La Papisa (49 page)

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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: La Papisa
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Hubo otro estruendo, seguido de un sonido de madera rompiéndose. Las puertas se combaron. Se filtró la luz por donde se había abierto una grieta.

«Dios Santo —pensó Juana—. ¿Qué pasará si entran?». Hasta aquel momento la posibilidad parecía impensable.

La inundaron los recuerdos. Vio a los hombres del norte irrumpiendo por las puertas de la catedral de Dorstadt, blandiendo las hachas. Oyó los gritos de los moribundos… vio a su hermano Juan con la cabeza aplastada… y Gisla… Gisla…

Su voz tembló y cesó. El pueblo la miró alarmado. «Sigue —se dijo—, sigue», pero su cerebro parecía congelado; no podía recordar las palabras.


Hosanna in excelsis
. —Una grave voz de barítono sonó a su lado.

Era León, cardenal de la iglesia de los Cuatro Santos Coronados. Había subido él también. El sonido de su voz exorcizó el miedo y siguieron juntos con el cántico.

—¡Dios y san Pedro! —Un fuerte griterío resonó al este. Los guardias que había sobre la muralla estaban saltando y aclamando—: ¡Dios sea loado! ¡Estamos salvados!

Ella miró también. Un gran ejército galopaba hacia la ciudad y sus estandartes traían los emblemas de san Pedro y la cruz.

Los sarracenos soltaron los arietes y corrieron a sus caballos. Juana miró entornando los ojos. Cuando las tropas estuvieron más cerca soltó un grito.

A la cabeza de la vanguardia con la lanza ya baja, alto, fiero y heroico, como uno de los antiguos dioses de su madre, cabalgaba Geroldo.

La batalla que siguió fue breve y dura. El ataque de los hombres de Benevento cogió por sorpresa a los sarracenos; fueron expulsados de las murallas de la ciudad y obligados a retirarse por el campo hasta el mar. En la costa, los infieles embarcaron sus tesoros robados en los navíos y se hicieron a la mar. En su prisa por partir abandonaron a gran cantidad de sus hermanos atrás. Durante semanas, Geroldo y sus hombres vigilaron las costas cazando grupos dispersos.

Roma había sido salvada. Los romanos estaban divididos entre la alegría y la angustia: alegría por la liberación, angustia por la destrucción de San Pedro. Porque la sagrada basílica había quedado irreconocible después del saqueo. La antigua cruz de oro sobre la tumba del apóstol ya no estaba, así como tampoco la gran mesa de plata con el relieve de Bizancio, regalo del emperador Carlomagno. Los infieles habían arrancado las placas de plata y oro de paredes y suelos. Incluso (¡Dios les oscureciera los ojos!) se habían llevado el altar mismo. Y si bien no pudieron mover el féretro de bronce donde estaba el cuerpo del príncipe de los apóstoles, lo habían abierto y dispersado las sagradas cenizas.

Toda la cristiandad estaba sumida en el dolor. Las huellas del tiempo habían sido preservadas tras las puertas hasta entonces invioladas del más antiguo y más grande de los templos cristianos. Innumerables generaciones de peregrinos, incluyendo a los más grandes príncipes del mundo, se habían postrado humildemente sobre su santo pavimento. Decenas de papas descansaban entre sus paredes. La devoción de Occidente no conocía lugar más sagrado. Y este santuario de la verdadera fe, que ni godos ni vándalos ni griegos ni lombardos se habían atrevido nunca a profanar, había caído bajo una horda de piratas de África.

Sergio se culpaba por la catástrofe. Se retiró a sus aposentos sin admitir en ellos a nadie salvo a Juana y a sus asesores más íntimos. Y volvió a entregarse a la bebida, vaciando copa tras copa de vino toscano hasta obtener al fin el piadoso olvido que buscaba.

La bebida tuvo un efecto predecible: volvió la gota con fuerza multiplicada; para calmar el dolor bebía más. Dormía mal. Noche tras noche se despertaba gritando, atormentado por pesadillas en las que lo visitaba el espectro vengativo de Benedicto. Juana temía por la tensión que este ritmo de vida provocaba en su corazón ya debilitado.

—Recordad la penitencia que aceptasteis —le dijo.

—Ya no importa —respondió Sergio con desdén—. No espero nada del cielo. Dios me ha abandonado.

—No debéis culparos por lo que ha sucedido. Algunas cosas están más allá de todo poder mortal y es imposible remediarlas o prevenirlas.

Sergio negó con la cabeza.

—¡El alma de mi hermano asesinado clama contra mí! He pecado y éste es mi castigo.

—Si no pensáis en vos —dijo Juana—, ¡pensad en el pueblo! Ahora más que nunca necesita vuestro consuelo y guía.

Lo decía para animarlo, pero la verdad era otra. El pueblo se había vuelto contra Sergio. Había habido suficientes advertencias de la llegada de los sarracenos, decían, tiempo de sobra para que el papa hubiera transportado el sagrado sarcófago dentro de las murallas. La fe de Sergio en Dios, que en su momento había sido unánimemente alabada, ahora era unánimemente condenada como resultado de un orgullo pecaminoso y desastrosamente erróneo.


