La Papisa (32 page)

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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: La Papisa
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—Primero debes demostrarme que recuerdas lo que ya has aprendido. ¿Qué representan éstos? —le enseñaba los tres últimos dedos de la mano izquierda.

—Unidades —dijo el chico sin vacilar— Y éstos —señaló el pulgar y el índice de la izquierda— son decimales.

—Bien. ¿Y en la mano derecha?

—Éstos son centenas y éstos millares —lo dijo enseñando los dedos que correspondían.

—Muy bien. ¿Qué números quieres usar?

—Doce, porque es mi edad. Y… —lo pensó un momento— trescientos sesenta y cinco, porque son los días del año —dijo con orgullo.

—Doce veces trescientos sesenta y cinco. Veamos… —los dedos de Juana se movían rápido, calculando el total— Cuatro mil trescientos ochenta.

Arn aplaudió con alegría.

—Prueba a hacerlo tú —dijo Juana, y repitió la operación más lentamente para que el niño tuviera tiempo de imitar cada movimiento suyo. El pequeño lo hizo solo—. ¡Excelente! —dijo Juana cuando hubo terminado.

Arn sonreía de contento, por el juego y el elogio. Su carita redonda se puso seria.

—¿Hasta dónde puedes llegar? —preguntó— ¿Puedes hacerlo con cien y con mil? ¿Con… mil y mil más?

Juana asintió.

—Tócate el pecho así, ¿ves? Eso te da decenas de miles. Y si te tocas el muslo, así, cientos de miles. Entonces… —Sus dedos volvieron a moverse—. Mil cien veces dos mil trescientos es… dos millones quinientos treinta mil.

Los ojos de Arn se ponían redondos de asombro. Aquellos números eran tan grandes que a duras penas podía concebirlos.

—¡Enséñame otro! —dijo.

Juana se echó a reír. Le gustaba enseñarle y percibía el interés con que el pequeño absorbía los conocimientos. La hacía acordarse de sí misma de niña. «Qué vergüenza —pensó— que esta brillante chispa de inteligencia esté destinada a extinguirse en las tinieblas de la ignorancia».

—Si puedo arreglarlo —dijo—, ¿te gustaría estudiar en la escuela de la abadía? Allí podrías aprender no sólo los números sino también a leer y a escribir.

—¿Leer y escribir? —repitió Arn con incredulidad. Esas habilidades extraordinarias estaban reservadas para sacerdotes y grandes señores, no para gente como él. Preguntó con preocupación—: ¿Tendría que hacerme monje?

A Juana le hizo gracia. Arn estaba en la edad en que los chicos empiezan a desarrollar un fuerte interés en el sexo opuesto; la idea de una vida de castidad le resultaba comprensiblemente aborrecible.

—No —dijo—. Irías a la escuela externa que es para estudiantes legos. Pero significaría dejar tu casa y vivir en la abadía. Y tendrías que estudiar mucho porque el maestro es muy estricto.

Arn no vaciló un instante.

—¡Oh, sí! ¡Sí, por favor!

—Muy bien. Volveremos a Fulda mañana. Hablaré con el maestro.

—¡Por fin! —El hermano Benjamín suspiró de alivio.

Frente a ellos, donde el camino se encontraba con el horizonte, se alzaban los muros grises de Fulda y tras ellos las torres gemelas de la iglesia abacial.

El grupo de viajeros había soportado una agotadora jornada desde la cabaña de Magdalena y el clima húmedo había agravado el reumatismo de Benjamín, haciendo de cada paso un tormento.

—Pronto estaremos allí —dijo Juana—. Podrás poner los pies junto al brasero en menos de una hora.

A lo lejos, un martilleo sobre tablas anunciaba su llegada; ya que nadie se acercaba sin anuncio a las puertas de Fulda. Con el ruido, Magdalena, nerviosa, apretaba a su bebé. A Juana y al hermano Benjamín les había costado mucho convencerla de que volviera a la abadía y había accedido sólo a condición de que la acompañaran sus hijos.

Los hermanos se habían reunido en el patio para saludarlos ceremoniosamente alineados en orden de rango y el abad Rabano en persona, con su cabello plateado y majestuosamente erguido, estaba al frente.

—Acércate —dijo Rabano.

—Tranquila, Magdalena —dijo Juana—. Haz lo que te dice el abad.

Magdalena avanzó y quedó trémula en medio de los monjes. Al verla lanzaron un unánime suspiro de asombro: las lesiones ulceradas y nódulos habían desaparecido; salvo por unas marcas secas, la piel bronceada de su rostro y sus brazos era limpia y firme, llena de salud. No podía haber ninguna duda: hasta el menos experto podía decir que la mujer que tenían ante ellos no era una leprosa.

—¡Oh, maravillosa señal de gracia! —exclamó el obispo Otgar muy impresionado—. ¡Como Lázaro has sido recuperada de la muerte a la vida!

Los hermanos se arremolinaron alrededor y acompañaron en triunfo hacia la iglesia a los viajeros.

