—Oh, Señor —rezó el obispo como conclusión de la misa—, Vencedor del enemigo, Creador de las victorias, danos el escudo de tu ayuda y la espada de tu gloria para la destrucción de nuestros enemigos. Amén.
—Amén.
El aire vibró con el sonido de miles de voces. La primera franja de sol asomó por el horizonte, derramando su luz sobre el campo y arrancando brillo de piedras preciosas a la punta de las lanzas y flechas. Un fuerte clamor subió de entre los hombres.
El obispo se quitó el palio y se lo tendió a un acólito. Aflojando la casulla, la dejó caer al suelo y quedó al descubierto un soldado con la indumentaria correspondiente: la
brunia
, pesado jubón de cuero empapado en cera caliente y cosido con alambres metálicos, y los
bauga
o protectores de metal para las piernas.
«Entonces, se dispone a combatir», pensó Geroldo.
Hablando estrictamente, el oficio sagrado del obispo le impedía derramar sangre de otro hombre, pero en la práctica se solía prescindir de aquel ideal piadoso; los obispos y sacerdotes luchaban junto a sus reyes como cualquier otro vasallo.
Uno de los acólitos le tendió al obispo una espada en cuya hoja estaba bruñido el signo de la cruz. El obispo la sostuvo de modo que un rayo del sol rasante hiciera brillar la cruz dorada.
—¡Loado sea Jesucristo! —gritó— ¡Adelante, buenos cristianos, a la caza!
Geroldo estaba al mando del flanco izquierdo, situado en la pendiente de una colina que limitaba por el sur el campo. En una colina opuesta, el sobrino de Lotario, Pipino, comandaba el flanco derecho, un contingente grande y bien armado de aquitanos. La vanguardia, mandada por el mismo Lotario, se situó más allá de los árboles que señalaban el extremo este del campo, directamente frente a los enemigos.
El caballo bayo de Geroldo estiraba el pescuezo y relinchaba de impaciencia. Inclinándose sobre él, Geroldo le pasó una mano por la cabeza para calmarlo. Era mejor reservar toda la energía para la carga cuando llegara el momento.
—Será pronto, muchacho —le murmuró—, muy pronto.
Miró al cielo. Eran las seis, la primera hora de la mañana. El sol, todavía bajo en el cielo, daba justo en los ojos del enemigo. «Bien —pensó— Es una ventaja para nosotros». Miró a Lotario en espera de la señal de avanzar. Pasó un rato y no hubo señal. Los ejércitos enemigos estaban en ambos lados del campo, mirándose con desconfianza sobre el prado verde. Pasó otro rato. Y otro. Y otro.
Geroldo salió de entre sus hombres y cabalgó colina abajo hasta la línea de la vanguardia, donde Lotario estaba montado bajo un remolineo de gallardetes.
—¿Majestad, a qué se debe la demora? Los hombres están impacientes por avanzar.
Lotario lo miró con irritación por encima de su larga nariz.
—Yo soy el emperador; no es correcto que yo vaya a mis enemigos.
No le gustaba Geroldo porque tenía una mentalidad demasiado independiente para su gusto, resultado, seguramente, de los años que había pasado entre paganos y bárbaros en el extremo norte del imperio.
—¡Pero, señor, mira el sol! Ahora la ventaja es nuestra; dentro de una hora ya no la tendremos más.
—¡Confía en Dios, conde Geroldo! —respondió Lotario con altivez—. Yo soy el rey ungido por el cielo; el Señor no dejará de reservarnos la victoria.
Por el tono que empleaba, Geroldo comprendió que no valía la pena seguir discutiendo. Hizo una reverencia rígida, dio media vuelta en su caballo y volvió al galope a su posición.
Quizá Lotario tenía razón y Dios se proponía darles la victoria. Pero ¿acaso Él no tenía derecho a esperar un poco de ayuda de los hombres?
