La mayoría había entrado en las filas de la burocracia clerical durante su infancia. Para cuando llegaban a la madurez estaban entregados a las tradiciones de Letrán y eran acérrimos enemigos del menor cambio. En sus mentes había un modo correcto y un modo incorrecto de hacer las cosas; y el modo correcto consistía en hacerlas como se había hecho siempre.
Era comprensible que el estilo de gobierno de Juana los desconcertara. Dondequiera que ella viera un problema (la necesidad de un hospicio, la injusticia de un funcionario corrupto, la escasez de alimentos) buscaba el modo más rápido de remediarlo. Con frecuencia se veía coartada por la burocracia papal, el vasto y pesado sistema de gobierno que con el paso de los siglos había adquirido la complejidad de un laberinto. Había cientos de departamentos, cada uno con su propia jerarquía y sus responsabilidades celosamente observadas.
Impaciente porque las cosas se hicieran, Juana buscaba modos de contrarrestar la abrumadora ineficacia del sistema. Cuando Geroldo se quedaba sin fondos para las obras del acueducto, ella retiraba el dinero del tesoro, sin cursar (como era habitual) una petición a la oficina del
sacellarius
, el tesorero papal.
Arsenio, alerta como siempre en busca de su oportunidad, hacía lo posible por explotar en su beneficio la situación. Localizó a Víctor, el
sacellarius
, y sacó el asunto a colación con consumado arte político.
—Me temo que a su santidad le falta el necesario aprecio por las costumbres romanas.
—Es comprensible, ya que no se formó en ellas —respondió Víctor sin comprometerse.
Hombre cauto, no revelaría sus cartas hasta que Arsenio no hubiera jugado las suyas.
—Me sorprendió oír que retiró fondos del tesoro sin pasar por tu oficina.
—Fue un tanto… inapropiado —dijo Víctor.
—¡Inapropiado! —exclamó Arsenio—. Mi querido Víctor, en tu lugar yo no sería tan caritativo.
—¿No?
—En tu lugar —dijo Arsenio—, yo me cubriría las espaldas.
Víctor manifestó cierto aire de estudiada indiferencia.
—¿Has oído algo? —preguntó con ansiedad—. ¿Su santidad se propone reemplazarme?
—¿Quién puede saberlo? —respondió Arsenio—. Quizá se propone disolver la oficina del
sacellarius
directamente. Entonces podría tomar los fondos del tesoro que quisiera sin tener que dar explicaciones a nadie.
—¡Jamás se atrevería!
—¿No?
Víctor no respondió. Como un hábil jugador, Arsenio dejó pasar un momento antes de lanzar otro golpe.
—Empiezo a temer —dijo— que la elección de Juan fue un error. Un grave error.
—Se me había ocurrido pensarlo —admitió Víctor—. Algunas de las ideas de su santidad… por ejemplo la escuela para mujeres… —Sacudió la cabeza—. Los caminos de Dios son misteriosos, verdaderamente.
—Dios no puso a Juan en el trono, Víctor: nosotros lo hicimos. Y nosotros podemos quitarlo de ahí.
Aquello era demasiado.
—Juan es el vicario de Cristo —dijo Víctor, profundamente escandalizado—. Admito que es… original. Pero ¿tomar una medida de fuerza contra él? No… no… No creo que hayamos llegado a tanto.
—Bueno, bueno, puedes tener razón. —Arsenio cambió de asunto. No había necesidad de profundizar; ya había plantado la semilla y sabía que podía confiar en que crecería.
Desde que se habían separado el día de la inundación, Geroldo no había vuelto a ver a Juana. El resto del trabajo que había que hacer con el acueducto no estaba en la ciudad sino en Tívoli, distante unos treinta kilómetros. Geroldo se ocupaba al detalle de cada aspecto de la obra, de la supervisión de los planos de la reparación y hasta del trabajo mismo. Con frecuencia intervenía en persona ayudando a levantar piedras y cubriéndolas con mortero. Los hombres se sorprendían de ver al señor
superista
rebajarse a tales tareas menores, pero Geroldo las buscaba porque sólo el duro trabajo físico le daba un momentáneo respiro en la dolorosa melancolía que lo carcomía por dentro.
«Habría sido mejor —pensaba—, mucho mejor, si nunca hubiéramos yacido como hombre y mujer». Quiz0" ws entonces habría podido seguir como antes. Pero ahora…
Era como si hubiera vivido todos los años anteriores en la ceguera. Todos los caminos que había andado, todos los riesgos que había corrido, todo lo que había hecho o había sido le llevaba a una persona: Juana.
Cuando el acueducto estuviera terminado, se esperaba que recuperase su puesto de jefe de la guardia papal. Pero estar otra vez cerca de ella cada día, verla y saber que estaba definitivamente fuera de su alcance… sería insoportable.
«Me iré de Roma en cuanto termine el trabajo del acueducto —pensaba—. Volveré a Benevento y volveré a mandar el ejército de Siconulfo». La vida de soldado tenía una atractiva simplicidad, con sus enemigos definidos y sus objetivos claros.
