Lotario había sido derrotado. Sus tropas, o lo que quedaba de ellas, se habían dispersado en los bosques buscando donde esconderse.
Geroldo se puso de pie conteniendo una arcada. A pocos metros encontró su caballo bayo horriblemente herido, retorciendo las patas traseras. Había sido lanceado desde atrás; las vísceras se derramaban por el suelo desde una gran herida en el vientre. Cuando Geroldo se acercó, una silueta pequeña y furtiva se puso alerta: era un perro que había ido a darse un banquete. Geroldo agitó los brazos amenazándolo y el perro se hizo a un lado, sin apartar de él una mirada resentida. Geroldo se arrodilló junto al bayo acariciándole el pescuezo y murmurándole algo; en respuesta al contacto conocido las sacudidas de las patas se hicieron más lentas, pero en los ojos seguía habiendo un dolor de agonía. Geroldo sacó el cuchillo del cinturón. Apretando con fuerza para cortar la vena, hundió la hoja en el pescuezo del bayo. Lo abrazó, hablándole suavemente al oído, hasta que al fin las patas quedaron quietas y los músculos poderosos del costado se aflojaron.
A espaldas de Geroldo sonaba un murmullo de voces.
—¡Mira! ¡Por ese yelmo te darán un sueldo por lo menos!
—Déjalo —dijo otra voz, más baja y con más autoridad— No vale la pena, está hundido por detrás, ¿no ves? Por ahí, muchachos, por ahí encontraremos cosas mejores.
Ladrones. La noche siguiente a la batalla atraía a aquellos delincuentes de los caminos y los callejones porque los muertos eran presas más fáciles que los vivos. Se movían furtivamente en la oscuridad desnudando a sus víctimas de ropas, armas, armaduras y anillos, cualquier cosa que pudiera tener algún valor.
Oyó una voz muy cerca.
—¡Éste está vivo!
Sonó un golpe y un grito que cesó bruscamente.
—Si hay más —dijo otra voz— hacedles lo mismo. No conviene que haya testigos si no queremos una cuerda en el pescuezo.
En un momento estarían sobre él. Geroldo se puso de pie, aunque todo le daba vueltas. Y sin salir de las sombras, corrió hacia la oscuridad del bosque.
Los monjes de Fulda se mantuvieron en buena medida ajenos a la disputa entre los reales hermanos francos. Como una piedra arrojada a un estanque, la batalla de Fontenoy creó gran revuelo en los centros de poder, pero allí, en el borde oriental del imperio, apenas se hizo notar. Es cierto que algunos de los terratenientes de la región habían ido a servir en el ejército del rey Luis. De acuerdo con la ley, todo hombre libre en posesión de más de cuatro granjas tenía que responder a la leva militar. Pero la rápida y decisiva victoria de Luis hizo que todos los reclutados de la región, salvo dos, volvieran sanos y salvos a sus casas.
Los días pasaban como antes, encadenados e indiferenciables en la rutina inmutable de la vida monástica. Una sucesión de buenas cosechas había dado por resultado una época de bonanza sin precedentes. Los graneros de la abadía estaban llenos a reventar; incluso los estirados y musculosos cerdos austrasianos se volvían gordos con la buena alimentación.
Hasta que, de pronto, vino el desastre. Semanas de lluvias sin parar echaron a perder los sembrados de la primavera. La tierra estaba demasiado mojada para trazar los pequeños surcos necesarios para plantar y las semillas se pudrieron. Y lo peor fue que la humedad penetró en los graneros y echó a perder el cereal almacenado.
La hambruna del invierno siguiente fue la peor que se podía recordar. Para horror de la Iglesia, hubo quienes se hicieron caníbales. Los caminos se volvieron más peligrosos que antes, ya que a los viajeros se los mataba no sólo por los bienes que llevaban sino por el alimento que podían proporcionar sus cadáveres. Después de un ajusticiamiento en Lorsch, la gente hambrienta asaltó el patíbulo y echó abajo la horca, disputándose la carne todavía caliente.
Debilitada por la desnutrición, la población era presa fácil de las enfermedades. Murieron miles por la peste. Los síntomas eran siempre los mismos: dolor de cabeza, escalofríos y mareos, fiebre alta y tos violenta. Había poco que hacer salvo desnudar a los pacientes y envolverlos en telas frescas para mantener la temperatura baja. Si sobrevivían a la fiebre tenían buenas posibilidades de recuperarse. Pero muy pocos sobrevivían a la fiebre.
Y la santidad de los muros monásticos no ofrecía ninguna protección contra la peste. El primero en caer enfermo fue el hermano Samuel, el encargado de la hospedería, cuya posición lo ponía en contacto frecuente con el mundo exterior. Dos días después estaba muerto. El abad Rabano atribuyó la desgracia al carácter mundano de Samuel y a su inmoderado gusto por la risa; las aflicciones de la carne, afirmó, eran sólo las manifestaciones externas de una decadencia moral y espiritual. Pero luego cayó el hermano Aldo, en quien todos reconocían la encarnación de la piedad y la virtud conventual; pronto lo siguió el hermano Hildwin, el sacristán, y varios más.