Ya habían pasado las diez; el sol se acercaba al cénit. «Maldito sea —se dijo Geroldo—. ¿Qué demonios está pensando Lotario?». Llevaban esperando casi cuatro horas. El sol daba en sus mallas metálicas y las calentaba hasta que los hombres empezaban a moverse con incomodidad. Los que necesitaban aliviarse debían hacerlo donde estaban porque no estaba permitido romper la formación; el mal olor subía y quedaba flotando en el aire inmóvil.
En aquellas difíciles circunstancias, Geroldo se alegró de presenciar la llegada de un pequeño cuerpo de servidores portando barriles de vino. Los hombres estaban acalorados y sedientos; una copa de vino era exactamente lo que necesitaban para reavivar sus ánimos desfallecidos. Se alzó un alegre griterío cuando empezaron a circular los sirvientes con copas de espeso vino tinto franco. Geroldo cogió una y se sintió mucho mejor. Pero no se permitió, ni permitió a sus hombres, más que una sola copa. Mientras que un poco de vino podía dar valor a un hombre, el exceso podía hacerlo desaprensivo o temerario, lo que era peligroso para él y para sus camaradas.
Lotario no mostraba tanta preocupación al respecto. Con gesto benigno alentaba a sus hombres a que siguieran bebiendo. Gritando y bromeando, jactándose de su habilidad con las armas, los soldados de la vanguardia se atropellaban unos a otros tratando de ganar el honor de estar en la primera fila, como niños que querían lucirse —cosa que eran en realidad; salvo un puñado de veteranos con experiencia, la mayor parte no pasaba de los dieciocho años.
—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!
El grito recorrió las filas. El ejército contrario avanzaba, lentamente todavía, de modo que la infantería y los arqueros pudieran mantenerse próximos a la caballería que marchaba delante. El efecto era solemne, majestuoso, más como una procesión religiosa que como un comienzo de batalla.
En la vanguardia de Lotario hubo un gran revuelo cuando los hombres corrieron a recuperar los yelmos, lanzas y escudos dispersos. No habían terminado de montar cuando la caballería enemiga espoleaba a sus monturas, se lanzaba a la carga y avanzaba hacia ellos con terrorífica velocidad, haciendo temblar la tierra con un rugido ensordecedor como el de mil truenos.
Las banderas de la vanguardia imperial bajaron y subieron, ordenando una carga de respuesta. La caballería saltó hacia delante y los cascos desgarraron la suave hierba verde, mientras las cabezas de los animales se lanzaban hacia delante, estirando los pescuezos tensos.
El bayo se sacudió, pero Geroldo tiró de las riendas.
—Todavía no, muchacho. —Tenían que esperar; el flanco izquierdo debía ser el último en entrar en combate, después de Lotario y Pipino.
Como dos grandes olas, los ejércitos enemigos lanzaban uno hacia el otro cuarenta mil hombres y el orgullo de la nobleza franca cabalgaba rodilla con rodilla en líneas compactas de unos ochocientos metros de ancho y otro tanto de profundidad.
Con un grito salvaje, un grupo de la vanguardia imperial se adelantó a la formación, espoleando sus caballos en una carrera desordenada, disputándose la gloria de ser el primero en alcanzar al enemigo bajo los ojos de su emperador.
Geroldo miraba con preocupación. Si seguían a aquella velocidad, llegarían al arroyo demasiado pronto y quedarían presos del agua mientras el enemigo combatiría desde el terreno sólido de la otra orilla.
Temerarios a fuerza de vino y juventud se arrojaron al arroyo y chocaron con el enemigo, con un alboroto que destrozaba los oídos, como dos gigantescos huesos que se rompieran. Combatieron con gran valor y mayores desventajas porque tenían que pegar desde abajo al enemigo sólidamente asentado en la orilla y perdían puntería por los tropiezos de sus caballos en las piedras húmedas. Los que resultaban heridos caían al agua donde, cubiertos de lodo y luchando por levantarse y levantar el peso de sus cotas de malla, eran aplastados por sus propios caballos presas del pánico.