Se obligaba a trabajar sin descanso, a sí mismo y a sus hombres. En tres meses la obra quedó terminada.
El acueducto restaurado fue inaugurado formalmente en la Anunciación. Encabezada por Juana, toda la clerecía (acólitos, porteros, lectores, exorcistas, sacerdotes, diáconos y obispos) dieron la vuelta a los grandes arcos en una solemne procesión, rociando las piedras con agua bendita y cantando letanías, salmos e himnos. Se hizo un alto y Juana pronunció una breve bendición. Dirigió la vista a donde estaba Geroldo, al pie del arco principal, erguido, delgado, con sus piernas largas, su cabeza más alta que todas las que lo rodeaban.
Le hizo un pequeño gesto con la cabeza y él tiró de una palanca y abrió las esclusas. Los vítores del pueblo empezaron a sonar cuando el agua fría y cristalina de las fuentes de Subiaco, que estaban a unos setenta kilómetros de la ciudad, empezó a fluir en el Campo de Marte por primera vez en más de trescientos años.
Tallado en estilo imperial, el trono papal era un mueble macizo de respaldo alto, todo en roble adornado con rubíes, perlas, zafiros y otras piedras preciosas, tan impresionante como incómodo. Juana llevaba cinco horas en él concediendo audiencias a una hilera interminable de peticionarios. Había empezado a moverse hacia un lado y otro, tratando de calmar la creciente rigidez de su espalda.
Juviano, el jefe de mayordomos, anunció al siguiente peticionario.
—Jefe militar Daniel.
Juana frunció el ceño. Daniel era un hombre difícil, agudo e irascible; y era un hombre cercano al obispo Arsenio. Su presencia sólo podía traer problemas.
Entró Daniel con paso animado, saludando con la cabeza a varios de los notarios y otros funcionarios papales.
—Santidad. —Saludó a Juana con la mínima reverencia y empezó con abrupta rudeza—: ¿Es verdad que en las ordenaciones de marzo tenéis intención de nombrar a Nicéforo como obispo de Trevi?
—Así es.
—¡Ese hombre es griego! —protestó Daniel.
—¿Qué importancia tiene eso?
—Una posición tan importante debería corresponderle a un romano.
Juana suspiró para sí. Era cierto que sus predecesores habían usado el episcopado como una herramienta política, distribuyendo obispados entre las familias romanas nobles como si repartieran frutas al pie de un árbol. Juana no estaba de acuerdo con esta práctica porque de ella había salido un gran número de
episcopi agraphici
, obispos analfabetos, que alentaban todo tipo de ignorancia y superstición. ¿Cómo podía un obispo interpretar correctamente para su rebaño la palabra de Dios si ni siquiera podía leerla?
—Un puesto tan importante —dijo sin alterar su voz— le corresponde a la persona mejor preparada. Nicéforo es un hombre sabio y piadoso. Será un excelente obispo.
—Bien podéis pensarlo, ya que sois extranjero vos mismo.
Daniel usó deliberadamente el término insultante
barbarus
en vez del más neutral
peregrinus
.
Hubo un evidente silencio entre los presentes. Juana miró a Daniel a los ojos.
—Eso no tiene nada que ver con Nicéforo —dijo—. Te guían motivos egoístas, Daniel, pues quieres que tu hijo Pedro sea obispo.
—¿Y por qué no? —dijo Daniel a la defensiva—. Pedro está bien situado para el cargo en virtud de su familia y su nacimiento.
—Pero no de su capacidad —dijo Juana con sequedad.
La boca de Daniel se abrió por el asombro.
—Os atrevéis… os atrevéis… mi hijo…
—Tu hijo —lo interrumpió Juana— lee igualmente bien de un libro puesto del derecho o del revés porque no sabe latín. Ha aprendido de memoria los pocos pasajes de las Escrituras que conoce. El pueblo se merece algo mejor y lo tendrá con Nicéforo.
Daniel se levantó, rígido por la indignación.
—Recordad mis palabras, santidad: esto no quedará así.
Tras lo cual dio media vuelta y se marchó.
Juana pensó: «Irá directamente a Arsenio, que sin duda encontrará algún modo de causar más dificultades». En una cosa Daniel tenía razón: las cosas no iban a quedar como estaban.
De pronto estaba inexplicablemente agotada. El aire en el salón sin ventanas parecía cerrarse sobre ella; se sentía mareada y débil. Cogió el borde del palio y se lo apartó del cuello.
—El señor
superista
—anunció Juviano.
¡Geroldo! El ánimo de Juana se levantó. No habían hablado desde el día de su rescate. Tenía la esperanza de que fuera aquel día, aunque al mismo tiempo temía el encuentro. Consciente de los ojos vigilantes de los demás Juana mantuvo el rostro impasible.
Pero cuando entró Geroldo su corazón traidor saltó al verlo. La luz trémula de las lámparas jugaba en sus rasgos, iluminando los bien marcados ángulos de sus sienes y pómulos. Le devolvió la mirada; sus ojos se unieron en una silenciosa comunicación y por un instante se sintieron solos en medio de la gente.