La curación de Magdalena fue considerada como nada menos que un milagro. Todo Fulda cantaba elogiando a Juan Ánglico. Cuando el viejo hermano Aldwin, uno de los dos sacerdotes de la comunidad, murió durante el sueño una noche, hubo pocas dudas entre los hermanos sobre quién lo sucedería.

Pero el abad Rabano pensaba de otro modo. Juan Ánglico era demasiado audaz y presuntuoso para su gusto. Rabano prefería al hermano Tomás, quien, aunque menos brillante, era mucho más predecible, cualidad que Rabano valoraba.

Pero había que tener en cuenta al obispo Otgar. El obispo estaba enterado de que Gottschalk había estado cerca de la muerte por los azotes, algo que lanzaba una luz sospechosa sobre la abadía. Si Rabano pasaba por encima de Juan Ánglico para favorecer a un hermano menos cualificado, podía suscitar nuevas dudas sobre su conducta. Y si el rey recibía un mal informe sobre él, podía llegar a prescindir de sus servicios como abad… lo que resultaba impensable. Pensó que era mejor ser prudente en su elección, al menos por el momento.

En el capítulo anunció:

—Como vuestro padre espiritual tengo derecho a nombrar un sacerdote entre vosotros. Después de mucha plegaria y reflexión, me he decidido por un hermano adecuado para el nombramiento por su virtud y su gran saber: el hermano Juan Ánglico.

Hubo un murmullo de aprobación entre los hermanos. Juana se ruborizó de entusiasmo. «¡Yo, sacerdote!». ¡Ser admitida en los misterios sagrados, administrar los santos sacramentos! Había sido la ambición de su padre para Mateo y, después de la muerte de éste, para Juan. ¡Qué ironía que su ambición se realizara finalmente en su hija mujer!

Sentado al otro lado del salón, el hermano Tomás miraba fijamente a Juana. «Este nombramiento era mío —pensaba amargamente—. Rabano me había elegido a mí, ¿no me lo había dicho hace unas semanas?».

La curación de la leprosa por Juan lo había cambiado todo. Era para enfurecerse. Magdalena no era nadie, una esclava casi. ¿Qué diferencia había entre que fuera al lazareto, viviera o muriera?

Era especialmente amargo que el premio se lo llevara Juan Ánglico. Desde el primer momento, Tomás lo había odiado: había odiado la rapidez de su ingenio, con cuyas aristas había chocado con frecuencia. Había odiado la facilidad con que aprendía sus lecciones. A Tomás todo le resultaba difícil. Tenía que esforzarse mucho para aprender las formas del latín y memorizar los capítulos de la regla. Pero lo que a Tomás le faltaba en brillo lo tenía en perseverancia y en la solicitud con que cumplía con las formas externas de la fe. Cada vez que terminaba una comida tenía el cuidado de dejar el cuchillo y el tenedor en forma perpendicular, en tributo a la Santa Cruz. Nunca bebía su vino de un trago como los otros sino que lo iba bebiendo, con reverencia, tres sorbos cada vez, en una pía ilustración del milagro de la Trinidad. Juan Ánglico no se molestaba en esos actos de devoción.

Tomás fulminaba con la mirada a su rival, que parecía tan angelical con su halo de cabello rubio. «¡Que el infierno lo seque con sus llamas, a él y al maldito vientre que lo engendró!».

El refectorio, o comedor de los monjes, era una estructura de paredes de ladrillo, de doce metros de ancho y treinta de largo, dispuesto para recibir a los trescientos cincuenta monjes de Fulda todos a la vez. Con seis altas ventanas en la pared que daba al sur y siete en la que daba al norte, permitía la entrada de la luz solar todo el año, lo que hacía que fuera uno de los lugares más alegres de la abadía. Las planchas y arcos de madera que soportaban las vigas estaban cubiertas con coloridas pinturas con la vida de san Bonifacio, santo patrón de Fulda; contribuían a la impresión de brillo y luz, y en aquellos días breves y fríos de
Heilagmanoth
uno sentía al entrar como si fuera verano.

Era el mediodía y todos los hermanos se habían reunido en el refectorio para el almuerzo, la primera de las dos comidas del día. El abad Rabano estaba sentado a la larga mesa en forma de U en el centro del muro que daba al este, flanqueado por doce hermanos a la izquierda y doce a la derecha, representando a los apóstoles de Cristo. Las largas mesas de madera exhibían platos muy simples de pan, legumbres y queso. Por el suelo de tierra se deslizaban los ratones en su búsqueda furtiva de migas.

De acuerdo con la regla de san Benito, los hermanos siempre comían sin hablar. El estricto silencio sólo era roto por el tintineo de los cuchillos de metal y las copas, y la voz del lector de la semana, que se situaba en un pulpito y leía los salmos o las vidas de los Padres de la Iglesia. «Mientras el cuerpo mortal comparte la comida terrena —solía decir el abad Rabano—, dejemos que el alma reciba su alimento espiritual».