Los hombres de las filas posteriores veían lo que sucedía, pero avanzaban a tal velocidad que no podían detenerse sin peligro de que los atropellaran violentamente los que los seguían. De modo que también se vieron obligados a meterse en el barro del arroyo, que ya se enrojecía de sangre, arrastrando contra su voluntad a los supervivientes de la primera carga hacia las lanzas del enemigo.
Sólo la retaguardia de la caballería, donde ahora estaba Lotario, pudo frenar a tiempo; dieron media vuelta y galoparon desordenadamente en retirada hasta tropezar con las filas de la infantería que marchaba detrás. Los infantes, para evitar ser pisoteados por los caballos, arrojaron las armas y corrieron hacia los lados.
Era una desbandada. La única esperanza estaba en los flancos dirigidos por Pipino y Geroldo. Tal como estaban colocados, podían bajar al campo de batalla mucho más allá del arroyo y golpear directamente al rey Luis, que estaba en el centro. Al alzar la vista hacia la colina de enfrente, Geroldo vio que Pipino y sus aquitanos habían dado media vuelta y estaban combatiendo de espaldas a ellos. El rey Carlos debía de haber dado un rodeo y los había atacado por detrás.
De modo que no podía esperarse ayuda de ese lado.
Geroldo volvió a mirar el campo de batalla. La mayor parte de los hombres de Luis había cruzado el arroyo en persecución de las tropas en retirada de Lotario, con lo que debilitaban sus filas, dejando al rey momentáneamente expuesto. Era una posibilidad entre mil, pero una posibilidad desesperada era mejor que ninguna.
Geroldo se apoyó en los estribos alzando la lanza.
—¡Adelante! —gritó— ¡En nombre del emperador!
—¡Por el emperador!
El grito salió como el ladrido unánime de una jauría y quedó suspendido en el aire mientras ellos corrían colina abajo, una gran cuña volante apuntada directamente al sitio donde flotaba el estandarte escarlata y azul de Luis en el aire brillante del verano.
El pequeño grupo de hombres que había quedado con el rey cerró filas ante él. Geroldo y sus hombres cayeron sobre ellos abriéndose paso sin dificultad.
Geroldo atacó a su primer hombre con la lanza, atravesándolo limpiamente por el pecho; la lanza se rompió por la fuerza del impacto. El hombre saltó de la silla, llevándose consigo la punta clavada. Armado sólo con la espada, Geroldo se adelantó con salvaje decisión, golpeando a izquierda y derecha en grandes arcos, abriéndose camino en zigzag, a través de los hombres, hacia el estandarte. Sus hombres despejaban el camino a los lados y atrás.
Metro a metro, centímetro a centímetro, la guardia de Luis retrocedía ante la matanza. De pronto, el camino estuvo despejado. Justo frente a Geroldo se alzaba el estandarte real, un grifo rojo sobre un campo azul. Ante él, montado en un caballo blanco, estaba el rey Luis el Germánico en persona.
—¡Ríndete! —gritó Geroldo con fuerza— ¡Ríndete y vivirás!
Por toda respuesta, Luis descargó la espada contra Geroldo. Lucharon cuerpo a cuerpo, un duelo de fuerzas y habilidades parejas hasta que un caballo cercano trastabilló de costado violentamente herido por una flecha, haciendo retroceder al bayo de Geroldo. Luis aprovechó la momentánea ventaja con una estocada dirigida al cuello. Geroldo se encogió e introdujo la espada por debajo del brazo alzado del rey, hiriéndolo entre las costillas.
Luis tosió y una espuma sanguinolenta le asomó entre los labios; lentamente resbaló de lado en la silla, cayendo a tierra.