Mea culpa
—decía Sergio llorando—.
Mea maxima culpa.

Juana razonaba, regañaba y adulaba, pero no servía de nada. La salud de Sergio se deterioraba rápidamente. Juana hizo todo lo que pudo por él, pero era inútil. Sergio estaba decidido a morir.

Aun así, la muerte tardó algún tiempo. Mucho después de haber entrado en la inconsciencia, Sergio resistía; su cuerpo se negaba a entregar la última chispa de vida. Una mañana oscura y sin sol murió al fin y su espíritu pasó tan silenciosamente que en un primer momento nadie lo notó.

Juana lo lloró sinceramente. No había sido tan buen hombre y buen papa como habría podido ser. Pero ella sabía, mejor que nadie, con qué demonios se había enfrentado, sabía cuánto había combatido por liberarse de ellos. Que hubiera perdido la batalla final no hacía menos honorable su lucha.

Fue enterrado en la maltrecha basílica junto a sus predecesores, con una ceremonia tan simple que bordeó el escándalo. Los días exigidos de duelo apenas si se observaron porque los romanos ya pensaban con impaciencia en el futuro, en la elección de un nuevo papa.

Anastasio se separó del abrazo de los helados vientos de enero y entró en la calidez del antiguo palacio de su familia. Era la residencia más grande de toda Roma salvo, por supuesto, el
Patriarchium
y Anastasio estaba realmente orgulloso de ella. El techo abovedado de la sala de recepción tenía una altura de dos pisos y estaba hecho del más puro mármol blanco de Rávena. Las paredes estaban cubiertas de brillantes frescos con escenas de las vidas de sus antepasados. Uno representaba a un cónsul pronunciando un discurso ante el Senado; otro a un general montado en un potro negro, conduciendo a sus tropas; otro a un cardenal recibiendo el palio del papa Adriano. Un trozo de la pared del frente había quedado en blanco anticipando el muy esperado día en que la familia alcanzara el más alto honor: la coronación de uno de sus hijos como papa.

Por lo general, en el salón había una actividad incesante. Aquel día, salvo por la presencia del mayordomo, estaba vacío. Sin dignarse responder al efusivo saludo del mayordomo (pues Anastasio nunca perdía tiempo con los inferiores) fue directamente al cuarto de su padre. A aquella hora, Arsenio debería haber estado en el gran salón, hablando con los notables sobre la política compleja y gratificante del poder. Pero desde hacía un mes había caído presa de una devastadora fiebre que había agotado sus formidables energías, confinándolo a su cuarto.

—Hijo mío —saludó Arsenio alzándose de su diván a la entrada de Anastasio.

Parecía gris y frágil. Anastasio sintió una extraña oleada eufórica de fuerza al ver su propia juventud y energía resaltadas por contraste con la disminución de poder de su padre.

—Padre. —Anastasio fue hacia él con los brazos abiertos y se abrazaron cálidamente.

—¿Qué noticias hay? —preguntó Arsenio.

—La elección será mañana.

—¡Dios sea loado! —exclamó Arsenio. Era sólo una expresión. Aunque ostentaba el alto título de obispo de Orta, Arsenio no se había ordenado sacerdote y no era propiamente un hombre de iglesia. Su nombramiento en el obispado había sido un reconocimiento político por el enorme poder que tenía en la ciudad—. No veo el momento de tener a un hijo mío sentado en el trono de san Pedro.

—Ese resultado puede no ser ya tan seguro como pensábamos, padre.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Arsenio ásperamente.

—El apoyo de Lotario a mi candidatura puede no ser suficiente. Por no haber defendido a Roma contra los sarracenos muchos se han puesto contra él. El pueblo pregunta por qué deberían rendir homenaje a un emperador que no los protege. En Roma crece el sentimiento de que habría que afirmar nuestra independencia del trono franco.

Arsenio lo pensó cuidadosamente.

—Debes denunciar a Lotario —dijo.

Anastasio quedó atónito. La inteligencia de su padre, siempre tan aguda y clarividente, estaba empezando a fallar.

—Si hiciera eso —respondió— perdería el apoyo del partido imperial, del que dependen todas nuestras esperanzas.

—No. Irás a hablar con ellos y les explicarás que obras estrictamente por necesidad política. Asegúrales que, a pesar de lo que te veas obligado a decir, en realidad eres hombre del emperador y lo probarás después de tu elección con el reparto entre ellos de valiosas prebendas y beneficios.

—Lotario se pondrá furioso.

—Para entonces ya no importará. Pasaremos directamente a la ceremonia de la consagración después de la elección, sin esperar la
jussio
imperial. Dadas las circunstancias, nadie protestará porque Roma, claro está, no puede quedar sin jefe un solo día más de lo necesario bajo la amenaza de los sarracenos.