Para sorpresa de los hermanos, el abad Rabano anunció que haría una peregrinación al santuario de San Martín para pedir la intervención del mártir contra la peste.
—El prior José me representará en todo durante mi ausencia —dijo Rabano—. Le debéis obediencia y su palabra desde ahora es como si fuera la mía.
La precipitación del anuncio de Rabano y su apresurada marcha dieron lugar a muchas suposiciones. Algunos de los hermanos elogiaban al abad por emprender un viaje tan difícil en beneficio de todos. Otros murmuraban que se ausentaba sólo para escapar del peligro.
Juana no tuvo tiempo de discutir sobre aquello. Estaba ocupada desde el alba hasta la noche diciendo misas, oyendo confesiones y administrando con frecuencia cada vez mayor los ritos de la extremaunción.
Una mañana notó que el hermano Benjamín no estaba en su sitio en el coro durante la vigilia. Alma devota como era, nunca faltaba a un oficio diario. En cuanto terminó el servicio, Juana fue deprisa a la enfermería. Al entrar al largo salón rectangular sintió el aroma acre de la grasa de ganso y la mostaza, conocidos específicos para enfermedades de los pulmones. El cuarto estaba lleno; las camas y los jergones se amontonaban uno al lado del otro, todos ocupados. Entre las camas circulaban los hermanos cuyo
opus manuum
estaba en la enfermería, acomodando embozos, ofreciendo sorbos de agua, rezando en silencio por los que ya no podían aceptar otro consuelo.
El hermano Benjamín estaba en la cama explicando al hermano Deodato, uno de los monjes más jóvenes, el mejor modo de aplicar un emplasto de mostaza. Al escucharlo, Juana recordó los viejos tiempos, cuando ella había aprendido lo mismo.
Sonrió por el recuerdo. Pensó que si Benjamín podía seguir dirigiendo las cosas en la enfermería, su enfermedad no era grave.
Un súbito acceso de tos interrumpió el rápido flujo de palabras del hermano enfermero. Juana corrió a su cama. Mojando un trapo en el tazón de agua de rosas que había al lado de la cabecera lo puso suavemente sobre la frente de Benjamín. La frente estaba increíblemente caliente. ¡Benedícite! ¿Cómo había seguido tan lúcido con una fiebre tan alta?
Al fin dejó de toser y quedó con los ojos cerrados, respirando con dificultad. Su cabello gris le rodeaba la cabeza como un halo borroso. Las manos, aquellas manos cortas y anchas de campesino pero dueñas de tanta delicadeza y habilidad, yacían sobre la colcha, abiertas e impotentes como las de un recién nacido. El corazón de Juana se contrajo al verlas.
El hermano Benjamín abrió los ojos, vio a Juana, y sonrió.
—Has venido —dijo con voz ronca— Bien. Como ves, necesito tus servicios.
—Un poco de milenrama y algo de corteza de sauce en polvo te pondrá bien muy pronto —dijo Juana, manifestando más alegría de la que sentía.
Benjamín negó con la cabeza.
—Es como sacerdote y no como médico como te necesito ahora. Debes ayudarme a entrar en el otro mundo, hermano, porque ya he terminado con éste.
Juana le cogió la mano.
—No te dejaré ir sin presentar batalla.
—Has aprendido todo lo que te enseñé. Ahora debes aprender la resignación.
—No me resignaré a perderte —respondió ella con furia.
Durante los dos días siguientes Juana luchó con fuerza por la vida de Benjamín. Usó cada habilidad que él le había enseñado, probó cada medicina que se le ocurrió. La fiebre siguió haciendo estragos. El cuerpo grande y carnoso de Benjamín se agitaba como una crisálida vacía después de que la mariposa volara. Debajo del rubor febril aparecía un amenazante gris.
—Confiésame —dijo—. Quiero estar en plena posesión de mis facultades cuando reciba el sacramento.
Ella no pudo negarse más.
—
Quid me advocasti?
—empezó en el tono ceremonial de la liturgia: «¿Para qué me llamaste?».
—
Ut mihi unctionem trados
—respondió él: «Para que me des la unción».
Metiendo el pulgar en una mezcla de cenizas y agua Juana dibujó la señal de la cruz sobre el pecho del hermano Benjamín y puso un trozo de arpillera, símbolo de penitencia, sobre el dibujo.
Benjamín se sacudió con otro violento acceso de tos. Cuando terminó, Juana vio que había escupido sangre. Asustada de pronto, se dio prisa en el recitado de los siete salmos penitenciales y la unción ritual de los ojos, oídos, nariz, boca, manos y pies. Parecía que tardaba muchísimo tiempo. Hacia el final, Benjamín estaba con los ojos cerrados, completamente inmóvil. Juana no sabía si seguía consciente.
Por fin llegó el momento de administrar el viático. Juana le ofreció la sagrada hostia, pero Benjamín no respondió. «Es demasiado tarde —pensó—. Le he fallado».
