La Papisa (28 page)

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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: La Papisa
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—Cuando salga el sol mañana habrá una nueva paz en esta tierra —dijo Gregorio.

«Eso es cierto —pensó Anastasio—, aunque no será la paz que tú te imaginas».

Si todo salía como había sido planeado, al día siguiente al amanecer, el emperador descubriría que sus tropas habían desertado en la noche, dejándolo indefenso ante los ejércitos de sus hijos. Todo había sido acordado y se había pagado; nada que dijera o hiciera Gregorio aquel día lo podría cambiar.

Pero era importante que la mediación papal siguiera adelante según lo planeado. Negociar con Gregorio aplacaría las sospechas del emperador y distraería su atención en aquel momento crucial.

Sería conveniente ofrecer a Gregorio algún estímulo.

—Es algo muy grande lo que hacéis hoy, santidad —dijo Anastasio—. Dios os iluminará.

—Lo sé, Anastasio —dijo Gregorio asintiendo—. Lo sé con más seguridad que nunca.

—Os llamarán Gregorio el Pacificador, Gregorio el Grande.

—No, Anastasio —dijo Gregorio—. Si tengo éxito en la labor de este día, será obra de Dios, no mía. El futuro del imperio, del que depende la seguridad de Roma, está encima de la balanza. Si salimos airosos será con su ayuda.

La fe sin egoísmo de Gregorio fascinaba a Anastasio, que lo consideraba como un fenómeno de la naturaleza, algo así como tener seis dedos en una mano. Gregorio era un hombre auténticamente humilde, pensó Anastasio; pero era cierto que, considerando su talento, tenía motivos para ser humilde.

—Acompáñame a la tienda del emperador —dijo Gregorio—. Me gustaría que estuvieras ahí cuando hable con él.

«Todo está saliendo bien», pensó Anastasio. Cuando aquello terminara, sólo tenía que volver a Roma y esperar. Una vez que Lotario fuera coronado emperador en lugar de su padre, sabría cómo recompensar a Anastasio por el trabajo que había hecho allí.

Gregorio fue a la entrada de la tienda.

—Ven. Hagamos lo que debe hacerse.

Salieron al campo abierto atestado de tiendas y banderas del ejército del emperador. Era difícil creer que a la mañana siguiente el colorido tumulto que los rodeaba habría desaparecido. Anastasio trató de imaginarse el gesto en la cara de Ludovico cuando saliera de su tienda y encontrara los campos vacíos extendiéndose hasta el horizonte.

Pasando frente a la guardia llegaron a la tienda imperial. Antes de atravesar el umbral, Gregorio se detuvo para murmurar una última plegaria:


Verba mea auribus percipe, Domine…

Anastasio miraba con impaciencia mientras los labios turgentes y casi femeninos de Gregorio formaban sin sonido las palabras del quinto salmo:
intende voci clamoris mei, rex meus et Deus meus…

«Tonto piadoso». En aquel momento, el desprecio de Anastasio por el papa era tan fuerte que tuvo que hacer un esfuerzo consciente por mantener un tono de voz respetuoso.

—¿Entramos, señor?

Gregorio alzó la cabeza.

—Sí, Anastasio, ya estoy listo.

Catorce

Fulda

En la penumbra de poco antes del amanecer, los hermanos de Fulda descendían por la escalera y andaban serenamente por los corredores de la iglesia, con sus túnicas grises que se fundían con la oscuridad. El murmullo de sus sandalias de cuero en el suelo era el único ruido que alteraba el profundo silencio; ni siquiera las alondras se habían despertado. Los hermanos entraban en el coro y, con la seguridad de la costumbre, ocupaban sus posiciones para la celebración de la vigilia.

El hermano Juan Ánglico se arrodilló junto a los otros y desplazó las rodillas con pequeños movimientos inconscientes hasta encontrar el sitio más cómodo en el suelo de tierra.

Domine labia, mea aperies…
Empezaron con un versículo y pasaron al tercer salmo siguiendo el orden establecido por san Benito en su regla sagrada.

A Juan Ánglico le gustaba el primer oficio del día. La ceremonia, que seguía unas pautas inmutables, dejaba libre su imaginación para vagabundear mientras los labios formaban las palabras habituales. Varios hermanos ya empezaban a cabecear, pero Juan Ánglico se sentía maravillosamente despierto, con todos sus sentidos despiertos y atentos a aquel pequeño mundo iluminado por velas y limitado por la solidez reconfortante de los muros.

El sentimiento de pertenencia, de comunidad, era especialmente fuerte a aquella hora de la noche. Los contrastes más nítidos de la luz diurna, tan apta para exponer las personalidades individuales, los gustos y disgustos, las lealtades y riñas, se fundían en las sombras con el sonido resonante de las voces de los hermanos, cuya melodía no terminaba de alterar el silencio del aire nocturno.

Te Deum laudamus…
Juan Ánglico cantaba el Aleluya con los otros y sus cabezas inclinadas y tonsuradas eran tan indistinguibles como semillas en un surco.

