única.
—Eso no quiere decir que tengas que vivir a su costa.
—No tengo gastos. Vivo con él en casa y no salgo casi nunca. De hecho, exceptuando mi padre, eres la primera persona a la que veo dos días seguidos desde que metieron a mi novio en la cárcel. Por eso te quité las llaves.
Al oír esto se me quedó una bola de arroz con huevo y tomate atascada en la boca. Mastiqué escandalizado mientras pensaba cómo debía mandarla a paseo.
—Ya sé que no ha estado bien —explicó abriendo mucho los ojos— eso de birlarte las llaves mientras te llevaba al hotel, pero me siento muy sola, ¿sabes? Quería que te quedaras. Aunque apenas nos conocemos, siento que he encontrado un amigo. Los dos estamos solos en el mundo.
—Habla sólo por ti —dije tratando de contener la ira—. Si no fueras una pobre insensata, te haría una mascarilla ahora mismo con lo que queda de arroz.
—Puedes hacerlo —sonrió apoyando la barbilla entre las manos—. No pienso gritar. Ni te denunciaré por una agresión de género.
—Deja de decir tonterías. ¿Qué edad tienes?
Pese a que me había hecho pasar un mal rato, tuve que reconocer que aquella sonada me inspiraba ternura. Razón de más para irme cuanto antes.
—Treinta y tres. ¿Vas a crucificarme?
El segundo plato y el postre transcurrieron con un interrogatorio por parte de ella sobre mi vida. Obvié todos los detalles referentes a mi pasada investigación en Montserrat y me centré más en mi pasado como periodista en California, además de insistir en mi vida feliz junto a Aina e Ingrid.
—Tiene que ser bonito eso de tener familia —suspiró en tono de burla mientras jugueteaba con un mechón de su pelo—. Yo tengo a mi madre en Israel viviendo en un kibutz y al muermo de mi padre aquí. No es para volverse loco de alegría que digamos. También tengo un gato,
García,
que no hace más que dormir.