Él se adelantó y se arrodilló ante el trono.
—Levántate,
superista
—dijo ella. ¿Eran imaginaciones suyas o en su voz había un temblor?—. Hoy tu cabeza está coronada con honor. Toda Roma está en deuda contigo.
—Os lo agradezco, santidad.
—Esta noche celebraremos tu gran triunfo con una fiesta. Te sentarás a mi mesa, en el lugar de honor.
—¡Ah!, lamento no poder asistir. Me voy de Roma hoy.
—¿Te vas de Roma? —La sorpresa le impedía pensar—. ¿Qué quieres decir?
—Ahora que la gran obra que me habéis encargado está hecha, renuncio a mi puesto. El príncipe Siconulfo me ha pedido que vuelva a Benevento a recuperar el mando de sus ejércitos… y he aceptado.
Juana mantuvo su postura rígida en el trono, pero sus manos se cerraron sobre los brazos de madera.
—No puedes hacerlo —respondió bruscamente—. No lo permitiré.
Los prelados presentes arquearon las cejas. Es cierto que era inusual que se renunciara a un cargo tan prestigioso, pero Geroldo era un franco libre y podía irse a donde quisiera.
—Trabajando para Siconulfo —prosiguió Geroldo con tono razonable— seguiré sirviendo a los intereses de Roma porque los territorios de Siconulfo son un baluarte cristiano contra longobardos y sarracenos.
Juana apretaba los labios. Se volvió hacia los otros y les ordenó:
—Dejadnos solos.
Juviano y los demás intercambiaron miradas de sorpresa y salieron del salón con la rapidez de la respetuosa obediencia.
—¿Eso ha sido prudente? —preguntó Geroldo cuando hubieron salido todos—. Ahora se despertarán sus sospechas.
—Tenía que hablar contigo a solas —respondió ella con tono de apremio—. ¿Dejar Roma? ¿En qué estás pensando? No importa, no lo permitiré. Que Siconulfo encuentre a otro para dirigir su ejército. Yo te necesito aquí, conmigo.
—Oh, mi perla. —Su voz era una caricia—. Míranos… No podemos siquiera mirarnos sin traicionar lo que sentimos. Una sola mirada descuidada, una palabra imprudente, y tu vida estaría en peligro. Debo irme, ¿acaso no lo ves?
Juana lo entendía y hasta sabía que en cierto modo tenía razón. Pero no le importaba. La perspectiva de su abandono la llenaba de horror. Geroldo era la única persona que la conocía, la única en la que ella podía confiar absolutamente.
—Sin ti estaría completamente sola —dijo—. No creo que pueda soportarlo.
—Eres más fuerte de lo que crees.
—No —dijo ella. Se puso de pie para ir hacia él y se tambaleó, presa de un fuerte mareo.
Al instante Geroldo estaba a su lado. Le cogió un brazo, sosteniéndola.
—¡Estás enferma!
—No, no. Sólo estoy… cansada.
—Has trabajado demasiado. Necesitas descanso. Ven, te ayudaré a ir a tus aposentos.
Ella lo cogió por un brazo y apretó con fuerza.
—Prométeme que no te irás hasta que podamos volver a hablar.
—Claro que no me iré. —Sus ojos estaban llenos de preocupación—. No hasta que vuelvas a sentirte bien.
Juana estaba tendida en la cama en el silencio de su cuarto. «¿Estoy realmente enferma? —se preguntaba—. Si es así, debo descubrir la causa y tratarla rápidamente, antes de que Enodio y los otros médicos se enteren».
Se puso a pensar sobre ello, haciéndose preguntas como si fuera su propio paciente.
«¿Cuándo empezaron los primeros síntomas?».
Ahora que lo pensaba no se había sentido bien desde hacía varias semanas.
«¿Cuáles son los síntomas?».
Fatiga. Falta de apetito. Una sensación de hinchazón. Náuseas, sobre todo al levantarse… Un súbito terror la atravesó.
Recapituló desesperadamente, tratando de recordar la fecha de su última sangre mensual. Hacía dos meses, quizá tres. Había estado tan ocupada que no había prestado atención.
Todos los síntomas coincidían, pero había un modo de asegurarse. Se inclinó y cogió la bacinilla que estaba en el suelo junto a la cama. Un momento después volvió a acostarse con las manos temblorosas.
La evidencia era incuestionable. Estaba encinta.
Anastasio se quitó los borceguíes de terciopelo y se recostó cómodamente en el diván. «Un buen día —pensó, satisfecho de sí mismo—. Sí, ha sido un día muy bueno». Aquella mañana había brillado en la corte imperial, había impresionado a Lotario y a todo su séquito con su sabiduría y erudición.
El emperador le había pedido su opinión sobre
De corpore et sanguine Domini
, el tratado que tanta inquietud producía entre los teólogos del país. Escrito por Pascasio Radberto, abad de Corbie, el libro avanzaba la atrevida teoría de que la Eucaristía contenía el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo, el Salvador: no su carne simbólica sino la real e histórica, «la que nació de María, sufrió en la cruz y salió de la tumba».