Pero Juan Ánglico no era como los otros. Juan Ánglico no pertenecía por derecho a aquella selecta renombrada hermandad. No por ningún defecto de su inteligencia o su carácter, sino por un accidente del destino o de un Dios cruel e indiferente que había puesto a Juan Ánglico irrevocablemente aparte. Juan Ánglico no pertenecía por derecho a la hermandad de Fulda porque Juan Ánglico, nacido Juana de Ingelheim, era una mujer.

Habían pasado cuatro años desde el momento en que se había presentado a la puerta de la abadía fingiendo ser su hermano Juan. «Ánglico» la llamaron por su padre inglés y aun en aquella selecta hermandad de eruditos, poetas y sabios, no tardó en distinguirse.

Las mismas cualidades de espíritu que como mujer le habían acarreado el escarnio y el desprecio eran allí universalmente elogiadas. Su inteligencia, su conocimiento de las Escrituras y su ingenio en la discusión escolástica se volvieron el orgullo de la comunidad. Tenía libertad (más que eso, era alentada) para trabajar hasta el límite mismo de sus capacidades. Entre los novicios fue rápidamente promovida a
seniorus
, lo que le dio mayor libertad de acceso a la renombrada biblioteca de Fulda, una enorme colección de unos trescientos cincuenta códices, incluyendo una serie extraordinariamente buena de autores clásicos (Suetonio, Tácito, Virgilio, Plinio, Marcelino, entre otros). Se desplazaba entre los pergaminos cuidadosamente enrollados en un éxtasis de placer. Le parecía que todo el conocimiento del mundo estaba ahí y todo era de ella con sólo pedirlo.

Al descubrirla un día leyendo un tratado de san Juan Crisóstomo, el prior José tuvo una sorpresa al enterarse de que sabía griego, lo que la hacía única entre los hermanos de Fulda. Se lo dijo al abad Rabano, el cual inmediatamente la puso a trabajar en la traducción de la excelente colección de tratados griegos de medicina que tenía la abadía; entre éstos se contaban cinco de los siete libros de aforismos de Hipócrates, el Tetrabiblos completo de Aecio, así como fragmentos de obras de Oribasios y Alejandro de Tralles. El hermano Benjamín, el médico de la comunidad, quedó tan impresionado con el trabajo de Juana que la hizo su aprendiz. Le enseñó a cultivar y recoger plantas en el jardín medicinal y a hacer uso de sus distintas propiedades curativas: el hinojo para el estreñimiento, la mostaza para la tos, el perifollo para las hemorroides, el ajenjo para las fiebres… En el jardín de Benjamín había remedios para todo mal humano imaginable. Juana lo ayudaba a preparar los distintos emplastos, purgas, infusiones y mezclas que eran la rutina de la medicina monástica, y lo acompañaba a la enfermería a atender a los enfermos. Era un trabajo fascinante, adecuado para su inteligencia inquisitiva y analítica. Entre sus estudios y su trabajo con el hermano Benjamín, así como las campanas que sonaban regularmente siete veces por día llamando a los hermanos a las plegarias canónicas, sus días estaban ocupados y resultaban productivos. En la vida de hombre había una libertad y un poder que no había experimentado antes y Juana descubrió que le gustaba; le gustaba mucho.

—Quizá no debería decírtelo porque se te hinchará la cabeza hasta tal punto que no te cabrá en la capucha —le había dicho el viejo Hatto, el portero, el día anterior, sonriéndole para darle a entender que sólo bromeaba—. Pero ayer oí al padre abad decirle al prior José que tienes la mente más brillante de toda la comunidad y que algún día traerás gran distinción a esta casa.

En los oídos de Juana resonaban las palabras de la adivina de la feria de Saint-Denis: «Tendrás grandeza, más allá de todo lo que imaginas». ¿Se habría referido a aquello? «Niña cambiada —la había llamado la vieja—: Eres lo que no serás; lo que serás es distinto de lo que eres».

«Hasta en eso acertó», pensaba Juana, pasándose un dedo por el pequeño lugar sin cabello en la coronilla, casi tapado por el grueso círculo de cabello rubio rizado que lo rodeaba. Su cabello (el cabello de su madre) había sido la única vanidad de Juana. De todos modos se había alegrado de que le raparan la cabeza. Su tonsura de monje junto con la delgada cicatriz en la mejilla dejada por la espada del hombre del norte, acentuaban su disfraz masculino, un disfraz del que dependía su vida.

Cuando llegó a Fulda afrontaba cada día con temores, sin saber nunca si algún aspecto desconocido por ella de la rutina monástica desenmascararía de pronto su identidad. Hizo todo lo posible por imitar el porte y los gestos masculinos, pero temía revelarse en decenas de pequeños detalles; sin embargo, nadie parecía darse cuenta.