Tocó con la hostia los labios de Benjamín; él abrió los ojos y la aceptó en la boca. Juana le hizo la señal de la cruz. Su voz temblaba cuando inició la plegaria sacramental:
—
Corpus et sanguis Domini nostri Jesu Christi in vitam aeternam te perducat…
Murió al alba, cuando los dulces cantos de laudes atravesaban el aire matutino. Juana quedó hundida en un profundo dolor. Desde el momento en que, hacía doce años, Benjamín la había tomado bajo su protección, había sido su amigo y mentor. Aun cuando sus deberes como sacerdote la habían apartado de la enfermería, Benjamín había seguido ayudándola, alentándola, apoyándola. Había sido un verdadero padre para ella.
Incapaz de encontrar consuelo en la plegaria, Juana se dedicó al trabajo. La misa diaria se llenaba más que nunca porque el espectro de la muerte traía a los fieles a la iglesia en cantidades cada vez mayores.
Un día mientras Juana estaba inclinando el cáliz comunal hacia uno de los comulgantes, un hombre mayor, notó sus ojos húmedos y el color febril de las mejillas. Pasó al siguiente de la hilera, una joven madre con una niña en brazos, pequeña y de rostro dulce. La mujer inclinó a la niña para tomar el sacramento: los pequeños labios de pétalos de rosa se abrieron para beber del mismo sitio donde había estado la boca del anciano.
Juana apartó el cáliz antes de que lo tocara. Cogió un trozo de pan, lo mojó en el vino y se lo dio a la niña. Asombrada, la niña miró a su madre, la cual asintió con la cabeza; era distinto de lo habitual, pero el cura de la abadía debía de saber lo que hacía. Juana siguió por la fila mojando el pan en el vino, hasta que toda la congregación hubo recibido el sacramento.
Inmediatamente después de la misa, el prior José la llamó a su presencia. Juana se alegró de que fuera a José y no a Rabano a quien tenía que dar explicaciones. José no era un hombre que fuera a aferrarse fanáticamente a la tradición, al menos si había buenos y suficientes argumentos para apartarse de ella.
—Has introducido una alteración en la misa hoy —dijo José.
—Sí, padre.
—¿Por qué? —La pregunta no era severa, sólo curiosa.
Juana se explicó.
—El anciano enfermo y el niño saludable —repitió José pensativo—. Estoy de acuerdo en que es una incongruencia repulsiva.
—Más que una incongruencia —respondió Juana—. Creo que podría ser un modo de transmisión de la enfermedad.
—¿Cómo puede ser? —preguntó José confundido—. Seguramente los espíritus malignos están en todas partes.
—Quizá no son espíritus malignos los que causan la enfermedad… o al menos no ellos solos. El mal puede ser transmitido por contacto físico con sus víctimas o con objetos que ellas hayan tocado.
Era una idea nueva, pero no tanto. Se sabía que algunas enfermedades se contagiaban; después de todo, por eso a los leprosos se los separaba estrictamente de la sociedad. Tampoco se discutía que la enfermedad solía difundirse dentro de una casa, llevándose a todos los miembros de una familia en pocos días o incluso en pocas horas. Pero la causa de este fenómeno era desconocida.
—¿Transmitido por contacto físico? ¿Cómo?
—No lo sé —admitió Juana— Pero hoy, cuando vi al hombre enfermo y las llagas abiertas en su boca, sentí… —Se interrumpió, frustrada—. No puedo explicarme, padre, al menos todavía no. Pero hasta que sepa más me gustaría no pasar la copa comunal y en su lugar mojar el pan en el vino.
—¿Harías ese cambio sólo por… una intuición? —preguntó José.
—Si me equivoco, no saldrá ningún mal de mi error porque los fieles igual habrán compartido el cuerpo y la sangre —dijo Juana—. Pero si mi… intuición resulta correcta, entonces habremos salvado vidas.
José lo pensó un momento. Una alteración en la misa no era algo que pudiera tomarse a la ligera. Por otra parte, Juan Ánglico era un monje culto, renombrado por su habilidad para curar. José no había olvidado la cura de la leprosa. Aquella vez también había habido poco más que la «intuición» del joven monje en la que basarse. Esas intuiciones, pensaba José, no debían menospreciarse porque eran un don de Dios.
—Puedes proceder por ahora —dijo—. Cuando vuelva el abad Rabano, él dará su propia opinión al respecto.
—Gracias, padre. —Juana hizo una reverencia y se marchó deprisa, antes de que el prior cambiara de idea.
Intinctio
llamaban al acto de mojar la hostia y aparte de algunos viejos monjes, muy aferrados a sus costumbres, la práctica fue apoyada ampliamente entre los hermanos porque satisfacía tanto la estética de la misa como los requisitos de limpieza e higiene. Un monje de Corbie, que pasaba camino a su comunidad, quedó tan impresionado que llevó la idea a su propia abadía donde fue adoptada también.
Entre los fieles la frecuencia de nuevos casos de peste bajó notablemente, aunque no se detuvo. Juana empezó a llevar un cuidadoso registro de nuevos casos, estudiándolos para detectar la causa de la infección.