»Para cuando Lotario reciba la noticia de lo que ha sucedido, tú serás el papa, obispo de Roma… y no habrá nada que el emperador pueda hacer para cambiarlo.

Anastasio sacudió la cabeza con admiración. Su padre había evaluado la situación de inmediato. El viejo zorro podía estar perdiendo el pelo, pero no perdía nada de su sutileza.

Arsenio le tendió una larga llave de hierro.

—Ve al sótano y llévate todo el oro que necesites para convencerlos. ¡Maldita sea! —gruñó—. Si no fuera por esta horrible fiebre, lo haría yo mismo.

El tacto frío y duro de la llave en la mano le daba a Anastasio una gratificante sensación de poder.

—Tú descansa, padre. Yo me haré cargo.

Arsenio lo retuvo cogiéndolo por la manga.

—Ten cuidado, hijo mío. El juego al que estás jugando es muy peligroso. ¿No habrás olvidado lo que le sucedió a tu tío Teodoro?

¡Olvidado! El asesinato de su tío en el palacio de Letrán había sido el momento crucial de la infancia de Anastasio. El gesto de Teodoro cuando los guardias papales le arrancaron los ojos perseguiría a Anastasio hasta la tumba.

—Tendré cuidado, padre —dijo—. Déjamelo todo a mí.

—Precisamente es lo que me propongo hacer —respondió Arsenio.

Ad te, Domine, levavi animam meam…
Juana rezaba arrodillada en la piedra fría de la capilla del palacio. Pero por mucho que rezara, no podía alzarse a la luz de la gracia; la poderosa atracción de un afecto mortal la mantenía con las raíces fijas aquí abajo.

Amaba a Geroldo. Ya no tenía sentido tratar de evadir o negar aquella simple verdad. Cuando lo había visto cabalgando hacia la ciudad a la cabeza de las tropas de Benevento, todo su ser se había precipitado hacia él con un impulso poderoso.

Tenía treinta y tres años. Y no había nadie con quien tuviera una relación íntima. Las realidades prácticas de su disfraz no le habían permitido acercarse demasiado a nadie. Había vivido su vida disimulando, ocultando la verdad de su ser.

¿Era por eso por lo que Dios le negaba su gracia bendita? ¿Quería Él que abandonara su disfraz y viviera la vida de mujer para la que había nacido?

La muerte de Sergio la había liberado de toda obligación de seguir en Roma. El siguiente papa sería Anastasio y no habría lugar para Juana en su administración.

Había combatido sus sentimientos hacia Geroldo durante demasiado tiempo. Qué bendito alivio sería dejarse ir, seguir los dictados de su corazón y no los de su cabeza.

¿Qué pasaría cuando ella y Geroldo volvieran a verse? Sonrió para sí, imaginándose la alegría de aquel momento.

Ahora todo era posible. Cualquier cosa podía suceder.

El día señalado para la elección, una gran multitud se había reunido en la extensa zona abierta al suroeste de Letrán. De acuerdo con la antigua costumbre, formalmente reconocida en la constitución del año 824, todos los romanos, legos y clérigos, participaban en la elección de un nuevo papa.

Juana se puso de puntillas tratando de ver por encima del mar de cabezas y brazos. ¿Dónde estaba Geroldo? Había oído rumores de que estaba de vuelta de su campaña contra los sarracenos. Si era cierto, iría allí. De pronto la conmovió un temor: ¿y si había vuelto a Benevento sin verla?

La multitud se abrió respetuosamente cuando llegaron Eustaquio, el arcipreste; Desiderio, el archidiácono; y Pascual, el
primicerius
: el triunvirato de funcionarios que por tradición gobernaba la ciudad
sede vacante
, es decir, durante el intervalo entre la muerte de un papa y la elección del siguiente.

Eustaquio dirigió al pueblo una breve plegaria:

—Padre celestial, guíanos en lo que haremos hoy para que podamos obrar con prudencia y honor, para que el odio no destruya la razón y el amor no interfiera con la verdad. En el nombre de la santa e indivisible Trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Amén.

Tomó la palabra Pascual:

—Ahora que el papa Sergio ha ido a reunirse con Dios, nos compete elegir a su sucesor. Cualquier romano aquí reunido puede hablar y expresar qué sentimientos ha inspirado Dios en él, para que pueda tomarse una decisión general.

—Mi señor
primicerius
. —Tassilo, jefe del partido imperial y uno de los agentes de Lotario, habló inmediatamente—. Un nombre se alza por sí solo por encima de todos los demás. Hablo de Anastasio, obispo de Castellum, hijo del ilustre Arsenio. Todas las cualidades de la naturaleza de este hombre lo recomiendan para el trono: su noble nacimiento, su extraordinario saber, su indiscutible piedad. En Anastasio tendremos un defensor no sólo de nuestra fe cristiana sino de nuestros intereses privados también.

—¡De «tus» intereses, querrás decir! —gritó con acento de burla una voz entre la multitud.

—De ninguna manera —respondió Tassilo—. La generosidad de Anastasio lo hará un verdadero padre para todos vosotros.

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