La
regula taciturnitis
, o regla del silencio, era un ideal elogiado por todos pero observado por pocos. Los hermanos habían elaborado un complejo sistema de signos manuales y gestos faciales con los que se comunicaban durante las comidas. De esta manera podían llevarse a cabo conversaciones enteras, especialmente cuando el lector era malo. El hermano Tomás leía con acento extraño sin poder transmitir la musicalidad de la poesía de los salmos; ignorante de su propia torpeza, leía en voz muy alta torturando los oídos de los hermanos. El abad Rabano solía mandar a leer al hermano Tomás, prefiriéndolo a otros lectores más capacitados porque, como decía él, «una voz demasiado dulce invita a los demonios del corazón».

—Chist.

Un silbido muy bajo llamó la atención de Juana. Alzó la vista del plato y vio que el hermano Adalgar le hacía señas desde el otro lado de la mesa.

Le enseñaba cuatro dedos. Este número indicaba un capítulo de la regla de san Benito, vehículo frecuente para aquella clase de conversación muda que favorecía los circunloquios y las referencias enigmáticas.

Juana recordaba las líneas iniciales del capítulo cuatro:
Omnes supervenientes hospites tamquam Christus suscipiantur
, decía: «Que todos los que lleguen sean recibidos como Cristo».

Captó al instante el significado. Había llegado un visitante a Fulda; alguien importante o el hermano Adalgar no se habría molestado en mencionarlo. Fulda recibía a más de una docena de visitantes por día, ricos y pobres, peregrinos envueltos en pieles y mendigos en harapos, viajeros cansados que llamaban sabiendo que no se les negaría la entrada y que podrían gozar de unos pocos días de descanso, abrigo y comida antes de seguir su camino.

«¿Quién?», preguntó alzando apenas las cejas. Su curiosidad era de esperar.

En aquel momento el abad Rabano dio la señal y los hermanos se pusieron de pie al mismo tiempo y formaron por orden de edad. Cuando salían del refectorio, el hermano Adalgar se volvió hacia ella.


Parens
—dijo señalándola—: Tu padre.

Con paso tranquilo y comedido, y el gesto plácido propio de un monje de Fulda, Juana seguía a los hermanos al salir del refectorio. Nada en su apariencia externa traicionaba su profunda agitación.

¿Podía estar en lo cierto el hermano Adalgar? ¿Uno de sus padres habría ido a Fulda? ¿Su madre o su padre?
Parens
, había dicho, lo que podía significar cualquiera de los dos. ¿Y si era su padre? No esperaría verla a ella, sino a su hermano Juan. La idea la llenó de alarma. Si su padre descubría el engaño, seguramente la denunciaría.

Pero quizás era su madre quien había ido. Gudrun no traicionaría el secreto. Entendería que la revelación le costaría la vida a Juana.

«Mamá». Hacía diez años que no se veían y la separación había sido sin despedida. De pronto, más que ninguna otra cosa, Juana quería ver el rostro querido de Gudrun, quería abrazarla y oírla hablar con los ritmos melodiosos de la antigua lengua.

El hermano Samuel, encargado de los hospedajes, la interceptó cuando salía.

—Estás excusado de tus deberes esta tarde; alguien ha venido a verte.

Desgarrada entre la esperanza y el temor Juana no dijo nada.

—No te pongas tan serio, hermano; no es el diablo que viene por tu alma inmortal. —El hermano Samuel rió su propia broma. Era un hombre jovial y bondadoso, aficionado a las bromas y las risas. Durante años, el abad Rabano lo había reprendido por estos hábitos poco espirituales hasta rendirse y ponerlo a cargo de recibir y alojar a los visitantes, trabajo cuyo aspecto mundano se adaptaba a la perfección a la personalidad del hermano Samuel—. Es tu padre —añadió, contento de dar una buena noticia—, está esperando en el jardín para verte.

El miedo resquebrajó la máscara de autodominio de Juana. Dio un paso atrás sacudiendo la cabeza.

—No lo veré… No puedo.

La sonrisa desapareció de los labios del hermano Samuel.

—Vamos, hermano, no lo dirás en serio. Tu padre ha venido desde Ingelheim para hablar contigo. Tendría que dar alguna explicación.

—No tenemos buenas relaciones. Nosotros… nos peleamos cuando me fui de casa.

El hermano Samuel le pasó un brazo por los hombros.

—Entiendo —dijo con simpatía—. Pero de todos modos es tu padre y ha hecho un largo viaje. Será un acto de caridad hablar con él aunque no sea más que un momento.

Sin poder refutarlo, Juana no dijo nada. El hermano Samuel interpretó que consentía.

—Ven. Te llevaré a donde está.

—¡No! —Se quitó de encima el brazo del monje.

El hermano Samuel se sobresaltó. No era modo de dirigirse a él que era uno de los siete oficiales de obediencia de la abadía.

—Tu alma está turbada, hermano —dijo con dureza—. Necesitas guía espiritual. Discutiremos esto en el capítulo mañana.

«¿Qué puedo hacer?», pensó Juana con desesperación. Sería difícil, si no imposible, ocultar su verdadera identidad al padre. Pero una discusión en el capítulo también representaría su ruina. No había excusa para su conducta. Si se la consideraba desobediente como Gottschalk…

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