—¡El rey ha muerto! —gritaron exultantes los hombres de Geroldo—. ¡Ha matado a Luis!
El eco del grito se repitió en las filas de soldados.
El cuerpo de Luis colgaba de la silla con un pie enganchado en el estribo. El caballo retrocedió alzando las patas delanteras y arrastrando al rey por la tierra removida. Al desprenderse la placa facial del yelmo cónico apareció un rostro ordinario, de nariz ancha, completamente desconocido.
Geroldo soltó un juramento. Era un truco de cobardes, indigno de un rey. No era Luis, sino su doble, disfrazado de rey para engañarlo.
No había tiempo para lamentos porque las tropas de Luis ya los rodeaban. Cuidándose los flancos unos a otros, Geroldo y sus hombres lucharon por liberarse del abrazo del enemigo, combatiendo con feroz decisión para avanzar hacia el límite del círculo.
Una breve visión de la hierba y una ráfaga de aire fresco reanimaron a Geroldo. Unos pocos metros más y estarían libres, en campo abierto para desplazarse.
Un hombre se puso en el camino de Geroldo, plantándose con la solidez de un árbol. Rápidamente Geroldo lo midió: un hombre corpulento, gordo, de gran vientre, brazos poderosos, con una maza, arma de fuerza no de habilidad. Apuntó con la espada hacia la izquierda; cuando el hombre se volvió para responder al golpe, Geroldo cambió velozmente de postura y logró herirlo en el otro brazo. El hombre gritó y se pasó la maza a la mano izquierda.
Desde atrás venía un sonido susurrante como el de pájaros agitando las alas. Geroldo sintió un repentino golpe en la espalda: una flecha le había atravesado el hombro derecho. Impotente, vio cómo la espada caía de entre sus dedos de repente insensibles.
El hombre corpulento alzó la pesada maza y lanzó el golpe. En el mismo momento en que Geroldo se movía para esquivarlo sabía que era demasiado tarde.
Algo pareció explotar dentro de su cabeza cuando se produjo el impacto y se hundió en una oscuridad total.
Las estrellas brillaban con una inalterable belleza sobre el campo oscurecido, sembrado con los cadáveres de los caídos. Veinte mil hombres que se habían despertado aquella mañana yacían muertos o agonizantes en aquella noche oscura: nobles, vasallos, granjeros, artesanos, padres, hijos, hermanos, la grandeza pasada de un imperio y las frustradas esperanzas de su futuro.
Geroldo se movió y abrió los ojos. Por un momento se quedó mirando las estrellas, sin poder recordar dónde estaba o qué había pasado. Un fuerte olor subía a sus narices, desagradable y conocido.
Sangre.
Se sentó. El movimiento le produjo una explosión de dolor dentro de la cabeza y el dolor trajo consigo la memoria. Se tocó el hombro derecho; la flecha que lo había herido seguía allí, atravesando limpiamente la carne debajo del brazo, de la espalda al pecho. Tenía que sacarla o la herida se infectaría. Apretando el brazo contra el costado rompió la punta metálica. Cogió el palo emplumado por atrás con la mano izquierda y con un rápido movimiento lo arrancó.
Jadeó y soltó un juramento contra el dolor insoportable, luchando por seguir consciente. Al cabo de un momento, el dolor empezó a ceder y pudo mirar lo que lo rodeaba. A su alrededor había espadas, escudos rotos, miembros mutilados, estandartes desgarrados; cuerpos que entraban en estado de rigidez: los horribles restos de una batalla.
De la colina donde habían acampado Carlos y Luis bajaban los sonidos de una celebración de victoria, bromas y gritos y roncas carcajadas que flotaban en el profundo silencio del campo. La luz de las antorchas de los vencedores brillaba iluminando el campo de batalla con una palidez fantasmal. Desde el campamento del emperador en la colina opuesta no venía un solo sonido, ni había encendido un solo fuego; la colina estaba silenciosa y oscura.