Por suerte, el modo de vida benedictino estaba cuidadosamente organizado para proteger el pudor de cada miembro de la comunidad, desde el abad al más humilde de sus monjes. El cuerpo físico, envoltura pecaminosa, tenía que ser ocultado en la medida de lo posible. Las túnicas amplias y largas del hábito benedictino daban amplia cobertura a sus incipientes formas femeninas; como precaución extrema, de todos modos, se vendaba con fuerza los pechos con telas. La regla mandaba explícitamente que los hermanos durmieran con sus hábitos y no enseñaran más que las manos y los pies en las noches más calurosas de
Heuvimanoth
. Los baños estaban prohibidos, salvo para los enfermos. Y hasta los
necessaria
, las letrinas comunitarias, preservaban el pudor gracias a los gruesos tabiques que se alzaban entre cada uno de los fríos asientos de piedra.

Cuando adoptó por primera vez su disfraz en el camino de Dorstadt a Fulda, Juana aprendió a contener sus hemorragias mensuales con una gruesa capa de hojas absorbentes que después enterraba. En la abadía, incluso esta precaución resultó innecesaria. Simplemente arrojaba las hojas sucias por los profundos agujeros oscuros de los
necessaria
, donde se confundían con el resto de los excrementos.

Todos en Fulda la aceptaban sin una sombra de duda como un muchacho. Juana comprendió que una vez que el género de una persona quedaba establecido, nadie volvía a pensar en aquello. Era una suerte porque el descubrimiento de su verdadera identidad significaría una muerte segura.

Fue aquella certidumbre la que, al principio, la retuvo antes de hacer algún intento de ponerse en contacto con Geroldo. No había nadie en quien pudiera confiar para enviar un mensaje y no tenía modo de salir. Como novicio, la vigilaban estrechamente a todas horas del día y de la noche.

Había pasado muchas horas de insomnio en su estrecha litera, atormentada por la duda. Aunque pudiera hacerle llegar un mensaje a Geroldo, ¿él la querría? Cuando habían estado juntos por última vez, en el arroyo, ella había deseado que él le hiciera el amor (se ruborizaba al recordarlo), pero él se había negado. Al volver a casa lo había visto distante, casi enfadado. Y después había aprovechado la primera oportunidad para marcharse.

«No deberías haberlo tomado tan en serio —había dicho Richild—. Eres sólo la última cuenta en el largo collar de conquistas de Geroldo». ¿Decía la verdad? En aquel momento parecía imposible creerla, pero quizás había dicho la verdad.

Sería absurdo arriesgarlo todo, su vida misma, para ponerse en contacto con un hombre que no la quería y que quizá nunca la había querido. Y sin embargo…

Había pasado tres meses en Fulda cuando presenció algo que la ayudó a decidir lo que haría. Estaba paseando por el patio de la granja con un grupo de novicios, camino del claustro, cuando les llamó la atención un tumulto cerca de la entrada. Vio una escolta de hombres a caballo seguidos por una señora suntuosamente vestida con sedas doradas, tan erguida y elegante en su silla como una columna de mármol. Era hermosa; sus rasgos delicados y redondeados, de piel pálida, estaban enmarcados en una cascada de brillante cabello castaño, pero en sus ojos oscuros e inteligentes había una misteriosa tristeza.

—¿Quién es? —preguntó Juana.

—Judith, la esposa del vizconde Waifar —respondió el hermano Rodolfo, el maestro de los novicios—. Una mujer culta. Dicen que puede leer y escribir en latín como un hombre.


Deo, juva nos.
—El hermano Gailo se persignó con temor—. ¿Es una bruja?

—Tiene gran reputación de piadosa. Incluso ha escrito un comentario sobre la vida de Esther.

—Abominación —dijo el hermano Tomás, uno de los novicios. Era un joven tosco, con la cara lisa, la barbilla hundida y los ojos de párpados pesados. Tomás estaba convencido de la superioridad de su propia virtud y no perdía oportunidad de exhibirla—. Una grosera violación de la naturaleza. ¿Qué puede saber de esas cosas una mujer, una criatura de bajas pasiones? Seguramente Dios la castigará por su arrogancia.

—Ya lo ha hecho —dijo el hermano Rodolfo—, porque aunque el vizconde necesita un heredero, su señora es estéril. El mes pasado abortó otra criatura.

La noble procesión se detuvo frente a la iglesia abacial. Juana vio que Judith desmontaba y se acercaba a la puerta de la iglesia con solemne dignidad, portando un solo cirio.

—No deberías mirar, hermano Juan —la reprendió Tomás. Con frecuencia buscaba la aprobación del hermano Rodolfo a costa de sus compañeros novicios—. Un buen monje debe mantener los ojos castamente bajos ante una mujer —citó de la regla.

—Tienes razón, hermano —respondió Juana—. Pero es que nunca había visto una señora como ella, con un ojo azul y otro castaño.

—No agraves tu pecado con la mentira, hermano Juan. Esa señora tiene los dos ojos castaños.

—¿Y cómo lo sabes, hermano? —preguntó Juana—. ¿Entonces tú sí la has mirado?

Los novicios estallaron en risas. Ni siquiera el hermano Rodolfo pudo reprimir una sonrisa. Tomás dirigió una mirada furiosa a Juana. Lo había hecho quedar como un tonto y él no era de los que olvidan las afrentas.

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